martes, diciembre 01, 2009

AÑO MUSULMAN –1430

Se preguntó qué clase de juego era ése y si las interrupciones
para hablar eran parte del juego o un palmario desconocimiento
de sus reglas. Decidió salir a caminar. Al cabo de un
rato sintió hambre y entró en un pequeño local árabe (egipcio
o jordano, no lo sabía) en donde le sirvieron un bocadillo de

carne de cordero picada. Al salir se sintió mal. En un callejón
en penumbra se puso a vomitar el cordero y en la boca le quedó
un gusto a bilis y a especias. Vio a un tipo que arrastraba un
carrito de hot-dogs. Le dio alcance y le pidió una cerveza. El
tipo lo miró como si Fate estuviera drogado y le dijo que a él
no le permitían vender bebidas alcohólicas.
–Dame lo que tengas –dijo.
El tipo le tendió una botella de Coca-Cola. Pagó y se bebió
toda la Coca-Cola mientras el tipo del carrito se alejaba por la
avenida mal iluminada. Al cabo de un rato vio la marquesina
de un cine. Recordó que en su adolescencia solía pasar muchas
tardes allí. Decidió entrar aunque la película, tal como le anunció
la taquillera, ya hacía rato que había empezado.

ROBERTO BOLAÑO    2666     pags 1128       1430-1128=302

¿Por qué a mí?

—Porque perteneces al pueblo de Israel. Tienes la sangre de Débora, Judith, Ester, María.

—No, no.

—He leído la Biblia varias veces. Escúchame, por favor. Allí dice claramente, insistentemente, que no se deben hacer ni adorar imágenes. Quien así procede, ofende a Dios.

—No es cierto.

—También dice la Biblia que Dios es único y nos quieren imponer que Dios es tres.

—Así dice el Evangelio. Y el Evangelio dice la verdad.

—Ni siquiera lo dice el Evangelio, Isabel. ¡Si por lo menos acataran el Evangelio!

Se soltó. Corrió hacia la alquería. Su falda se enredaba en los arbustos.

—¿Acaso son bienaventurados los dulces, porque ellos heredarán la tierra? —la perseguí a los gritos—. ¿Son bienaventurados los afligidos, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que tienen hambre y sed de justicia? Escúchame —jadeaba—: ¿son acaso bienaventurados los pacificadores?, ¿son bienaventurados los perseguidos como nuestro padre? Niegan al mismo Jesús, Isabel —la seguí con el índice en alto—. Jesús dijo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a perfeccionados.» Y ahora dicen que esa Ley está muerta.

Se detuvo de golpe. Su cara arrasada por las lágrimas era un brasero de reproches.

—Me quieres confundir... —jadeaba también—. Te inspira el diablo. No quiero saber nada, absolutamente nada de la ley muerta de Moisés.

—¿La ley de Dios, quieres decir? ¿Está muerta la ley de Dios?

—Yo creo en la de Jesucristo.

—¿Cuál?, ¿la que dicen que es de Jesucristo? ¿La de las cárceles?, ¿la delación?, ¿las torturas?, ¿las hogueras?

Reanudó la disparada.

—¿No te das cuenta de que los inquisidores son como los paganos?

Tropezaba. No dejaba de llorar. Yo continuaba hablándole estentóreamente: recitaba versículos, comparaba las profecías con la actualidad. Mis palabras le caían como látigos. Encogía un hombro, bajaba la cabeza, me ahuyentaba con las manos. Y seguía corriendo. Era una criatura despavorida que necesitaba guarecerse de mi granizada implacable.

Se encerró en su cuarto. Permanecí agitado ante su puerta y oí su llanto: no había consuelo. Esperé antes de llamar. Pero no llamé. Salí a dar una vuelta. Fui duro —pensé—, y enfático. No tuve en cuenta su naturaleza delicada, sus temores, ni la fuerza de las enseñanzas que le inculcaron. Fue sometida a un lavado espiritual que borró su amor al padre o que convirtió ese amor en lo contrario. Mi apasionamiento equivocó el camino. Debí actuar con más prudencia, hacer un circunloquio prolongado y darle tiempo para digerir las piedras una a una.

Caminé con agobio hasta que me envolvió la noche. El cielo estrellado despertó las luciérnagas de la llanura que por doquier guiñaban como invitaciones concupiscentes. ¿Eran un alfabeto? Desde chico me obsesionaba la idea. Atrapé un insecto en mi puño; por entre las ranuras de los dedos filtraba su verdosa luminosidad; sus patitas rasparon desesperadamente mi piel. Lo dejé en libertad; debía reunirse con su multitudinaria familia y proseguir la fiesta. No le importaba mi desolación.

MARCOS AGUINIS    LA GESTA DEL MARRANO  PAGS 275          275*6=1650-1430=220

¿Habéis llevado los regalitos, preguntó Ibn Wahab mientras dejaban atrás
la ciudad.
Ibn Amin asintió con una carcajada.
-¡En nombre de Alá! -exclamó Zúli?ayr-. ¿Dónde está la gracia del asunto.
-¿De verdad quieres saberlo? -bromeó Ibn Basit-. Diselo, Ibn Amin.
El hijo del médico personal del conde rió tanto ante aquella sugerencia, que
Zuhayr creyó que se iba a ahogar.
-¡El olor del perfume! Tu nariz detectó nuestro crimen -comenzó Ibn Amin,
ya más tranquilo-. En esas dos cajas, disimulada por la esencia de rosas, hay una
extraordinaria exquisitez destinada al consumo del arzobispo y del conde. Lo que
les hemos dejado, Zuhayr al-Fahí, son dos trozos de nuestros excrementos envueltos
en papel plateado. Uno de ellos fue fabricado esta misma mañana por los intestinos
de este judío que tienes ante ti, y el otro, una ofrenda un poco más rancia,
salió de las entrañas del devoto moro a quien conoces por el nombre de Ibn Basit.
Este hecho, sin revelar nuestros verdaderos nombres, por supuesto, queda bien claro
en la nota que les enviamos, donde también expresamos nuestro deseo de que disfruten
de su desayuno

ALI TARIQ   A LA SOMBRA DE UN GRANADO  pags141   141*11=1551-1430=121