sábado, abril 14, 2012

LO QUE EL VIENTO SE LLEVO

 

JAMES JOYCE-ULISES- 399

—¿Qué ocurre ahora?
Una manada de ganado marcado,
dividida en dos por el coche, pasó ante las
ventanillas, los animales marchando cabizbajos
sobre acolchonados cascos meneando las colas
lentamente sobre sus huesosas grupas llenas de
cascarrias. Entre ellos y rodeándolos corrían las
ovejas embarradas, balando su miedo.
—Emigrantes —dijo el señor Power.
—¡Ea!... —gritó la voz del tropero,
haciendo resonar su látigo sobre los flancos—.
¡Uuuu...! ¡Fuera!
Jueves naturalmente. Mañana es día de
matanza. Novillos. Cuffe los vendió alrededor de
veintisiete cada uno. Para Liverpool
probablemente. Asado para la vieja Inglaterra.
Compran los más suculentos. Y luego se pierde
el quinto cuarto; todos los subproductos: cuero,
cerda, astas. Se convierte en algo importante al
cabo de un año. Comercio de carne muerta.
Materia prima de los mataderos para
curtidurías, jabón, margarina. Quisiera saber si
todavía sigue esa combinación de conseguir
carne del tren en Clonsilla.
El coche se abrió paso a través de la
tropa.
—No puedo comprender por qué la
corporación no tiene una línea férrea desde la
entrada del parque hasta los muelles —dijo el
señor Bloom—. Todos esos animales podrían ser
llevados en vagones hasta los barcos.
—En vez de obstruir el tránsito —agregó
el señor Cunningham—. Tiene razón. Tendrían
que hacerlo.

—Sí —convino el señor Bloom—, y otra
cosa en que pienso a menudo, ¿saben?, es tener
tranvías fúnebres municipales como los de

Milán. Sus líneas llegan hasta las puertas del
cementerio, y tienen tranvías especiales que
incluyen el coche mortuorio, el de duelo y
demás. ¿Entienden lo que quiero decir?
—¡Oh, sería una cosa impresionante! —
dijo el señor Dedalus—. Coche Pullman y salón
comedor.

 

   

NABOKOV- OBRAS-399

UNA MALA NOTICIA

En la pastelería eligió sus pasteles,
inclinándose, aupándose de puntillas como una niña pequeña, y sin dejar de mover
aquí y allá su dubitativo dedo índice —con un agujero en la lana del guante. Apenas
hubo abandonado la tienda, se quedó pasmada ante el espectáculo de unas camisas

de hombre en la puerta de al lado, pero su contemplación fue interrumpida por
alguien que la tomaba del brazo, madame Shuf, una señora vivaracha con un
maquillaje algo exagerado; Eugenia Isakovna se volvió y se quedó mirando al vacío,
luego se ajustó su complicada máquina y sólo entonces, cuando el mundo se hubo
hecho de nuevo audible, le concedió a su amiga una sonrisa de bienvenida. Había
mucho ruido y mucho viento; madame Shuf se detuvo y se esforzó, con la boca, roja,
toda torcida, mientras trataba de que su voz se dirigiera lo más certeramente
posible a la embocadura del aparato: «¿Tiene alguna noticia de París?».
—Oh, sí, con regularidad —contestó Eugenia Isakovna suavemente, y añadió—:
¿Por qué no viene a verme, por qué nunca me llama? —y una ráfaga de dolor se
enhebró en su mirada porque la bien intencionada madame Shuf le había
respondido con un grito demasiado estridente.
Se despidieron. Madame Shuf, que todavía no sabía nada, se fue a casa, mientras
que su marido, en la oficina, pronunciaba desmayados Ays y Ohs por el teléfono que
mantenía apretado contra la cabeza que no dejaba de mover, mientras escuchaba lo
que Chernobylski le decía por el teléfono.
—Mi mujer ya ha ido a su casa —dijo Chernobylski—, y yo también iré dentro de un
momento, aunque por mis muertos que no sé cómo decírselo, pero mi esposa es una
mujer, después de todo, y a lo mejor se las arregla para preparar el camino.
Shuf sugirió que cogieran unos trozos de papel, que escribieran en ellos,
gradualmente, la mala noticia y que se los dieran a leer: «Enfermo». «Muy
enfermo.» «Muy, muy enfermo.»

 

 

ROBERT GRAVES-DIOSA BLANCA   208*2=416-399=17

 

La «Yegua nocturna» o Pesadilla es uno de los aspectos más crueles de la Diosa
Blanca. Sus nidos, cuando se. les encuentra en los sueños, alojados en las grietas de las
rocas o en las ramas de enormes tejos huecos, están hechos con ramitas cuidadosamente
elegidas, forrados con pelos de caballo blanco y plumas de aves proféticas y sembrados
de mandíbulas y entrañas de poetas. El profeta Job dijo de ella: «Habitaba y permanecía
en la roca. Sus crías también chupaban sangre».

John Kennedy Toole

La conjura
de los necios   333  399-333=66


 

El muchacho abrió una relumbrante cartera repujada a mano y le dio a

Lañe una serie de billetes.

—¿Todo bien, George? —le preguntó—. ¿Les gustó a los huérfanos?

—Les gustó la del escritorio con las gafas puestas. Creyeron que era una especie de profesora o algo así. Esta vez sólo quiero ésa.

—¿Crees que querrían otra como ésa? —preguntó Lana con interés.

—Sí. ¿Por qué no? Quizás una con un encerado y un libro, sabes. Haciendo algo con una tiza.

El chico y Lana cruzaron sonrisas.

—Ya me hago idea —dijo Lana, con un guiño.

—Oye, ¿tú eres yonqui? —le preguntó el chico a Jones—. A mí me pareces un yonqui.

—Tú sí que parecerías un buen yonqui con una escoba del Noche de Alegría espeta en el culo —dijo Jones muy despacio—. Las escobas del Noche de Alegría son muy buenas, están bien astillas.

—Bueno, bueno —gritó Lana—. No quiero un conflicto racial aquí. Tengo que proteger mi inversión.

—Pues será mejó que le diga a su amigo rostro pálido que se largue —Jones echó un poco de humo hacia los dos—. No estoy dispuesto a consentí que me insulten en un trabajo de esta clase.

—Vamos, George —dijo Lana, que abrió el armario que había bajo la barra y le dio a George un paquete envuelto en papel marrón—. Esta es la que quieres. Ahora, vete. Vamos, espabílate.

George le hizo un guiño y salió dando un portazo.

Este qué es, un recadero de los huérfanos? —preguntó Jones—. Me gustaría vé a los huérfanos para los que trabaja. Apuesto a que los de la Seguridá Social no sabe na de esos huérfanos.

—¿Pero de qué demonios habla? —preguntó irritada Lana; estudió la cara de Jones, pero las gafas le impedían leer en ella—. No tiene nada de malo hacer una pequeña caridad de vez en cuando. Venga, siga usted barriendo.

Luna comenzó a emitir sonidos, que eran como las imprecaciones de una sacerdotisa, sobre los billetes que le había dado el chico. Los números y las palabras susurrados brotaban y ascendían de sus labios de coral y, cerrando los ojos, ella iba copiando cifras en una libreta. Su esbelto cuerpo, una inversión provechosa por sí sola A lo largo de los años, se inclinó reverente sobre el altar, rema-lado de fórmica. Del cigarrillo que tenía junto al codo se elevaba un humo que era como incienso, que subía en volutas como sus oraciones, por encima de la hostia que ella elevó a fin de estudiar la fecha de su acuñación, el único dólar de plata que había entre las ofrendas. Tintineó el brazalete, congregando a los fieles al altar, pero e! único que había en el templo había sido excomulgado por su ascendencia y proseguía limpiándolo.

Cayó al suelo una ofrenda, la hostia, y Lana se arrodilló reverente a recogerla.

—Eh, mire lo que hace —dijo Jones, violando la santidad del rito—. Está tirando por el suelo su beneficio de los huérfanos, tiene dedos de mantequilla.

—¿Dónde ha caído, Jones? —preguntó ella—. Mire a ver si puede encontrarla.

Jones dejó la escoba y exploró buscando la moneda, achicando los ojos tras las gafas y el humo.

—Dónde estará esa monea de mierda —murmuraba, mientras los dos buscaban por el suelo—. ¡Juá!

—La encontré —dijo Lana, muy emocionada—. Ya la tengo.

—¡Caramba! Me alegro de que la encontrase, desde luego. ¡Demonios! Será mejó que no ande usted dejando caer al suelo dólares de plata así, si no, el Noche de Alegría se arruinaría. Debe tener usté muchísimos problemas para podé paga una nómina tan elevada.

—¿Por qué no procura mantener la boca cerrada, muchacho?

—Oiga, a mí no me llame «muchacho» —Jones cogió el mango de la escoba y barrió enérgicamente hacia el altar—. Que no es usté Scarla O'Horror.

viernes, abril 13, 2012

BICHOS NOCTURNOS

                                         


EL BUDA CARA DE SOL.
Autor
Soko Daido Ubalde, Monje Zen psiquiatra    pág-144

 

el maestro Zen Dogen del siglo trece acertaba
cuando decía que la evolución de la mente y el cuerpo llevan
caminos distintos.
Así como los animales marinos se disfrazan y camuflan con
algas o cambian de colores, de formas y hasta de sexo o se
parecen a otros peligrosísimos, la apariencia de muerte es otra
defensa natural. Pájaros incubando se hacen los heridos de un
ala para alejar al depredador de su nido, insectos y mamíferos en
circunstancias adversas caen en estado cataléptico y no sienten
golpes ni mordiscos, lagartos y cocodrilos y hasta “algunos
humanos” se quedan dormidos con ciertas caricias en el cuello.
Ya comenté cómo la naturaleza ha dado el color negro, rojo y
amarillo a los peligrosos y los animales no necesitan aprendizaje
para reconocerlo. Los humanos relacionamos el peligro con el
rojo, el color de la sangre, y con el negro el de la oscuridad
precisamente. El amarillo también simboliza la destructividad y
la envidia.

 

  

 

Michel Houellebecq

Las partículas elementales     144

El truco es que se hacen llamar neorrurales, pero en realidad no dan golpe, se conforman con el subsidio mínimo y una falsa subvención para la agricultura de montaña. Meneó la cabeza con aire astuto, vació su vaso de un trago y pidió otro. Había quedado con Michel en Chez Gilou, el único café del pueblo. Con sus postales guarras, sus fotos de truchas enmarcadas y su cartel de «Petanca en Saorge» (cuyo comité organizador tenía catorce miembros), el sitio evocaba de maravilla el ambiente Caza–Pesca–Naturaleza–Tradición, en las antípodas del movimiento neo Woodstock que vituperaba Bruno. Con mucho cuidado, éste sacó de su cartera una octavilla titulada «¡SOLIDARIDAD CON LAS OVEJAS DE LA BRIGUE!». —Lo he escrito esta noche... —dijo en voz baja—. Hablé con los ganaderos ayer por la tarde. Ya no saben cómo arreglárselas, están furiosos, les han diezmado literalmente las ovejas. La culpa la tienen los ecologistas y el Parque Nacional de Mercantour. Han vuelto a introducir lobos, hordas de lobos. ¡Y se comen a las ovejas! Su voz subió de repente y estalló en sollozos. En su mensaje a Michel, Bruno decía que vivía otra vez en la clínica psiquiátrica de Verrières–le–Buisson, de forma «seguramente definitiva». Parecía que le habían dejado salir para la ocasión.

—Así que nuestra madre se está muriendo... —interrumpió Michel, que quería volver a los hechos.

 

JAMES JOYCE-ULISES   144

sssSilenciosamente, en sueños, ella vino
después de muerta, su cuerpo consumido dentro
de la floja mortaja parda, exhalando perfume de
cera y palo de rosa, mientras su aliento,
cerniéndose sobre él, mudo y remordedor, era
como un desmayado olor a cenizas húmedas. A
través del puño deshilachado, vio el mar que la
voz robusta acababa de alabar a su lado como a
una madre grande y querida. El círculo formado
por la bahía y el horizonte cerraban una masa
opaca de líquido verdoso. Al lado de su lecho de
muerte había una taza de porcelana blanca,
conteniendo la espesa bilis verdosa que ella

había arrancado de su hígado putrefacto entre
estertores, vómitos y gemidos.
Buck Mulligan limpió la hoja de su
navaja.
¡Ah, pobre cuerpo de perro! —dijo con voz
enternecida—. Tengo que darte una camisa y
unos cuantos trapos de nariz, ¿qué tal los
pantalones de segunda mano?
—Quedan bastante bien —contestó
Esteban.
Buck Mulligan atacó el hueco de su labio
inferior.
—Lo ridículo —agregó alegremente— es
que hayan sido usados. Dios sabe qué apestado
los dejó. Tengo un par muy hermoso, con rayas
del ancho de un cabello, grises. Quedarías
formidable con ellos

No bromeo, Kinch. Quedas
condenadamente bien cuando estás arreglado.
—Gracias —dijo Esteban—, no podré
usarlos si son grises.

—¡Él no puede usarlos! —dijo Buck a su
cara en el espejo—. La etiqueta es la etiqueta.
Mata a su madre, pero no puede llevar
pantalones grises.
Cerró cuidadosamente la navaja y con
unos golpecitos de los dedos palpó la suavidad
de la piel.
Esteban apartó su mirada del mar y la
fijó en la cara rolliza, de ojos movedizos, azul de
humo.
—El tipo con quien estuve en el Ship
anoche —dijo Buck Mulligan—dice que tiene
p.g.l. Está en Dottyville con Conolly Norman.
Parálisis general de los locos.
Describió un semicírculo en el aire con el
espejo para comunicar las nuevas al exterior,
luminoso ahora de sol sobre el mar.

Rieron sus
labios curvos, recién afeitados, y los bordes de
sus dientes blancos y relucientes. La risa se
apoderó de todo su tronco fornido y macizo.
—Mírate —le dijo—, bardo horroroso.

 

VLADIMIR NABOKOV-LOLITA  144

Yo no me había atrevido a ofrecerle una segunda dosis de droga ni había
abandonado la esperanza de que la primera consolidara aún su sueño. Empecé a
deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor
esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi
lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía
a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis
pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma
de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi
conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el
ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo
en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo.
De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del
cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de
una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía,
y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.
Si me demoro algún tiempo en los temores y vacilaciones de esa noche

distante, es porque insisto en demostrar que no soy ni fui nunca ni pude haber
sido un canalla brutal. Las regiones apacibles y vagas en que me movía eran el
patrimonio de los poetas, no el terreno del crimen. Si hubiera llegado a mi meta,
mi éxtasis habría sido todo suavidad, un caso de combustión interna cuyo calor
apenas habría sentido Lolita, aun completamente despierta. Pero seguía
esperando que mi nínfula se engolfara en una plenitud de estupor que me
permitiera paladear algo más que una vislumbre suya. Así, entre aproximaciones
de tanteo, en medio de una confusión que la metamorfoseaba en un halo lunar,
en un aterciopelado arbusto en flor, soñaba que readquiría la conciencia, soñaba
que estaba acostado esperando.

En las primeras horas de la mañana hubo un momento de quietud en el
hotel sin sosiego. Después, alrededor de las cuatro, se precipitó la catarata del
baño del corredor y se oyó abrirse una puerta. Un poco después de las cinco
empezó a llegarme un monólogo coruscante desde algún patio o playa de
estacionamiento. No era en realidad un monólogo, puesto que el hablante se
detuvo unos pocos segundos para escuchar (aparentemente) a otro tipo, pero
esa voz no llegó hasta mí, de modo que no pude atribuir ningún sentido a la
parte escuchada. Su entonación práctica, sin embargo, me ayudó a admitir la
presencia del amanecer, y el cuarto no tardó en bañarse en un lila grisáceo,
cuando varios inodoros industriosos empezaron su labor, unos tras otros, y el
ascensor zumbante y chirriante empezó a subir y bajar a tempranos
ascendentes, y durante unos minutos dormité miserablemente, y Charlotte era
una sirena en aguas verdosas, y en algún lugar del pasillo el doctor Boyd dijo
«Buenos días tenga usted»

miércoles, abril 11, 2012

LA ESCOPETA NACIONAL

 

 

   Captura

 

BORGES-OBRAS COMPLETAS    321

HISTORIA MUNDIAL DE LA INFAMIA

EL ESTADO LARVAL
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy
the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York.
Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crio
entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado
que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo
de ser blanco; también era esmirriado, chucaro, soez. A
los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles
de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las
noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido
laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban
de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior,
y se restituíais después a la otra basura. Los comandaba un
negro encanecido, Gas Houser Joñas, también famoso como envenenador
de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del
agua, una mujer volcaba sobre lá cabeza de un transeúnte un
balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida
los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por
la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Bill Harrigan, el futuro
Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba

asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos
y letras de su destino) a los melodramas de cowboys

 

  

VLADIMIR NABOKOV-LOLITA   321

Dejé el alojamiento «Insomnio» a la mañana siguiente, alrededor de las
ocho, y pasé algún tiempo en Parkington. Me obsesionaban presagios de que
frustraría la ejecución. Pensé que acaso los cartuchos se habían inutilizado
durante una semana de inactividad, quité la cámara y puse otra nueva.
Di tal baño de aceite a mi compinche que ya no pude librarme de su
pringue. Lo vendé con un lienzo, como un miembro mutilado, y envolví en otro
lienzo unas cuantas balas de repuesto.
Una tormenta de truenos me acompañó durante casi todo el trayecto hacia
el camino Grimm, pero cuando llegué a Pavor Manor, el sol se veía de nuevo,
ardiendo como un hombre, y los pájaros chillaban en los árboles empapados y
humeantes. La casa decrépita y recargada parecía envuelta en una especie de
bruma, reflejando, por así decirlo, mi estado de ánimo, pues no pude sino
advertir –cuando mis pies se posaron en el suelo elástico e inseguro– que había
exagerado el estímulo alcohólico.
Un silencio irónico respondió a mi llamada. En el garage, sin embargo, se
veía su automóvil, por el momento un convertible negro. Probé con el llamador.
Una vez más, nadie. Con un gruñido petulante, empujé la puerta y... qué bonito:
se abrió como en los cuentos de hadas medievales. Después de cerrarla
suavemente tras de mí, atravesé un vestíbulo espacioso y horrible; atisbé en un
cuarto adyacente; advertí unos cuantos vasos sucios que crecían en la alfombra;
resolví que el amo debía dormir aún en su dormitorio.

De modo que me arrastré escaleras arriba. Mi mano derecha tenía asido a
mi embozado compinche, en mi bolsillo. Con la mano izquierda me tomaba del
pasamanos pegajoso. Inspeccioné tres dormitorios; en uno de ellos
evidentemente, había dormido alguien la noche anterior. Había una biblioteca
llena de flores. Había un cuarto vacío con grandes y profundos espejos y una piel
de oso polar sobre el suelo resbaladizo. Se me ocurrió una idea providencial. Por
si el amo regresaba de su caminata por los bosques o emergía de algún cubil
secreto, sería más seguro que el tirador inseguro –al que aguardaba una larga
faena– impidiera a su contrincante la posibilidad de encerrarse en su cuarto. Así,
durante cinco minutos por lo menos, anduve por la casa –lúcidamente insano,
frenéticamente calmo, como un cazador encantado y alerta– echando llave en
cuanta cerradura veía y guardándome la llave en mi bolsillo con la mano libre. La
casa, muy vieja, tenía más posibilidades de intimidad que nuestras casas
modernas, donde el cuarto de baño –único lugar con cerradura– debe usarse
para las furtivas necesidades de una paternidad proyectada.

Hablando de cuartos de baño, estaba a punto de visitar el tercero cuando
el amo salió de él, dejando tras sí una breve cascada. El ángulo de un pasillo no
me ocultaba del todo. Tenía la cara gris y los ojos abotagados, y estaba todo lo
desgreñado que era posible con su semicalvicie, pero lo reconocí perfectamente
cuando me rozó con su bata púrpura, muy semejante a la mía. No me vio, o me
descartó como a una alucinación habitual e inocua. Mostrándome sus pantorrillas
velludas, bajó la escalera como quien anda en sueños. Guardé en mi bolsillo la
última llave y lo seguí al vestíbulo. Había entreabierto la boca y la puerta
delantera para atisbar por una hendidura luminosa, pensando sin duda que había
oído llamar y alejarse a un visitante.
Después, siempre indiferente al fantasma de impermeable que se había
detenido en mitad de la escalera, el amo se dirigió hacia un cómodo boudoir
atravesando el vestíbulo y yo –con absoluta tranquilidad, sabiendo que no se me
escaparía–, me alejé de él cruzando la sala para ir a desenvolver
cuidadosamente a mi sucio compinche en la cocina provista de un bar. Tuve la
precaución de no dejar manchas de aceite sobre el cromado: creo que compré un
producto malo, negro y terriblemente pegajoso. Con mi habitual minuciosidad,
trasladé a mi compinche a un lugar limpio de mi persona y me dirigí hacia el
pequeño boudoir. Mis pasos, como he dicho, eran elásticos –demasiado, quizá,
para asegurarme el éxito. Pero mi corazón latía con fiero gozo, y pisé un vaso
sobre la alfombra.

El amo me vio en la sala oriental.
—¡Eh! ¿Quién es usted? –me preguntó con voz fuerte y vulgar, metidas las
manos en los bolsillos de la bata–. ¿Es usted Brewster, por casualidad?
Era evidente que estaba mareado y completamente a mi merced, si podía
emplearse esa expresión. Me felicité.
—Eso es... –respondí suavemente–. Je suis monsieur Brustière. Charlemos
un momento antes de empezar.
Pareció complicado. El bigotillo color hollín se le crispó. Me quité el
impermeable. Tenía puesto un traje oscuro, una camisa negra. No llevaba
corbata. Nos sentamos en sendos sillones.
—¿Sabe? –me dijo, rascándose con fuerza la mejilla gris, carnuda y
arenosa, y mostrando sus dientes menudos y perlados en una mueca torva–.
Usted no se parece a Jack Brewster. Quiero decir que el parecido no es muy
evidente... Alguien me dijo que él tenía un hermano en la misma compañía
telefónica.
Haberlo atrapado, después de todos esos años de arrepentimiento y
furor... Mirar los pelos negros en el dorso de sus manos regordetas... Errar con
cien ojos sobre sus sedas purpúreas y el pecho hirsuto, previendo los agujeros...
Saber que ese canalla semianimado, infrahumano, era el que había sodomizado
a mi amada... ¡Oh, amada mía, ésa era una bendición suprema!

  

JAMES JOYCE-ULISES   321

Qué calor. Su mano derecha pasó
lentamente una vez más sobre los cabellos:
mezcla escogida, hecha de las mejores marcas de
Ceilán. El Lejano Oriente. Hermoso lugar debe
ser ése: el jardín del mundo, grandes hojas
perezosas que flotan a la deriva, cactos,
praderas, floridas, lianas—serpientes como ellos
las llaman. Me gustaría saber si es así. Esos
cingaleses holgazaneando por ahí al sol, en
"dolce far niente" sin mover una mano en todo el
día. Dormir seis meses de cada doce. Demasiado
caluroso para disputar. Influencia del clima.

Letargo. Flores de ocio. Especialmente el aire
los alimenta. Ázoe. Invernáculo en los jardines
botánicos. Plantas sensitivas. Nenúfares.
Pétalos demasiados cansados para. Enfermedad
del sueño en el aire. Se camina sobre pétalos de
rosa. Imáginate allí tratando de comer
mondongo y callos. ¿Dónde estaba, pues, el
sujeto que vi en esa lámina por alguna parte?
¡Ah!, en el Mar Muerto, flotando sobre la
espalda, leyendo un libro con una sombrilla
abierta. No podría hundírselo aunque uno se lo
propusiera: tan pesado de sal. Por que el peso
del agua, no, el peso del cuerpo en el agua, es
igual al peso del. ¿O es que el volumen es igual
al peso? Es una ley algo así.

martes, abril 10, 2012

LOTIENENQUEREGALARTODO

     

BORGES-673

En la   Galatea de Cervantes,  resulta
que el barbero es amigo suyo y no lo admira demasiado, y dice
que es más versado en desdichas que en versos y que el libro
tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada.
El barbero, sueño de Cervantes o forma de un sueño de Cervantes,
juzga a Cervantes.... También es sorprendente saber,
en el principio del noveno capítulo, que la novela entera ha sido
traducida del árabe y que Cervantes adquirió el manuscrito en
el mercado de Toledo, y lo hizo traducir por un morisco, a quien
alojó más de mes y medio en su casa, mientras concluía la, tarea.
Pensamos en Carlyle, que fingió que el Sartor Resartus era versión
parcial de una obra publicada en Alemania por el doctor Diogenes
Teufelsdroeckh; pensamos en el rabino castellano Moisés
de León, que compuso el Zohar o Libro del Esplendor y lo divulgó
como obra de un rabino palestiniano del siglo m.
Ese juego de extrañas ambigüedades culmina en la segunda
parte; los protagonistas han leído la primera, los protagonistas
del Quijote son, asimismo, lectores del Quijote.


En Las Mil y Una Noches. Esta compilación de historias fantásticas
duplica y reduplica hasta el vértigo la ramificación de un
cuento central en cuentos adventicios, pero no trata de graduar
sus realidades, y el efecto (que debió ser profundo) es superficial,
como una alfombra persa. Es conocida la historia liminar de la
serie: el desolado juramento del rey, que cada noche se desposa
con una virgen que hace decapitar en el alba, y la resolución de
Shahrazad, que lo distrae con fábulas, hasta que encima de los
dos han girado mil y una noches y ella le muestra su hijo. La
necesidad de completar mil y una secciones obligó a los copistas
de la obra a interpolaciones de todas clases. Ninguna tan perturbadora
como la de la noche DCII, mágica entre las noches.

En esa noche, el rey oye de boca de la reina su propia historia.
Oye el principio de la historia, que abarca a todas las demás,
y también —de monstruoso modo—, a sí misma. ¿Intuye claramente
el lector la vasta posibilidad de esa interpolación, el curioso
peligro? Que la reina persista y el inmóvil rey oirá para
siempre la trunca historia de Las Mil y Una Noches, ahora infinita
y circular

 

   DSC00488

JOYCE- ULISES -673

Cristozorro con calzas de cuero,
escondiéndose, un fugitivo entre las secas
horquetas de los árboles huyendo de la alarma,
sin conocer hembra, pieza única de la caza. Las
mujeres que ganó para su causa, gente tierna,
una prostituta de Babilonia, damas de
magistrados, esposas de rufianes de taberna. El
zorro y las ocas. Y en New Place un débil cuerpo
deshonrado que en otros tiempos fuera donoso,
dulce, fresco como la canela, cayéndosele ahora
las hojas, desnuda y horrorizada por el horror
de la estrecha tumba y no perdonado.
—Sí. Así que usted cree...
La puerta se cerró detrás del que salía.
La quietud se posesionó repentinamente
de la discreta celda abovedada, descanso de
cálido y caviloso ambiente de incubadora.

Una lámpara de vestal.
Aquí pondera él cosas que no fueron: lo
que César habría llevado a cabo si hubiera
creído al augur: lo que pudo haber sido:
posibilidades de lo posible como posible: cosas
no conocidas: qué nombre llevaba Aquiles
cuando vivía entre las mujeres.
Ideas de ataúdes alrededor de mí, en
cajas de momias, embalsamadas en especia de
palabras. Tot, dios de las bibliotecas, un dios
pájaro, coronado de luna. Y yo escuché la voz de
ese sumo sacerdote egipcio. En cámaras
pintadas cargadas de tejas libros.
Están inmóviles. No hace mucho activo
en los cerebros de los hombres. Inmóviles: pero
una picazón de muerte está en ellos, para
contarme un cuento lacrimógeno al oído y para
urgirme a que yo cumpla su voluntad.

                      

VLADIMIR NABOKOV-673

En cuanto al título de «Solus Rex» citaré aquí a Blackburne en su obra Terms &
Themes ofChess Problems (Términos y asuntos de problemas ajedrecísticos,
Londres, 1907): «Si el Rey es la única figura negra en el tablero, entonces nos
hallamos ante el problema que se conoce con el nombre de "Solus Rex"».
El Príncipe Adulf, al cual imaginé, por alguna razón, con unos rasgos físicos
semejantes a los de S. P. Diághilev (1872-1929), sigue siendo uno de los personajes
favoritos de mi museo particular de momias que todo escritor agradecido guarda en
algún lugar de su estancia. No recuerdo los pormenores de la muerte del pobre
Adulf, salvo que Sien y sus compañeros lo despacharon de manera horrible y
desmañada, exactamente cinco años antes de que se inaugurara el puente sobre el
río Egel.

 

        -cordero-1    

DON QUIJOTE DE LA MANCHA-CERVANTES  673

—¡Válame Dios —dijo don Quijote—, y qué vida nos hemos de dar,
Sancho amigo! ¡Qué de churumbelas han de llegar a nuestros oídos, qué de
gaitas zamoranas, qué tamborines, y qué de sonajas, y qué de rabeles! Pues
¡qué si destas diferencias de músicas resuena la de los albogues! Allí se verán
casi todos los instrumentos pastorales.
—¿Qué son albogues? —preguntó Sancho—; que ni los he oído nombrar,
ni los he visto en toda mi vida.
—Albogues son —respondió don Quijote— unas chapas a modo de candeleros de azófar, que dando una con otra por lo vacío y hueco, hace un son,
si no muy agradable, ni armónico, no descontenta, y viene bien con la rusticidad
de la gaita y del tamborín; y este nombre albogues es morisco, como lo son
todos aquellos que en nuestra lengua castellana comienzan en al, conviene a
saber: almohaza, almorzar, alhombra, alguacil, alhucema, almacén, alcancía, y
otros semejantes, que deben ser pocos más; y solos tres tiene nuestra lengua
que son moriscos y acaban en i, y son borceguí, zaquízamí, y maravedí; alhelí
y alfaquí, tanto por el al primero como por el i en que acaban, son conocidos
por arábigos. Esto te he dicho de paso por habérmelo reducido a la memoria
la ocasión de haber nombrado albogues; y hanos de ayudar mucho al parecer
en perfeción este ejercicio el ser yo algún tanto poeta, como tú sabes, y el serlo
también en estremo el bachiller Sansón Carrasco; del cura no digo nada, pero
yo apostaré que debe de tener sus puntas y collares de poeta; y que las tenga
también maese Nicolás, no dudo en ello, porque todos o los más son guitarristas
y copleros. Yo me quejaré de ausencia; tú te alabarás de firme enamorado;
el pastor Carrascón de desdeñado, y el cura Curiambro de lo que él más puede
servirse, y, así, andará la cosa que no haya más que desear.
A lo que respondió Sancho:

—Yo soy, señor, tan desgraciado que temo no ha de llegar el día en que
en tal ejercicio me vea. ¡Oh, qué polidas cuchares tengo de hacer cuando pastor
me vea! ¡Qué de migas, qué de natas, qué de guirnaldas y qué de zarandajas
pastoriles, que, puesto que no me granjeen fama de discreto, no dejarán
de granjearme la de ingenioso! Sanchica mi hija nos llevará la comida al hato;
pero ¡guarda! que es de buen parecer y hay pastores más maliciosos que simples,
y no querría que fuese por lana y volviese trasquilada; y también suelen
andar los amores y los no buenos deseos por los campos como por las ciudades,
y por las pastorales chozas como por los reales palacios, y, quitada la
causa, se quita el pecado, y ojos que no veen corazón que no quiebra, y más
vale salto de mata que ruego de hombres buenos.

domingo, abril 08, 2012

ESPALDAS PLATEADAS

   

    VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos                   696

—¡Qué bien se está después de la lluvia! —y luego te quedaste pensativa unos
momentos y añadiste—: Sabes, acabo de acordarme. Me han invitado hoy a tomar
el té... cómo se llama... Pal Palych. Es muy aburrido. Pero tengo que ir.
Pal Palych era un antiguo conocido mío. Solíamos ir a pescar juntos y en plena
pesca, de repente, se ponía a cantar con su débil voz de tenor Campanadas
nocturnas. Yo lo apreciaba mucho. Una gota ardiente se desprendió de una hoja y
me cayó directamente en los labios. Me ofrecí a acompañarte.
Te estremeciste como en un escalofrío.
—Nos aburriremos mortalmente allí. Es horrible —miraste el reloj y suspiraste—.
Hora de irse. Me tengo que cambiar de zapatos.
En tu dormitorio embrumado, la luz del sol, que se filtraba por las persianas
venecianas, formaba dos escaleras doradas en el suelo. Dijiste algo con tu voz sorda.
Al otro lado de la ventana, los árboles respiraban y goteaban en un crujido de
contento. Y yo, sonriendo con el crujir de la lluvia, te abracé, levemente y sin avidez.
Ocurrió así. A una orilla del río estaba tu parque, y también tus prados, y al otro, el
pueblo. La carretera tenía baches profundos en algunos tramos. El barro era de un
color violeta exuberante, y las rodadas se llenaban de un agua color café con leche y
se cubrían de espuma. Las sombras oblicuas de las isbas de madera negra se
extendían con inusitada claridad.
Caminamos en la sombra por un sendero muy trillado y dejamos atrás una tienda de
ultramarinos, una taberna con su cartel esmeralda, unos patios llenos de sol que
emanaban aromas de estiércol y de heno fresco

La escuela era nueva, de piedra, rodeada de arces. En el umbral relucían las
pantorrillas blancas de una campesina que se inclinaba a escurrir un trapo en un
cubo.
Tú preguntaste: «¿Está Pal Palych?». La mujer, toda trenzas y pecas, entrecerró los
ojos para protegerse del sol. «Sí, sí que está.» El cubo tintineó con el puntapié que
le dio la vieja para moverlo. «Entre, señora. Estará en el taller.»
Nuestras pisadas crujieron al atravesar un vestíbulo oscuro y luego una clase
espaciosa.
Miré al pasar un mapa azul y pensé: así es toda Rusia —luz de sol y un gran vacío...
En un rincón brillaba un trozo de tiza triturada.
Más allá, en el pequeño taller, había un agradable olor a cola de carpintero y a
serrín de pino. Sin chaqueta, sudoroso y jadeante, con la pierna izquierda
extendida, Pal Palych se divertía haciendo una serie de planos en su tablero de
dibujo de quejosa madera blanca. Su coronilla, calva y sudorosa, oscilaba dentro de
un rayo de sol. En el suelo, bajo el banco del carpintero, se enroscaban unas virutas
como frágiles mechones de cabello.

Yo dije a voz en grito:
—¡Pal Palych, tienes invitados!
El dio un respingo, se azoró, tomó educadamente la mano que tú le ofreciste con
un gesto tan conocido, tan indiferente, y luego tomó mi mano en sus húmedos
dedos y la estrechó un segundo. Parecía que tuviera el rostro moldeado en arcilla,
con bigote fláccido e inesperados surcos.
—Lo siento, estoy sin vestir, ya lo veis —dijo con una sonrisa culpable. Agarró un
par de puños de camisa, que aguardaban tiesos como cilindros en el alféizar de la
ventana, y se los puso apresuradamente.
—¿En qué estás trabajando? —le preguntaste con un destello de tu pulsera. Pal
Palych se esforzaba en embutirse la chaqueta con movimientos violentos.
—Nada, estoy enredando un poco —escupió como atragantándose al hablar—. Es
una especie de estantería sin importancia. No la he acabado todavía. Aún tengo que
lijarla y darle el barniz. Pero mirad esto, lo llamo La Mosca... —y con un movimiento
vibratorio de sus manos unidas, lanzó al aire una especie de helicóptero de madera
en miniatura, que se elevó a las alturas con un zumbido, dio un golpe seco en el
techo y cayó al suelo.
La sombra de una sonrisa pasó cortés por tu rostro.
—¡Pero qué tonto soy! —Pal Palych comenzó de nuevo—. Os esperaba arriba,
amigos... Esta puerta rechina. Lo siento. Permitidme que vaya delante. Me temo que
la casa está desordenada.
—Creo que se había olvidado de que me había invitado —dijiste en inglés mientras
subíamos las escaleras que crujían a cada peldaño.

Yo contemplaba tu espalda, los cuadros de seda de tu blusa. Desde algún lugar en
el piso de abajo, probablemente el patio, nos llegó la poderosa voz de la campesina,
«¡Gerosim! ¡Gerosim!». Y de repente se me hizo prístinamente claro que, durante
siglos, el mundo no había dejado de florecer, de dar vueltas, de cambiar sólo para
que, ahora, en este preciso instante, pudieran combinarse y fundirse en un acorde
vertical aquella voz cuya resonancia nos llegaba desde abajo, el movimiento de tus
hombros de seda, y el aroma de las tablas de pino.

La habitación de Pal Palych era soleada y algo abigarrada. Una estera roja con un
león bordado en el centro estaba clavada en la pared encima de la cama. En otra
pared colgaba un capítulo de Anna Karenina, enmarcado y dispuesto de tal forma
que el juego de claroscuro de los tipos y la inteligente disposición de las líneas
lograban conformar el rostro de Tolstoi.
Nuestro anfitrión, frotándose las manos, te ofreció un asiento. Al hacerlo, un
movimiento de las gateras de su chaqueta derribó un álbum de la mesa. Lo recogió.
Trajeron té, yogur y unas insípidas galletas. Pal Palych sacó de un aparador una lata

de flores con caramelos duros de Landrin. Al agacharse, su camisa dejaba ver todo
un paño de piel lleno de granos. Un abejorro amarillo muerto había quedado
apresado en la pelusa de una araña posada en el alféizar de la ventana. «¿Dónde
está Sarajevo?», preguntaste de repente, haciendo crujir una página que con
indiferencia habías cogido del suelo. Pal Palych, ocupado en servir el té, contestó:
«En Serbia».

   

JAMES JOYCE-ULISES  696

Cuando lo arrestaron, tenía
sobre la espalda medio millón de francos
incluyendo un par de corsés de fantasía. La
mujer prestamista Elisa Tudor se había forrado
bastante como para competir con la de Sabá.
Veinte años se entretuvo allí entre el amor
conyugal y sus castas delicias y el amor
intemperante y sus inmundos placeres. Ustedes
conocen el cuento de Manningham de la esposa
del ciudadano virtuoso que convidó a Dick
Burbage a su lecho después de haberlo visto en
Ricardo III, y cómo Shakespeare, escuchando
por casualidad, sin mucho ruido para nada,
tomó la vaca por los cuernos, y cuando Burbage
llamó a la puerta le contestó desde las frazadas
del capón: Guillermo el Conquistador vino antes
de Ricardo 111. Y la alegre damita, señora

Fitton, se levanta y grita: ¡Oh!, y sus delicados
gorjeos, lady Penélope Rich, una aseada mujer
de sociedad, es apropiada para un actor y los
atorrantes de la orilla del río un penique por
vez.