martes, diciembre 15, 2009

LAS ARAÑAS COMEN ORO

Una araña le cayó en el pelo a Bárbara bajo el membrillero.Windisch no la vio.Se pego a la oreja de Bárbara.Oía la canción de la bocina a través de su gruesa trenza negra.Sintió su peineta dura.Ante la lámpara de petróleo brillaban las hojas de trébol verdes en los pendientes de Bárbara.Bárbara daba vueltas y más vueltas.El girar era una danza.Bárbara sintió la araña en su oreja.Se asusto y gritó;”voy a morir”.El peletero estaba bailando en la arena.Pasó junto a ellos. Se rió.Le quitó la raña de la oreja de Bárbara,La tiró a la arena y la aplasto con el zapato.El aplastarla fue una danza.Bárbara se llevo la mano a la oreja.La hoja de trébol verde había desaparecido.Barbara no la busco.Dejo de bailar.Y se echó a llorar.”No lloro por el pendiente”,dijo.Más tarde,muchos días más tarde estaba Windisch sentado con Bárbara en un banco del pueblo.Bárbara tenia el cuello grácil.Una hoja de trébol verde brillaba.La otra oreja se perdía en la noche.Windisch le preguntó tímidamente por el otro pendiente.Bárbara lo miró.”¿Donde hubiera podido buscarlo?",preguntó.”La araña se lo llevo a la guerra.Las arañas comen oro.” Bárbara siguió los pasos de la araña después de la guerra.La nieve,en Rusia,se la llevo al derretirse por segunda vez.

HERTA MULLER   EL HOMBRE ES UN GRAN FAISAN EN EL MUNDO    pág..95

Hacia el final de la noche, cuando ya los comensales se despedían, me arrastré gateando debajo de una mesa con mantel largo acompañada por una docena de niños, borrachos de azúcar, excitados por la música y con la ropa en jirones de tanto revolcarse. Se había corrido la voz entre ellos de que yo conocía todos los cuentos que existen, sólo era cosa de pedir. Sabrina quiso que el cuento fuese de una sirena. Les conté de aquella sirena minúscula que se cayó en un vaso de whisky y Willie se la tragó sin darse cuenta. La descripción del viaje de la infeliz criatura por los órganos del abuelo, navegando con infinitas peripecias en el sistema digestivo, donde se encuentra con toda clase de obstáculos y peligros repugnantes, luego llega a la orina, para ir a dar a una alcantarilla y de allí a la bahía de San Francisco, los dejó mudos de asombro. Al día siguiente Nicole vino con ojos desorbitados a decirme que no le había gustado nada la historia de la sirenita.

-¿Es un cuento verdadero? -me preguntó.

-No todo es verdadero, pero no todo es falso tampoco.

-¿Cuánto es falso y cuánto es verdadero?

-No sé, Nicole. La esencia de la historia es verdadera, y en mi trabajo como contadora de cuentos, eso es lo único que importa.

-Las sirenas no existen, así es que en tu cuento todo es mentira.

-¿Y cómo sabes tú si acaso esa sirena no era una bacteria, por ejemplo?

-Una sirena es una sirena y una bacteria es una bacteria -replicó, indignada.

ISABEL ALLENDE   LA SUMA DE LOS DIAS      pg.95

Bukus Gaon, hijo mayor del barbero Abraham Gaon, hombre piadoso, pobre y honrado, fue uno de los primeros en acudir aquella mañana a la kapia. Tenía dieciséis años y aún no había encontrado trabajo fijo ni oficio determinado. El muchacho, a diferencia de todos los Gaon, era algo alocado, lo que le había impedido entregarse a una ocupación concreta, empujándolo a buscar en todas partes y en todas las cosas algo ventajoso y agradable. Cuando quiso sentarse, se aseguró antes de que el sitio estaba limpio.

Entonces vio en la rendija, entre las dos losetas, un delgado hilo amarillo que brillaba. Tenía el resplandor del oro, ese metal tan querido a los ojos del hombre. Miró mejor. No cabía duda: un ducado había caído allí. El muchacho echó una mirada en torno, para ver si alguien le observaba, y para buscar algo con que sacar el ducado de la rendija. Pero en seguida le vino a la memoria que era sábado y que sería vergonzoso y, al mismo tiempo, pecado, hacer cualquier trabajo. Conmovido y embarazado, se sentó y no se levantó hasta el mediodía. Cuando fue hora de ir a almorzar y cuando todos los judíos, jóvenes y viejos, se fueron a sus casas, distinguió una brizna de paja de cebada más gruesa que las demás y, olvidando pecado y sábado, sacó con precaución el ducado de entre las dos losetas.

Era una buena moneda húngara, delgada, que no pesaría más que una ligera hoja seca. Llegó tarde al almuerzo. Cuando se sentó a la mesa baja y pobre, en torno a la cual se encontraban trece personas (once hijos, el padre y la madre), no prestó atención a las amonestaciones de su padre que lo trató de desocupado y de vago, y que le reprochó el no acudir ni siquiera a la hora de comer. Le zumbaban los oídos y sus ojos estaban deslumbrados. Se realizaba al fin su sueño de una vida de lujo inaudito. Le parecía que llevaba el sol en su bolsillo.

Al día siguiente, sin haberlo pensado mucho, Bukus se fue con su ducado a la taberna de Ustamovitch y se coló en la habitación en donde se jugaba a las cartas a casi todas las horas del día y de la noche. Siempre había soñado con aquello, pero nunca había tenido bastante dinero para atreverse a ir allí a probar fortuna. Ahora podía llevar a cabo su sueño.

Pasó algunos minutos llenos de angustia y de sobresalto. Al principio, fue acogido con desdén y desconfianza. Cuando le vieron cambiar la moneda húngara, pensaron inmediatamente que se la había quitado a alguien; sin embargo, aceptaron su apuesta. (Si los jugadores tratasen de conocer el origen del dinero de cada uno de ellos, nunca podrían jugar.) Comenzaron nuevas pruebas para el debutante. Al ganar, le subía la sangre a la cabeza y la vista se le nublaba bajo el efecto del calor y de la transpiración. Si perdía, le parecía que se detenía su respiración y que el corazón le desfallecía. Pero, tras aquellos tormentos que parecían no tener fin, salió aquella noche de la taberna con cuatro ducados en el bolsillo. Y aunque a causa de la emoción se sintiese extenuado y febril como si le hubiesen azotado con varas encendidas, caminaba derecho y orgulloso. Ante su mirada ardiente se abrían perspectivas lejanas y espléndidas que arrojaban un brillo deslumbrador sobre su pobreza familiar y que limpiaba la ciudad hasta sus cimientos. Andaba enervado, con paso solemne. Por primera vez en su vida podía

apreciar no sólo el resplandor y el tintineo del oro, sino también su peso.

IVO ANDRIC  UN PUENTE SOBRE EL DRINA   pg.95

Todo el mercado es así de húmedo, pero yo tengo éstas mis tablas, y con eso me defiendo un poco.

—Y es que está construido sobre un cementerio. Allí tenes una prueba de lo que te estaba yo diciendo. Vos ves el mercado, la gente, la bulla, lo que se compra, lo que se vende, los que entran, los que salen; pero abajo están los muertos, los huesos de a saber cuántos mil cadáveres. De­trás del ventarrón de la costa que ultimó a esos extran­jeros nadie me quita de la cabeza que debe haber una fuerza, una voluntad. Caixtoc, decía mi abuela, aunque otros le llaman Zizimite.

—El Zizimite es el diablo...

—Es un diablo de los montes, pequeño, burlón, traba­joso... —se levantó para despedirse—, me voy sin com­prar nada, porque vos no has de tener tepezcuintle.

Tomasita dobló el periódico, lo puso sobre la máquina de coser y salió a la puerta.

—Bueno, tía, hasta aquí la dejo; no la acompaño a bus­car el tepezcuintle por no dejar esto solo.

—¡Dios guarde, mi hija, con el ladrocinio que hay, más rateros que ratas! Pero, decíme una cosa; más o menos, ¿cuánto es lo que esos costeños heredaron en moneda de aquí?...

—El periódico lo dice, tía Sabina; como el cambio está al treinta, treinta de nuestros pesos por un dólar, se les van a volver treinta y seis millones de pesos de aquí...

—¡Qué barbaridad! Es mucho pisto. Por eso Dios man­da esos castigos. Porque ésa es otra. A que el diario no dice que ese gran ventarrón que barrió con todo fue cas­tigo de Dios. Lo explica así, así, como si la naturaleza, como ahora dicen, no fuera simple criada, simple sirvienta de la voluntad de Dios. ¡No, Tomasita, no se puede guar­dar tanto oro sin provocar esos desgarres brutales, y a éstos de aquí, con todo y que es muy sabroso ser rico, yo no se los «envideo», porque el mucho tener también es fuente de sufrimientos!

MIGUEL ANGEL ASTURIAS      EL PAPA VERDE     pg.95

El dragón no mira.

—No —dijo Lu Hsin—. Es una pura presencia lu­mínica. Ni siquiera acecha.

—Igual que esas florcitas.

—No creas —dijo la voz de la experiencia—. No creas.

Ésa era la virtud del dragón. Después de todo, sí se les había aparecido. La idea se volvió turbadora de pronto. En efecto, estaba la posibilidad de que el dragón apareciera. Pero, pensó Lu, era una posibilidad tan in­calculablemente remota que lo contaminaba todo, todo en la noche que envolvía los caminos familiares con su velo de extrañeza. Y cuando todas las cosas se habían vuelto imposibles, el dragón brotaba de la tierra. Más que un razonamiento, era un método: la educación de los niños chinos, con un juguete didáctico grandísimo.

CESAR AIRA -UNA NOVELA CHINA  oag.95

Mientras los cadáveres giraban e impregnaban la brisa con su hedor. Argalia e 11 Machia hablaron a Ago de la rima sobre la mandrágora, y él cogió una taza y fue a plantarse bajo el cipote del arzobispo. Después, en Percussina, los tres niños enterraron las dos tazas y recitaron lo que, en su imaginación, eran versos satánicos y, convencidos de que florecerían las plantas del amor, iniciaron una larga e infructífera espera.
—Lo que empieza con traidores suspendidos —dijo el emperador Akbar a Mogor dell'Amore— será un relato traicionero.
En un origen eran tres amigos, Antonino Argalia, Niccoló Machia y Ago Vespucci. Ago, el de los cabellos de oro, el más locuaz del trío, era uno entre una multitud, una barahúnda, una marimorena de Vespucci que vivían como sardinas en cuba en el hacinado barrio florentino de Ognissanti, comerciando con aceite de oliva, vino y lana al otro lado del Arno, en el gonfalone del drago, el barrio del dragón, y había salido deslenguado y vocinglero porque en su familia había que ser así para hacerse oír por encima del guirigay de tantos Vespucci, todos malhablados, gritándose unos a otros como boticarios o barberos en el Mercato Vecchio.

SALMAN RUSHDIE    LA ENCANTADORA DE FLORENCIA   pag.95

Una mosca se posaba y caminaba en la vecindad de su ombligo o
exploraba sus tiernas y pálidas areolas. Al principio trataba de atraparla en su
puño (método de Charlotte) y después se enfrascaba en la columna: Consejos
útiles.
«¿Se reducirían los crímenes si los niños tuvieran presentes estas pocas
advertencias? No juegues en la proximidad de los baños públicos. No aceptes
dulces ni paseos en automóviles con extraños. Anota el número de la chapa del
automóvil cuando subas a uno».
–... y la marca del dulce –completé.
Ella siguió, su mejilla (esquiva) contra la mía (insistente); y qué buen día
fue ése lector...
«Si no tienes lápiz, pero ya sabes leer...»
—Nosotros, marineros medievales –cité jocosamente–, hemos puesto en
esa botella...
—«Si no tienes lápiz –repitió ella–, pero ya sabes leer y escribir...», esto es
lo que ha querido decir el tipo, pedazo de tonto, «... deja marcado el número en
algún lugar del camino».
—Con tus pequeñas garras, Lolita.
VLADIMIR NABOKOV      LOLITA     pag.95