martes, mayo 08, 2012

CINCUENTA Y DOS SEISES

 

                                            

JAMES JOYCE-ULISES   273

EL Señor Leopoldo Bloom comía con
fruición órganos internos de bestias y aves. Le
gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas
mollejas que saben a nuez, un corazón relleno
asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de
pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le
gustaban los riñones de carnero a la parrilla,
que dejaban en su paladar un rastro de sabor a
orina ligeramente perfumada.

 

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VLADIMIR NABOKOV-OBRAS COMPLETAS   273

La primera parte del camino atravesaba los bosques. Las espléndidas nubes, que se
deslizaban por el cielo, contribuían a intensificar el lustre y la vitalidad de aquel día
de verano. Cuando se alzaba la vista hasta las copas de los abedules, su verdor te
llevaba a pensar en uvas translúcidas empapadas de sol. A ambos lados de la
carretera los matorrales descubrían el envés pálido de sus hojas y lo entregaban al
cálido viento. Las profundidades del bosque eran un mar de sol y sombra: no se
podía discernir la red tejida por los troncos de los árboles de los vanos vacíos de esta
empalizada visual. Manchas de musgo sorprendían a los viajeros con inesperados

fulgores de esmeralda celestial. Los heléchos desmayados volaban a ambos lados
del coche, rozando casi contra las ruedas.
Apareció ante ellos un gran carro de heno, una montaña verduzca salpicada de luz
trémula. Stepan tiró de las riendas para detener a sus corceles: la montaña se inclinó
hacia un lado, el carruaje hacia el otro —apenas había sitio para pasar por aquel
estrecho camino forestal— y entre ambos, una ráfaga penetrante de olor a campo
recién segado, el crujir majestuoso de las ruedas de carro, y una visión fugaz de
escabiosas y de margaritas entre el heno; entonces Stepan chasqueó la lengua, tiró
de las riendas y dejó al carro atrás. En ese momento se abrieron los bosques, la
victoria giró y entró en la carretera y en la distancia aparecieron los campos
cosechados, el estridor de los saltamontes en las zanjas y el zumbido de los postes
de telégrafo. En un segundo aparecería el pueblo de Voskresenk, y unos minutos
más tarde habrían llegado a su destino.

 

           

John Kennedy Toole

La conjura
de los necios                             273

Hemos de tratar un asunto crucial.

El vaquero —que el diablo se lo lleve— estaba azotando con su fusta a un elegante invitado. El patán del cuero negro inmovilizaba en el suelo a un invitado extasiado. Por todas partes se oían gritos, suspiros, chillidos. Cantaba ahora en el fonógrafo Lena Horne. «Inteligente», «Fresco», «Terriblemente cosmo», decía reverente el grupo que rodeaba el fonógrafo. El vaquero se apartó de sus excitados admiradores y empezó a sincronizar sus labios con la letra del disco, bailoteando como una cantante con botas y sombrero. Los invitados se agruparon a su alrededor, con una andanada de chillidos, dejando al patán del cuero negro sin nadie a quien torturar.

—Hemos de parar todo esto —gritó Ignatius a Dorian, que estaba haciéndole guiños al vaquero—. Aparte del hecho de que lo que estoy presenciando es una ofensa estruendosa al buen gusto y a la decencia, empiezo a asfixiarme a causa. del hedor de las emisiones glandulares y de la colonia.

—Oh, no seas tan pelma. Están divirtiéndose un poquito.

—Lo siento muchísimo —dijo Ignatius en tono profesional—. He venido aquí esta noche con una misión de la máxima seriedad. Hay una chica a la que hay que dar una lección, una pelandusca impertinente y radical. Apaga esa música afrentosa y tranquiliza a esos sodomitas. Tenemos que tratar cuestiones militares.

Creí que ibas a ser divertido. Si te pones grosero y pesado, será mejor que te vayas.

—¡No me iré! Nadie puede detenerme. ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!

—Oh, querido. Tú te lo tomas en serio, ¿verdad?

Ignatius se separó de Dorian, cruzó precipitadamente la estancia, apartando a empellones a los elegantes invitados, y desconectó el fonógrafo. Cuando se volvió, le saludó la versión castrada de un grito de guerra apache de los invitados.

«Bestia.» «Loco.»

 

Two brown hares (Lepus europaeus) boxing, and a third looking on, Hertfordshire. Did you know? It is thought brown hares were introduced by the Celts during the Iron Age.   A man smokes a cigarette while weaving a fishing net near Karachi's harbour in Pakistan.

EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France                       273

¡Ah!
¡Catalina en el hospital! ¡Catalina en América! ¿No es esto bastante para
desgarrar el corazón más endurecido? La misma Juanita lloraba a más no
poder, a pesar de hallarse celosa de Catalina, que la aventaja en juventud y
belleza, tanto como san Francisco aventaja en santidad a todos los demás
santos. ¡Ah, señor Jacobo! ¡Catalina en América! Son los designios
extraordinarios de la Providencia! ¡Ay de mí! Nuestra santa religión es
verdadera, y el rey David tiene razón al decir que somos semejantes a las
hierbas de los campos, puesto que Catalina está en el hospital. Estas piedras
en que estoy sentado son más felices que yo, aun cuando me halle revestido
con las señales del cristianismo y aun del religioso. ¡Catalina en el hospital!...
Y sollozó de nuevo. Yo esperé a que su dolor se hubiera calmado, para
preguntarle si tenía noticias de mis queridos padres.
—Señor Jacobo —me respondió—, son ellos precisamente quienes me
envían con un recado urgente. Ante todo, debo deciros que no viven
satisfechos por culpa de maese Leonardo, vuestro padre, que se pasa
bebiendo y jugando en la taberna todos los días que Dios le concede. El
oloroso tufillo de los gansos y de las gallinas asadas no sube ya, como en
otros tiempos, hasta La Reina Patoja, cuya imagen se balancea tristemente
mecida por el viento húmedo que la enmohece. ¿Qué fue de los tiempos
en que el figón de vuestro padre perfumaba la calle de San Jacobo, desde El
Joven Baco hasta Las Tres Doncellas? Desde que ese hechicero entró en
vuestra casa, todo en ella perece, personas y animales, por efecto, sin duda,
del maleficio que les ha echado. Y la venganza divina comenzó a
manifestarse cuando el obeso abate Coignard fue allí recibido y agasajado
mientras me despedían violentamente. Aquello era el principio del mal.

Pictures of Moments Tell More than Thousand Words. (10)

lunes, mayo 07, 2012

DOLOR DE MUELAS

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VLADIMIR NABOKOV-574

Aquellas explicaciones debían de ser
para mí como un premio de consolación en lugar del sinsentido y agonía que eran
en realidad. Y siguió hablando a este tenor a lo largo de eones, interrumpiéndose
de vez en cuando, pero volviendo a la carga de nuevo y contestando mis preguntas
imposibles y soeces con un suspiro jadeante o tratando, con sonrisa lastimera, de
entrar en el borroso terreno de los comentarios irrelevantes y superficiales, y yo
hundiendo más y más la muela que me atormentaba hasta que la mandíbula casi me
estalla de dolor, un dolor lacerante que me parecía de algún modo preferible al
dolor sordo, zumbón de la paciencia pura y dura.

 

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JAMES JOYCE-ULISES   574

La siguió con los ojos viéndola alejarse
entre los transeúntes hacia los frentes de las
tiendas. Denis Breen, en un estrecho traje de
levita y con zapatos de lona azul, salió
arrastrando los pies de lo de Harrison,
abrazando contra sus costillas dos pesados
tomos. Caído de la luna. Vive en el limbo. Se
dejó alcanzar sin manifestar sorpresa y adelantó
su oscura barba gris hacia ella, meneando su
floja mandíbula mientras hablaba
afanosamente.
Colibrillo. Tiene gente en la azotea.
El señor Bloom siguió andando
tranquilamente, viendo delante de él en la luz
del sol apretada pieza de cráneo, el bastón, el
paraguas y el guardapolvo bamboleantes. Cada
loco con su tema. ¡Hay que ver! Ahí va otra vez.

              

ROBERTO BOLAÑO-2666

En aquellos años oscuros
con el hierro se practicaba la suerte adivinatoria llamada
sideromancia, que consistía en calentar al rojo vivo un trozo

de hierro en la fragua y después arrojar sobre él briznas de paja
que al arder producían reflejos brillantes, semejantes a las estrellas.
Bien bruñido producía un brillo cegador que servía para
proteger los ojos de la ponzoñosa mirada de las brujas. Ese
hierro bien bruñido a mí me hace pensar, disculpen la digresión,
decía Florita Almada, en las gafas de cristales negros de algunos
dirigentes políticos o de algunos jefes sindicales o de algunos
policías. ¿Para qué se tapan los ojos, me pregunto?

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Leonie Swann
LAS OVEJAS DE
GLENNKILL            199*3=597-574=23

Nunca habían visto un rebaño de hombres y se quedaron
pasmadas. Más tarde, Mopple afirmaría que eran siete hombres,
pero Mopple era corto de vista. Zora contó veinte; Miss Maple,
cuarenta y cinco; y Sir Ritchfield muchos más, más de los que
podía contar. Bien es cierto que la memoria de Ritchfield era
pésima, sobre todo cuando se ponía nervioso: olvidaba a quién
había contado ya y contaba todo y a todos dos o tres veces.
Además, incluía a los perros.
Mopple clavó sus ojos miopes y un tanto avinagrados en los
hombres. Desde luego, era una variación insólita de la teoría del
asesino que vuelve al escenario del crimen: habían vuelto todos al

lugar del crimen, el asesino sin duda oculto entre ellos. Las ovejas
observaron con curiosidad cómo se movía aquel rebaño humano.
En cabeza no iba ni el más fuerte ni el más listo, sino Tom
O'Malley. Lo seguían los niños, luego las mujeres y por último
los hombres, algo rezagados, las manos en los bolsillos y con cierto
embarazo. Cerraban la marcha algunos viejos, de caminar lento y
tembloroso.
Tom llevaba una pala, una pala vieja, triste y oxidada. La
hundió en la tierra a unos diez pasos del sitio donde George
había yacido. Los hombres, que hasta entonces habían seguido al
líder, como cualquier buen rebaño, retrocedieron como si Tom los
hubiese rociado con agua fría y formaron un círculo a una
distancia respetable.

GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 307*2=614-574=40

En el musgo de los troncos de los árboles, en las ramas de encima de mi cabeza, en los líquenes
que penden cual largos mechones de cabello, en el mismo aire, el agua chorrea por todas partes, sin
que se sepa de dónde procede. Unos goterones, brillantes y resplandecientes, caen sobre mi rostro,
uno tras otro, y corren por mi cuello, helados. A cada paso, piso el espeso musgo aterciopelado y
mullido que se ha acumulado, capa tras capa. Éste vive parasitariamente en los troncos de los
árboles gigantescos que descansan en el suelo, muriendo y renovándose sin cesar. Mis zapatos
empapados de agua se hunden en él a cada paso produciendo un ruido de succión. Mi gorra, mi
pelo, mi anorak, mis pantalones están empapados, mi ropa interior está también embebida de sudor
y se pega a mi piel. No siento calor más que en mi bajo vientre.
Él se para delante de mí sin volver la cabeza. Detrás de su nuca, la antena formada de tres
varillas metálicas sigue vibrando