lunes, marzo 15, 2010

EL FUEGO

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Las azoteas de Al-Manzenl  se habían llenado de mujeres y niños que contemplaban el incendio en silencio. La gente levantaba el dedo índice, señalando la casa en llamas y luego invocaba a Allah. Nadie hizo un gesto para extinguir el fuego; era jueves, día de zoco, y los animales se movían inquietos en el partido.

No sé por qué me extraña el hecho de que nadie acudiese para detener el fuego, si yo mismo me quedé abajo, en la ciudad, viendo cómo las llamas lo devoraban todo.

RAFAEL CHIRBES      MIMOUN             pag.131

El capitán pelirrojo y lampiño no había desmontado. ¿Por qué no se bajaba del
caballo? La intriga atormentaba a Ubaydallah. Sus cincuenta años de trabajo como
administrador de tierras y de seres humanos le habían proporcionado una experiencia
y unos conocimientos extraordinarios, que no hubiera podido encontrar en los
libros. Se había convertido en un agudo observador de la naturaleza humana, y
gracias a eso había notado que el capitán era un ser condenado por su creador.
Su estatura, un asunto de considerable importancia para un soldado, no concordaba
en absoluto con su carácter violento. Era grueso. bajo, y contaría apenas unos dieciséis
años de edad. Ubaydallah estaba convencido de que ni siquiera la destreza
militar del oficial podía compensarle por esos hechos.
Tras reparar en estos detalles. Ubaydallah cayó de rodillas ante el comandante
de los cristianos, asqueando con su servilismo a los aldeanos que lo acompañaban.
-yerga de cerdo -murmuró entre dientes uno de ellos.
Pero a Ubaydallah no le preocupaba la reacción de sus compañeros. Se contentaba
con haber hecho que el capitán se sintiera alto. Aquel día, todo lo demás
carecía de importancia. Los numerosos años al servicio de los señores del Banu
Hudayl habían preparado al administrador para el objetivo que se proponía conseguir.
-¿Qué es lo que desea? -le preguntó el capitán con voz nasal.
-Mi señor, hemos venido a informarle que toda la aldea está dispuesta a convertirse
esta misma tarde. Sólo necesitamos que Su Excelencia nos envíe un sacerdote
y que nos honre con su presencia.
Al principio, la petición fue recibida en silencio. El capitán no reaccionó. Contempló
a la criatura arrodillada ante él con sus ojos de párpados caídos. Aunque
acababa de cumplir dieciséis años, ya era un veterano de la Reconquista. Lo habían
alabado por su valor en tres batallas libradas en las al-Pujarras y su temeraria ferocidad
había atraído la atención de sus superiores.
-¿Por qué? -le preguntó con brusquedad a Ubaydallah.
-No le entiendo, Excelencia.
-¿Por qué han decidido unirse a la Santa Iglesia Romana?
-Porque es el único camino verdadero hacia la salvación -respondió Ubaydallah,
que nunca se había destacado por su capacidad para distinguir entre lo verdadero
y lo falso.
-Querrá decir que es la única forma de salvar sus pellejos.

ALI TARIQ   A LA SOMBRA DE UN GRANADO        pag.  131

La ceiba blanca da sueños de niño y hay que nutrirla con leche de mujer. ¿Dónde está el seno de mujer blan­co? En la montaña quemada, bajo las nubes. Hay que alimentar la ceiba del día hasta que no caiga más el ramaje del sol y existan ideas felices como niños, sobre tu frente. Paseo por tu frente mi soplo de augur, sobre tus párpados, los párpados no se hunden en el sueño, flotan, son de piedra pómez en el agua del río.

—La ceiba roja da el sueño de la guerra amorosa. Hay que alimentarla con sangre. Hay que encender el fuego de la batalla placentera, de la lucha en que desaparecen los que salen multiplicados. Por el tributo que se le paga, árbol de carne en flor, es rubí líquido el vino virginal, foco de calamidades el ombligo, el perro del vientre guar­da su ladrido y pulpa de coral da rosa a los pezones, al abanico de las orejas, a la punta de los dedos y al sexo alado, mariposa presa en el musgo de la ceiba roja

MIGUEL ANGEL ASTURIAS    EL PAPA VERDE       pag.131

-¿Dónde vas con mantón de Manila...?,

empezó a picotear el perico y El Anciano le dio un zopapo que casi tira al pobre pájaro al piso.

-Ballena y elefante, pues. El hecho es que al cabo el pobre hombre trata a sus cómplices como tra­tó a sus enemigos. Gasta la pólvora en infiernitos. Los colaboradores no valen el esfuerzo de aplastarlos. Mucha energía para nada.

Soltó un suspiro que el loro no se atrevió a co­mentar.

-Mejor solo y respetado, aunque crean que me morí hace rato.

Pausa preñada, como dicen los anglosajones.

-Míreme aquí tomando café y jugando domi­nó. Yo evité la triste suerte de casi todos los ex. Me escapé del círculo mortal. ¿Y sabe por qué, Valdivia? Yo no llegué a la Presidencia creyendo que me metía a la cama con mi propia estatua.

CARLOS FUENTES    LA SILLA DEL AGUILA       pag.131.

Sólo, como le vería hacer después en momentos de reflexión, con la otra mano extrajo de un bolsillo del chaleco una cajita de oro y plata, quizá una tabaquera o una cajita para píldoras, con un gata de adorno en la tapa. En la mesa del bar ardía una lamparilla de cera y Aglie, como por azar, acercó la cajita a la llama. Pude ver cómo, al calor, el gata desaparecía para dejar paso a una miniatura, finísima, de color verde azulado y oro, que representaba una pastorcilla con una canastilla de flores. La hizo girar entre los dedos con distraída devoción, como si desgranara un rosario. Percibió mi interés, sonrió y guardó el objeto

UMBERTO ECO   EL PENDULO DE FOUCAULT   pag,131.

Enfriamiento... Ruptura... Pelea entre titanes... Las palabras empezaron de nuevo a flotar a su antojo por su cerebro. Sabía que en París, como en Londres, Nueva York, Berlín, Tokio Tel–Aviv, cientos de personas esperaban horas y horas junto a los teletipos ansiando precisamente esas palabras... ruptura... enfriamiento..., y otros tantos cientos las esperaban en los despachos de los jefes de redacción, las emisoras de radio y televisión... Enfriamiento..., enfriamiento. Parecía que el mundo estuviera al rojo vivo, como un aparato a punto de quemarse, cuya única salvación estribara en un enfriamiento urgente. Pensó que jamás se había invocado de aquel modo a los glaciares al Polo Norte, al grado cero de temperatura

ISMAEL KADARE   EL GRAN INVIERNO    pag.131

No tuvo tiempo de terminar, porque se produjo un estallido, un ruido aterrador, poderoso, y alguien dio un grito. El tabernero salió fuera a ver qué pasaba. Un monstruo, brillando en las tinieblas como una montaña mojada, se estaba tragando algo enorme, con la cabeza inclinada hacia atrás, dejando al descubierto su cuello blanquecino que al moverse conformaba como una cadena de colinas; se tragaba aquello y chupaba los huesos, sin dejar de balancearse con todo su cuerpo, hasta que finalmente se acomodó tumbado en medio de la calle.

—Creo que se ha quedado dormido —acabó el tabernero, sujetándose su verruga crispada con el dedo.

El propietario de la fábrica se levantó. Los robustos empastes de sus muelas destelleaban con el fuego dorado de su inspiración. La llegada de un dragón de carne y hueso no le sugería otro sentimiento distinto del deseo apasionado que guiaba su existencia entera, el deseo de infligir una derrota a la compañía rival.

—¡Eureka! —exclamó—. Escucha, buen hombre, ¿hay algún otro testigo?

—No creo —replicó el otro—. Estaba todo el mundo en la cama, y decidí no despertar a nadie y venir directamente a verle. Para evitar el pánico

VLADIMIR NABOKOV     CUENTOS COMPLETOS      pag.131

Sibila, la mayor, deslumbraba con su belleza y con su gracia. Así como Chátillon traía a la
mente la imagen de Aymé, ella convocaba la de Seramunda, pero, como en el caso
anterior, nos ofrecía una versión intensificada de los rasgos de la castellana de Castel-
Roussillon. La sentí inmediatamente fría, muy fría, a los dieciocho años, aunque la

elegancia de su porte y de sus maneras, el perfecto diseño de su óvalo y la intensidad de
sus ojos negros, triunfaban sobre la impresión de cálculo y acechanza que fluía de su
armonioso conjunto. Aquella frialdad era capaz de encenderse y de transmutarse no en
una hoguera sino en una lenta brasa crepitante. Alta y flexible, su figura obligaba a
guardar distancia. Su parecido físico con el rey debía ser notable, como corroboraba la
similitud de sus ojos y ayudaba a completar, para quienes no podíamos verlo, el rostro
velado de Baudoin, quien usufructuaría unos labios igualmente finos, una nariz
igualmente imperiosa, unos pómulos igualmente modelados, tersos los de Sibila, los del
rey ulcerados y roídos, como un viejo mármol, por llagas que no me atrevía a imaginar.
Desde niña, las políticas confabulaciones habían urdido su trama en torno, ya que el mal
que devoraba al monarca y que le impediría dar un sucesor al trono, la designaba como
próxima reina de Jerusalén y que su cónyuge ostentaría con ella la diadema de Saúl y de
David

MUJICA LAINEZ     EL UNICORNIO     pag.131

Detrás del muro en ruinas, están sentados a la mesa mi padre, mi madre y mi abuela materna,
todos ellos muertos. Me esperan para comer. Pienso que ya he vagabundeado bastante de un lado
para otro, y hace ya demasiado tiempo que no me siento en familia. Tengo ganas de sentarme a la
misma mesa que ellos para charlar de todo y de nada, como cuando estaba en casa de mi hermano
pequeño, cuando el doctor me diagnosticó un cáncer y hablábamos de cosas de las que no es posible
hablar más que en familia. En aquel tiempo, a la hora de la comida, mi sobrinita siempre quería ver
la televisión, pero era imposible que comprendiera que todos los programas estaban centrados
exclusivamente en la campaña contra la contaminación espiritual, explicada para todo el mundo por
las figuras del mundo cultural que tomaban postura unas tras otra recurriendo a la palabrería de los
documentos oficiales. No eran programas para niños y tampoco eran en absoluto apropiados para la
hora de las comidas. Yo estaba harto de las noticias difundidas por la radio, la prensa escrita y la
televisión, y no aspiraba más que a volver a mi propia vida, a hablar del pasado de mi familia que
había sido ya olvidado, por ejemplo, de ese bisabuelo loco que no tenía más que un deseo:
convertirse en mandarín y que había hecho donación a este fin de todo su patrimonio, una calle
entera, aunque en vano, ya que no logró ni tan siquiera obtener un mediocre puesto de funcionario y
que enloqueció al comprender que había sido burlado. Entonces prendió fuego a su última morada,
aquella en la que vivía, y murió a la edad de apenas treinta años, más joven de lo que yo soy ahora.
Los treinta, etapa de la que dijo el Confucio que la personalidad apenas está formada, sigue siendo
cuando menos una edad frágil en la que resulta fácil caer en la esquizofrenia. Mi hermano pequeño
y yo no habíamos visto jamás ninguna foto de este bisabuelo, acaso porque en sus tiempos la
fotografía no había sido introducida aún en China, o bien porque estaba reservada a la familia
imperial

XINGJIAN GAO   LA MONTAÑA DEL ALMA      pag.131.