viernes, abril 13, 2012

BICHOS NOCTURNOS

                                         


EL BUDA CARA DE SOL.
Autor
Soko Daido Ubalde, Monje Zen psiquiatra    pág-144

 

el maestro Zen Dogen del siglo trece acertaba
cuando decía que la evolución de la mente y el cuerpo llevan
caminos distintos.
Así como los animales marinos se disfrazan y camuflan con
algas o cambian de colores, de formas y hasta de sexo o se
parecen a otros peligrosísimos, la apariencia de muerte es otra
defensa natural. Pájaros incubando se hacen los heridos de un
ala para alejar al depredador de su nido, insectos y mamíferos en
circunstancias adversas caen en estado cataléptico y no sienten
golpes ni mordiscos, lagartos y cocodrilos y hasta “algunos
humanos” se quedan dormidos con ciertas caricias en el cuello.
Ya comenté cómo la naturaleza ha dado el color negro, rojo y
amarillo a los peligrosos y los animales no necesitan aprendizaje
para reconocerlo. Los humanos relacionamos el peligro con el
rojo, el color de la sangre, y con el negro el de la oscuridad
precisamente. El amarillo también simboliza la destructividad y
la envidia.

 

  

 

Michel Houellebecq

Las partículas elementales     144

El truco es que se hacen llamar neorrurales, pero en realidad no dan golpe, se conforman con el subsidio mínimo y una falsa subvención para la agricultura de montaña. Meneó la cabeza con aire astuto, vació su vaso de un trago y pidió otro. Había quedado con Michel en Chez Gilou, el único café del pueblo. Con sus postales guarras, sus fotos de truchas enmarcadas y su cartel de «Petanca en Saorge» (cuyo comité organizador tenía catorce miembros), el sitio evocaba de maravilla el ambiente Caza–Pesca–Naturaleza–Tradición, en las antípodas del movimiento neo Woodstock que vituperaba Bruno. Con mucho cuidado, éste sacó de su cartera una octavilla titulada «¡SOLIDARIDAD CON LAS OVEJAS DE LA BRIGUE!». —Lo he escrito esta noche... —dijo en voz baja—. Hablé con los ganaderos ayer por la tarde. Ya no saben cómo arreglárselas, están furiosos, les han diezmado literalmente las ovejas. La culpa la tienen los ecologistas y el Parque Nacional de Mercantour. Han vuelto a introducir lobos, hordas de lobos. ¡Y se comen a las ovejas! Su voz subió de repente y estalló en sollozos. En su mensaje a Michel, Bruno decía que vivía otra vez en la clínica psiquiátrica de Verrières–le–Buisson, de forma «seguramente definitiva». Parecía que le habían dejado salir para la ocasión.

—Así que nuestra madre se está muriendo... —interrumpió Michel, que quería volver a los hechos.

 

JAMES JOYCE-ULISES   144

sssSilenciosamente, en sueños, ella vino
después de muerta, su cuerpo consumido dentro
de la floja mortaja parda, exhalando perfume de
cera y palo de rosa, mientras su aliento,
cerniéndose sobre él, mudo y remordedor, era
como un desmayado olor a cenizas húmedas. A
través del puño deshilachado, vio el mar que la
voz robusta acababa de alabar a su lado como a
una madre grande y querida. El círculo formado
por la bahía y el horizonte cerraban una masa
opaca de líquido verdoso. Al lado de su lecho de
muerte había una taza de porcelana blanca,
conteniendo la espesa bilis verdosa que ella

había arrancado de su hígado putrefacto entre
estertores, vómitos y gemidos.
Buck Mulligan limpió la hoja de su
navaja.
¡Ah, pobre cuerpo de perro! —dijo con voz
enternecida—. Tengo que darte una camisa y
unos cuantos trapos de nariz, ¿qué tal los
pantalones de segunda mano?
—Quedan bastante bien —contestó
Esteban.
Buck Mulligan atacó el hueco de su labio
inferior.
—Lo ridículo —agregó alegremente— es
que hayan sido usados. Dios sabe qué apestado
los dejó. Tengo un par muy hermoso, con rayas
del ancho de un cabello, grises. Quedarías
formidable con ellos

No bromeo, Kinch. Quedas
condenadamente bien cuando estás arreglado.
—Gracias —dijo Esteban—, no podré
usarlos si son grises.

—¡Él no puede usarlos! —dijo Buck a su
cara en el espejo—. La etiqueta es la etiqueta.
Mata a su madre, pero no puede llevar
pantalones grises.
Cerró cuidadosamente la navaja y con
unos golpecitos de los dedos palpó la suavidad
de la piel.
Esteban apartó su mirada del mar y la
fijó en la cara rolliza, de ojos movedizos, azul de
humo.
—El tipo con quien estuve en el Ship
anoche —dijo Buck Mulligan—dice que tiene
p.g.l. Está en Dottyville con Conolly Norman.
Parálisis general de los locos.
Describió un semicírculo en el aire con el
espejo para comunicar las nuevas al exterior,
luminoso ahora de sol sobre el mar.

Rieron sus
labios curvos, recién afeitados, y los bordes de
sus dientes blancos y relucientes. La risa se
apoderó de todo su tronco fornido y macizo.
—Mírate —le dijo—, bardo horroroso.

 

VLADIMIR NABOKOV-LOLITA  144

Yo no me había atrevido a ofrecerle una segunda dosis de droga ni había
abandonado la esperanza de que la primera consolidara aún su sueño. Empecé a
deslizarme hacia ella, dispuesto a cualquier decepción, sabiendo que era mejor
esperar, pero incapaz de esperar. Mi almohada olía a su pelo. Avancé hacia mi
lustrosa amada, deteniéndome o retrocediendo cada vez que se movía o parecía
a punto de moverse. Una brisa del país mágico empezaba a alterar mis
pensamientos, que ahora parecían inclinados en bastardilla, como si el fantasma
de esa brisa arrugara la superficie que los reflejaba. El tiempo y de nuevo mi
conciencia despierta encerraron el camino errado, mi cuerpo se deslizó en el
ámbito del sueño, se evadió de ella, y una o dos veces me sorprendí incurriendo
en un melancólico ronquido. Brumas de ternuras encubrían montañas de deseo.
De cuando en cuando me parecía que la presa encantada saldría al encuentro del
cazador encantado, y que su cadera avanzaba hacia mí bajo la blanda arena de
una playa remota y fabulosa. Pero después su oscuridad con hoyuelos se movía,
y entonces yo advertía que estaba más lejos que nunca.
Si me demoro algún tiempo en los temores y vacilaciones de esa noche

distante, es porque insisto en demostrar que no soy ni fui nunca ni pude haber
sido un canalla brutal. Las regiones apacibles y vagas en que me movía eran el
patrimonio de los poetas, no el terreno del crimen. Si hubiera llegado a mi meta,
mi éxtasis habría sido todo suavidad, un caso de combustión interna cuyo calor
apenas habría sentido Lolita, aun completamente despierta. Pero seguía
esperando que mi nínfula se engolfara en una plenitud de estupor que me
permitiera paladear algo más que una vislumbre suya. Así, entre aproximaciones
de tanteo, en medio de una confusión que la metamorfoseaba en un halo lunar,
en un aterciopelado arbusto en flor, soñaba que readquiría la conciencia, soñaba
que estaba acostado esperando.

En las primeras horas de la mañana hubo un momento de quietud en el
hotel sin sosiego. Después, alrededor de las cuatro, se precipitó la catarata del
baño del corredor y se oyó abrirse una puerta. Un poco después de las cinco
empezó a llegarme un monólogo coruscante desde algún patio o playa de
estacionamiento. No era en realidad un monólogo, puesto que el hablante se
detuvo unos pocos segundos para escuchar (aparentemente) a otro tipo, pero
esa voz no llegó hasta mí, de modo que no pude atribuir ningún sentido a la
parte escuchada. Su entonación práctica, sin embargo, me ayudó a admitir la
presencia del amanecer, y el cuarto no tardó en bañarse en un lila grisáceo,
cuando varios inodoros industriosos empezaron su labor, unos tras otros, y el
ascensor zumbante y chirriante empezó a subir y bajar a tempranos
ascendentes, y durante unos minutos dormité miserablemente, y Charlotte era
una sirena en aguas verdosas, y en algún lugar del pasillo el doctor Boyd dijo
«Buenos días tenga usted»

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