La sobrina me hizo el favor de leerme el diario. Se lo dejé prestado. ¿No te iba a servir? Allí estás vos, tu nombrote, pero no está tu fotografía. Sólo publicaron los retratos de los abogados que son cuaches; curioso que estudiaran los dos la misma cañeta; de los siete herederos, indios ferósticos como yo, con el «pisto» los van a ver lindos, y de ese señorón, abuelo del que le dicen el Gringo, que juega con Fluvio tu sobrina. El otro día vos, como que me estabas contando que ese viejo mi compañero es padre de una perdida...
—Las malas lenguas así dicen, a mí no me consta.
—Será escritura para que te conste. Si te constara estaría en tu protocolo, donde ahora sólo reina «La princesa del dólar». ¿Y esa perdida es de aquí?
—¿Quién? ¿La princesa del dólar?
—Anda por allá. Sólo eso quisieras que yo también te endulzara el oído hablándote de esa otra gran perdida. Me refiero a la hija del señorón ése.
—Nació en Bananera, pero como su padre es norteamericano y ella ha vivido siempre en Nueva Orleáns, es más gringa que otra cosa.
—Y como los gringos no andan viendo que la mujer sea buena o mala, hizo bien en quedarse por allá. Son al contrario de los de aquí. Para los de aquí no hay mujer buena.
—No es verdad. La prueba: el viejo se decepcionó de la hija y se vino con el nieto a esconder aquí. Y cómo sería el desencanto que abandonó la compañía en vísperas de que lo eligieran presidente. Eso te prueba que sí les importa.
—Fluvio tu sobrino me contó que el Gringo, el nieto del señorón ese que vos tanto ponderas, hablaba de que a su abuelo una noche lo habían asaltado en las calles de Nueva Orleáns...
MIGUEL ANGEL ASTURIAS EL PAPA VERDE 97
En el parqué, Lyle se plegó a la racionalidad estricta del volumen y
el precio en todas sus ramificaciones. Una atención consumada era una
característica positiva, una mirada mansa por todas partes, la cordura
que residía en cuantas caras le salían al paso. Era un trabajo sólido, nítido
y a veces incluso animado, muy del Viejo Mundo en cierto modo, los
hombres reunidos en una plaza para tomar parte del intercambio verbal,
abierto, a la vez que tomaban nota de las cifras con lápices, los operarios
desconcertados ante la caligrafía del personal. El papel se acumulaba bajo
sus pies. Corrientes secretas, pensó, recordando el concepto de dinero
electrónico según Marina. Olas, sistemas, invisibilidad, poder. Pensó: bipbip-
bip-bip-bip. Uno de los brokers le dio un golpéenlo en la cabeza, de
broma, cual si fuera un combate de boxeo fingido. Lyle fue a la zona de
fumadores y llamó a la sede de la empresa desde una de las cabinas, preguntó
por Rosemary Moore. Le cogió Zeltner, colgó el teléfono. Fumó
cruzado de brazos, dando brincos sobre los talones. Tenía un aura de
sufrimiento viril, como si las cosas hubieran llegado a tal punto por el
despeñadero del error que ya no podían expresarse de una manera verbal
coherente, necesitadas de comentarios imposibles, de lágrimas o gritos.
DELILLO,DON JUGADORES 97
—Soy el criado de dos señores —dijo
Esteban—: uno inglés y uno italiano.
—¿Italiano? —preguntó Haines.
Una reina loca, vieja y celosa. Arrodíllate
ante mí.
Y también hay un tercero —dijo
Esteban— que me necesita para los mandados.
—¿Italiano? —repitió Haines—. ¿Qué
quiere usted decir?
—El Estado Imperial Británico —
respondió Esteban, subiéndosele los colores a la
cara —y la santa Iglesia Católica Apostólica
Romana.
JAMES JOYCE ULISES 97
—Sería preferible que se hiciera usted cargo de él. De lo contrario, las ratas nos invadirán en masse.
—Sí, Gómez, cómaselo —dijo la señorita Trixie, dejando caer el pringoso emparedado a medio comer encima de los papeles del escritorio del jefe administrativo.
—¡Mire lo que ha hecho, vieja imbécil! —gritó el señor González—. La culpa la tiene la señora Levy. ¡Era la declaración para el banco!
—¿Cómo se atreve usted a ofender así a la distinguida señora Levy? —atronó Ignatius—. Informaré de esto, señor.
—Me ha llevado una hora preparar esta declaración. Fíjese lo que ha hecho.
—¡Yo quiero el jamón de Pascua! —masculló la señorita Trixie—. ¿Dónde está mi pavo del Día de Acción de Gracias? Dejé un trabajo magnífico como taquillera de cine para venir a trabajar a esta empresa. Ahora, creo que me moriré en esta oficina. La verdad es que aquí se trata pésimamente al personal. Voy a jubilarme ahora mismo.
—¿Por qué no va a lavarse las manos? —le dijo el señor González.
—Eso es una buena idea, Gómez —dijo la señorita Trixie y salió camino del lavabo de señoras.
Ignatius se sintió defraudado. El esperaba una escena. El jefe administrativo empezó a hacer una copia de la declaración, e Ignatius volvió a la cruz. Pero primero tuvo que levantar a la señorita Trixie, que había vuelto y estaba arrodillada rezando en el sitio en el que Ignatius se colocaba para pintar. La señorita Trixie no se apartaba de él, salvo pequeñas escapadas para poner sellos a unos sobres para el señor González, para visitar varias veces más el aseo de señoras y para echar una siestecita. El jefe administrativo hacía el único ruido que se oía en la oficina con la máquina de escribir y la de sumar, que perturbaban ligeramente a Ignatius. La cruz estaba ya terminada en sus dos tercios. Faltaba sólo la inscripción en pan de oro, DIOS Y COMERCIO, que Ignatius había decidido colocar en la parte inferior de la cruz. Tras colocar las letras, Ignatius se hizo atrás y le dijo a la señorita Trixie:
—Ya está terminada.
—Oh, -Gloria, es maravillosa —dijo sinceramente la señorita Trixie—. Mire esto, Gómez.
—Qué bonita —dijo el señor González, examinando la cruz con ojos cansados.
—Ahora, a archivar —dijo, diligente, Ignatius—. Luego, a la fábrica. No puedo tolerar las injusticias sociales.
KENNEDY TOOLE LA CONJURA DE LOS NECIOS 97
—¡Vaya! Parece increíble. Siga, por favor —lo exhortó Wallander. —Bien. Hemos de retrotraernos al año 1992 —prosiguió Martin Oscarsson—. Al día en que dieron el golpe, en un tiempo muy limitado, por cierto. Después comprendimos que lo tenían perfectamente planificado. Todo sucedió un día en que estábamos celebrando una reunión con los asesores en una de las salas de reuniones del departamento de economía. Comenzamos a la una de la tarde y suponíamos que habríamos terminado para las cinco. Cuando la reunión empezó, Egil Holmberg nos hizo saber que tenía que marcharse a las cuatro, pero aquello no tenía por qué influir en la reunión. A eso de las dos y cinco, la secretaria del director de economía del Landsting entró en la sala y nos comunicó que Stefan Fjällsjö tenía una importante llamada telefónica. Creo recordar que del Ministerio de Industria. Stefan Fjällsjö se disculpó y siguió a la secretaria para atender la llamada en su despacho. La mujer nos contó más tarde que, cuando se disponía a abandonar el despacho para dejar a Stefan Fjällsjö a solas, éste le hizo saber que la conversación le llevaría unos diez minutos. Después, ella salió del despacho, con lo que, claro está, no conocemos los detalles de lo que sucedió, aunque sí a grandes rasgos. Stefan Fjällsjö dejó el auricular sobre la mesa. Ignoramos quién realizó la llamada, si bien no era, sin duda, del Ministerio de Industria. Entonces atravesó la puerta que comunica el despacho de la secretaria con el del director del departamento de economía y ordenó una transferencia de cuatro millones de coronas, en concepto de servicios de asesoría, a una cuenta de una sucursal del banco Handelsbanken en Estocolmo. Puesto que el director del departamento de economía ejercía en exclusiva el derecho de aprobación y certificación de las transferencias, no hubo problema alguno. En el extracto figuraba el número de contrato de la asesoría ficticia, creo recordar que se llamaba Sisyfos. Stefan Fjällsjö redactó un documento que confirmaba la aprobación de la transferencia. Para ello, falsificó la firma del director en el impreso correspondiente. Después, introdujo los datos de la confirmación en el ordenador y dejó el documento escrito en la carpeta del correo interno. Hecho esto, regresó al despacho de la secretaria, retomó la conversación con su compañero y dio por finalizada la conversación cuando la secretaria entró al despacho, transcurridos los diez minutos. Así culminó el primer paso de la estafa. Stefan Fjällsjö volvió después a la sala de conferencias, sin que hubiesen pasado ni quince minutos desde que salió.
Wallander lo escuchaba muy atento a fin de no olvidar ningún detalle, dado que se había comprometido a no tomar notas. Martin Oscarsson prosiguió:
—Poco antes de las tres, Egil Holmberg se levantó y abandonó la reunión. Sin embargo, como comprendimos más tarde, no llegó a salir de las dependencias del Landsting, sino que bajó al despacho del jefe de contabilidad, que se encontraba con nosotros en la reunión. Esto no era habitual aunque, para esta ocasión, los dos asesores así lo habían solicitado, de lo que se deduce que el plan estaba bien pergeñado de antemano. Egil Holmberg accedió al ordenador del jefe de contabilidad, introdujo el supuesto contrato y fechó la solicitud del pago de los cuatro millones de coronas una semana antes. Acto seguido, llamó a la mencionada sucursal del banco Handelsbanken en Estocolmo, notificó el abono y aguardó tranquilamente. Diez minutos más tarde, llamaron del banco para confirmar la transacción, que él ratificó. Así, no le quedaba ya más que una gestión por realizar, a saber, confirmar la orden de abono al banco del propio Landsting, antes de abandonar sus oficinas. La mañana del lunes, muy temprano, alguien solicitó un reintegro de cuatro millones de coronas en aquella sucursal del banco Handelsbanken, en Estocolmo. El sujeto, que se dio a conocer como Rikard Edén, pertenecía a la compañía Sisyfos. Tenemos motivos más que suficientes para creer que fue el propio Stefan Fjällsjö quien visitó el banco aquella mañana, aunque bajo otro nombre. Tardamos aproximadamente una semana en descubrir toda la operación. Presentamos una denuncia a la policía
MANKELL HENNING EL HOMBRE SONRIENTE 97
La fortuna del Rey de las Tartas. El paciente Greg Monroe
1 rascacielos donde vivía Edgar Woolf era suyo todo entero, planta por planta, ascensor por ascensor, ventana por ventana, pasillo por pasillo. O sea que las más de tres mil personas que trabajaban del sótano al piso cuarenta de aquel edificio eran empleados a las órdenes del Rey de las Tartas, y no había una sola habitación alquilada para otras oficinas, aunque todavía quedara alguna de sobra. Pero estas estancias disponibles iban siendo cada vez menos, a medida que el negocio, en auge creciente, requería instalaciones más modernas, ornamentación puesta al día y maquinaria en continua renovación. O por lo menos eso es lo que se empeñaba en creer mister Woolf, porque ya se sabe que los ricos sólo piensan en aumentar su riqueza, sacándole más rendimiento al dinero que ganan. En sus ratos libres, visitaba aquellos espacios aún vacíos, se paseaba por ellos de arriba abajo con las manos a la espalda.
MARTIN GAITE CAPERUCITA EN MANHATAN 97
En esa época, Lo aún tenía una verdadera pasión por el cine (habría de declinar
en tibia condescendencia durante el segundo año de su escuela secundaria).
Vimos, voluptuosamente, sin discriminación, ciento cincuenta o doscientas
películas durante ese solo año, y en los períodos en que íbamos con más
frecuencia al cinematógrafo llegamos a ver una película hasta media docena de
veces, ya que acompañaba a otras en una misma semana y nos perseguía de
ciudad en ciudad. Sus películas favoritas eran, en este orden: las musicales, las
del hampa y las de vaqueros. En las primeras, cantores y bailarines de verdad
hacían carreras irreales en un ámbito de existencia a prueba de aflicciones, del
cual estaban desterrados la muerte y la verdad y en el cual, por fin, el padre de
una corista, hombre de blanca cabellera, ojos húmedos y técnicamente inmortal,
acababa aplaudiendo su apoteosis –aunque al principio se había mostrado
reacio– en un Broadway fabuloso. El hampa era un mundo aparte: en él,
heroicos periodistas eran torturados, las apuestas telefónicas alcanzaban billones
y en una tensa atmósfera de pésima puntería los villanos eran perseguidos a
través de albañales y depósitos por policías patológicamente temerarios (yo
había de procurarles menos ejercicio). Por fin teníamos los paisajes arbolados,
los bravos jinetes de ojos azules y rostros floridos, la bonita maestrita que
llegaba a Roaring Gulch, el caballo con sus relinchos, el tropel espectacular, la
pistola arrojada a través del plateado vidrio de la ventana, la montaña de
polvorientos muebles anticuados que se desmoronaba, la estupenda lucha a
puñetazos, la mesa usada como arma, el oportuno salto mortal, la mano
atravesada que aún reptaba hacia el cuchillo caído, el gruñido, el chasquido del
puño contra la mandíbula, el puntapié en el vientre, e inmediatamente después
de un prodigio de dolor que habría hospitalizado a Hércules, y que ahora ya
conozco yo mismo, sólo una magulladura en la mejilla bronceada del héroe
entusiasta que abrazaba a su esplendorosa novia fronteriza.
VLADIMIR NABOKOV LOLITA 97
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