Vladimir Nabokov Lolita 63
Hay algo de mitológico y de encantador en esas grandes tiendas, donde,
según los anuncios, una empleada puede adquirir un guardarropa completo para
su oficina y su hermanita puede soñar con el día en que su jersey de lana hará
babear a los muchachones al fondo de la clase. Figuras de niños (tamaño
natural) con narices respingadas y caras pardas, verdosas, pecosas, faunescas,
flotaban a mi alrededor. Advertí que era el único comprador en ese lugar más
bien feérico donde me movía como un pez, en un acuario glauco. Sentí que
extraños pensamientos se formaban en la mente de las lánguidas damas que me
escoltaban de escaparate en escaparate, desde la orilla rocosa a las algas
marinas, y los cinturones y brazaletes que escogí parecían caer de manos de
sirenas en el agua transparente. Compré una valija elegante, puse en ella el
resto de las adquisiciones y partí hacia el hotel más cercano, satisfecho de mi
jornada.
De algún modo, relacionándolo con esa tarde serena y poética, de
minuciosas compras, recordé el hotel o posada con el seductor nombre el «El
cazador encantado», que Charlotte había mencionado poco antes de mi
liberación. Con ayuda de una guía lo localicé en la apartada ciudad de Briceland,
a una hora del campamento de Lo. Pude telefonear, pero temiendo que mi voz se
alterara y se descompusiera en tímidos graznidos en inconexo inglés, resolví
enviar un cable para reservar un cuarto con camas gemelas para la noche
siguiente. ¡Qué cómico, desmañado y vacilante Príncipe Encantador era yo!
¡Cómo han de reírse algunos de mis lectores al enterarse de mis dificultades con
la redacción del telegrama! ¿Qué debía poner: Humbert e hija? ¿Humbert y su
hijita? ¿Homberg y su hija inmatura? ¿Homberg y su niña? El cómico error –la
«g» al final– que resultó al fin, pudo ser un eco telepático de esas vacilaciones
mías.
texto de las pirámides 63