Torotumbo Miguel Ángel Asturias 23
Ni los rumiantes ecos del retumbo frente a volcanes de crestería azafranada, ni el chasquido de la honda del huracán, señor del ímpetu, con las venas de fuera como todos los cazadores de águilas, ni el consentirse de las rocas, preñadas durante la tempestad, al partir piedras de rayo, ni el gemir de los ríos al salirse de cauce, oleosos, matricidas, nada comparable al grito de una pequeña porción de hueso y carne con piel humana frente al Diablo colgado de la nuca, de la enorme nuca, orejón, mofletudo, lustroso, los ojos encartuchados y saltándole de la boca del túnel dos dientes ferroviarios, blancos dientes de los ferrocarriles de la luna. Natividad Quintúche, criatura de siete años, morenita, pelo negro en trenzas de mujer, cerró los ojos al tiempo de gritar, perdida al fondo de un caserón y amenazada por el Diablo.
Mientras su tata Sabino Quintuche y su padrino Melchor Natayá, cerraban el trato interminable del alquiler de los disfraces, arreos, máscaras, armas y adornos necesarios en los convites, bailes y ceremonias de la «Fiesta de Morenos», con un vejantón escurridizo, color de leche seca, vestido de negro ya vinagre, injertado con un salto de párpado, tic nervioso que involuntariamente le vestía y desnudaba el ojo zurdo, la pequeña Natividad Quintuche, sobandito los pies descalzos en los ladrillos, se deslizó a lo largo de una galería, ancho corredor cubierto del lado del patio, curioseando las flores de papel de plata, las hojas de trapo almidonado, las alas de hojalata de los ángeles, las palomas de cera y algodón, los candelabros, atriles, palmas de mártires, arcas, candeleros, santos envueltos en sábanas, ovejas de madera, vírgenes de nagüillas, todo oloroso a humedad e incienso, sin saber que en terminando aquel amago de cielo, se encontraría al Diablo.
Verlo, querer echar atrás, apenas resistía la atracción del inmenso muñeco que colgaba del techo, y gritar, todo uno sintió ella, pero no fue así, gritó cuando ya no estaban su padre ni su padrino y nadie le respondió... ni el Diablo, ni las máscaras de moros con bigotes de fuego, ni los mascarones de castellanos de ojos celestes y lingotes de oro rizado en barbas y melenas, ni las esculturas de ángeles adoradores de pinzadas risas en las rinconeras de los labios, ni las efigies de soldados romanos con la crueldad del alma en el cartón, ni las máscaras naranjas de los brujos, ni las acuosas penumbras rociadas por llamitas de fósforos con mirada animal, tanta araña escondían, polvo y oscuridad irrespirables, removidas a golpe seco por las aletas de su nariz que abría y cerraba al faltarle el aliento, estrangulársele el grito y quedar convulsa, asfixiada, los ojos de par en par abiertos, tanteando fondo en el hueco del silencio en que sentía más cerca de su piel, los ojos de las máscaras, fijos, fríos, condenados a cristal perpetuo, las manos fofas, enguantadas en dedos de trapo rosa, de los Gigantes del Corpus, los menos rodeados de pelos por todos lados, las brujas uñudas con arrugas de tabaco tostado y, ya para agarrarla, fantasmas surgidos de vestimentas anegadas en sal negra, sal viuda del mar muerto como la sal con agua que le bajaba por la carita. Gritó, gritó más fuerte, más desesperadamente, aislarse, cegarse, ensordecerse, no sentir cerca los dientes, los ojos, las garras que la rodeaban, alejarse con sus chillidos, bien que siguiera clavada en el suelo frente al Diablo, gafa, oreándose sus primeras aguas menores y ya otras inundándola, cada vez más áfona, más sorda, más ciega, pero sin dejar de gritar. Mientras tuviera alientos y su padre y su padrino pudieran llegar en su auxilio, aquel borbotón de sus pulmones la salvaba de caer en manos de monstruos y enmascarados y de que la engullera, al quedar callada, el Diablo colgado frente a ella
James Joyce
Ulises 23
Volviéndose, pasó la vista por la orilla al sur, los pies hundiéndose de nuevo lentamente en nuevos hoyos.
La fría estancia abovedada de la torre espera. Por entre las saeteras los haces de luz se mueven por
siempre, lentamente por siempre mientras los pies se me hunden, arrastrándose hacia el anochecer por el
suelo esférico. Oscurecer azul, caída de la noche, noche de azul profundo. En la oscuridad de la bóveda esperan,
sus sillas ladeadas, mi maleta obelisco, junto a una mesa de platos abandonados. ¿Quién la quita? Él
tiene la llave. No dormiré allí cuando llegue la noche. Puerta cerrada de una torre en silencio, que entierra
sus cuerpos ciegos, el sahibpantera y su perro de muestra. Llama: nadie contesta. Sacó los pies de la succión
y se volvió por la mole de cantos. Toma todo, guarda todo. Mi alma camina conmigo, forma de formas.
Así pues en las vigilias de la medianoche de luna recorro el sendero sobre las rocas, en plateado oscuro,
escuchando la incitadora pleamar de Elsinore.
La pleamar me sigue. La veo subir desde aquí. Regresa entonces por el camino de Poolbeg hasta la playa
allí. Trepó por los juncos y algas anguiformes y se sentó sobre un poyete de roca, apoyando la vara de fresno
en una hendidura.
El cadáver hinchado de un perro yacía recostado en el fuco. Ante él la regala de una barca hundida en la
arena. Un coche ensablé llamaba Louis Veuillot a la prosa de Gautier. Estas arenas pesadas son lenguaje
que la marea y el viento han encenagado aquí. Y estos, los montones de piedra de constructores muertos, un
conejar de comadrejas. Esconde oro ahí. Inténtalo.
Lolita
Vladimir Nabokov 23
Mi pijama blanco tiene
dibujos lilas en la espalda. Parezco una de esas infladas arañas pálidas que se
ven en los jardines viejos. Sentadas en medio de una tela luminosa y sacudiendo
levemente tal o cual hebra. Mi red está tendida sobre la casa toda, mientras
aguzo el oído desde mi silla, como un brujo astuto. ¿Estará Lo en su cuarto? Tiro
suavemente del hilo de seda. No está. Oigo el staccato del cilindro de papel
higiénico que gira; y mi filamento no ha registrado pisadas desde el cuarto de
baño hasta su cuarto. ¿Seguirá cepillándose los dientes? (El único acto sanitario
que Lo cumple con verdadero celo). No. La puerta del cuarto de baño acaba de
abrirse, de modo que habrá que buscar en alguna otra parte de la casa la
hermosa presa de tibios colores. Tendamos una hebra por la escalera. Así
compruebo que no está en la cocina, abriendo la heladera o chillando a su
detestada mamá (la cual ha de gozar en su tercera conversación telefónica de la
mañana, arrulladora, amortiguadamente alegre). Bueno, busquemos a tientas y
esperemos. Me deslizo con el pensamiento hasta el saloncito y encuentro callada
la radio (y mamá sigue hablando suavemente con la señora Chatfield o la señora
Hamilton, sonriendo, ahuecando la mano libre sobre el teléfono, negando
implícitamente que niegue esos divertidos rumores, susurrando con la intimidad
que nunca tiene esa mujer resuelta cuando habla cara a cara). ¡De modo que mi
nínfula no está en ninguna parte de la casa! ¡Se ha ido! Lo que imaginé como
una onda prismática resulta apenas una telaraña gris
La condición humana- André Malraux 23
Se sumergía en sí mismo, como en aquella callejuela,
cada vez más oscura, donde hasta los aisladores del telégrafo no brillaban ya sobre el cielo. Volvía a
experimentar angustia y se acordó de los discos. «Se oye la voz de los demás con los oídos; la de
uno mismo, con la garganta.»
Sí. La vida de uno también se oye con la garganta. ¿Y la de los demás?... En primer término, allí
había soledad; soledad inmutable, tras la multitud mortal, como la gran noche primitiva detrás de
aquella noche densa y pesada, bajo la cual acechaba la ciudad desierta, llena de desesperación y de
odio. «Pero yo, para mí, por la garganta, ¿qué soy?
SALMAN
RUSHDIE
LOS VERSOS
SATÁNICOS 23
Mr. Saladin
Chamcha había construido aquella cara con esmero —le costó varios años dejarla a su gusto—
y durante muchos años más la había considerado, sencillamente, suya, y realmente había
olvidado cuál era su aspecto anterior. Además, se había hecho una voz a juego con la cara, una
voz cuyas lánguidas, casi indolentes vocales, contrastaban de un modo desconcertante con la
abrupta concisión de las consonantes. La combinación de cara y voz era vigorosa; pero, durante
su reciente visita a su ciudad natal, la primera en quince años (el mismo período, debo hacer
observar, del estrellato cinematográfico de Gibreel Farishta), se habían producido extraños y
preocupantes fenómenos. Lamentablemente, su voz (la primera que le falló) y, con
posterioridad, su misma cara, habían empezado a defraudarle.
JAMES JOYCE-ULISES 898
Pero hay que tener una buena
memoria.
—¿Qué aire es ése? —preguntó Leopoldo
Bloom.
—Todo está perdido ahora.
Richie frunció sus labios. El incipiente
sortilegio de una dulce nota baja lo murmuraba
todo. Tordo, Malvis, su dulce soplo de pájaro,
buenos dientes de que él está orgulloso, gimió
con dolorida pena. Está perdido. Rico sonido.
Ahora dos notas en una. El mirlo que escuché en
el valle de espinos. Tomando mis motivos se
apareaba y los devolvía. A lo sumo también
nuevo llamado en el todo perdido en el todo.
¡Qué dulce la respuesta! ¿Cómo se hace eso?
Todo perdido ahora. Plañidero silbo. Cae, se
rinde, perdido.
Bloom inclinó leopoldina oreja,
acomodando un fleco de la carpetita bajo el
florero. Orden. Si me acuerdo. Hermoso aire.
Fue hacia él dormida. Inocencia bajo la luna.
Retenerla todavía. Valientes, ignoran su peligro.
Llamarlo por su nombre. Tocar el agua. Salto
saltarín.
DON QUIJOTE DE LA MANCHA 898
No hubieron andado veinte pasos, cuando, detrás de un peñasco,
vieron sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador, al
cual, por tener inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo
que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces; y ellos llegaron con
tanto silencio que dél no fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a
lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco
cristal que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspendioles la
terrones, ni a andar tras el arado y los bueyes, como mostraba el hábito de su
dueño.
Y así, viendo que no habían sido sentidos, el cura, que iba delante, hizo
señas a los otros dos que se agazapasen o escondiesen detrás de unos pedazos
de peña que allí había; y así lo hicieron todos, mirando con atención lo que
el mozo hacía, el cual traía puesto un capotillo pardo de dos haldas, muy ceñido
al cuerpo con una toalla blanca. Traía ansimesmo unos calzones y polainas
de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las polainas levantadas
hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco alabastro parecía.
Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de tocar, que
sacó debajo de la montera, se los limpió; y, al querer quitársele, alzó el rostro,
y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura incomparable,
tal, que Cardenio dijo al cura con voz baja:
—Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
JORGE LUIS BORGES
OBRAS COMPLETAS 707 898-707=191
JUAN, I, 14
Refieren las historias orientales
La de aquel rey del tiempo, que sujeto
A tedio y esplendor, sale en secreto
Y solo, a recorrer los arrabales
Y a perderse en. la turba de las gentes
De rudas manos y de oscuros nombres;
Hoy, como aquel Emir de los Creyentes,
Harún, Dios quiere andar entre los hombres
Y nace de una madre, como nacen
Los linajes que en polvo se deshacen,
Y le será entregado el orbe entero, •
Aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio,
Pero después la sangre del martirio,
El escarnio, los clavos y el madero