OBRAS COMPLETAS – FRANZ KAFKA 455
¿Está trabajando en un cuadro?
–Sí –dijo el pintor, y arrojó la camisa, que colgaba sobre el caballete, en la cama, sobre la carta–. Es un retrato. Un buen trabajo, pero aún no está terminado.
La ocasión era propicia para que K hablase sobre el tribunal, pues, según todas las apariencias, se trataba del retrato de un juez. Además, era muy similar al que había en el despacho del abogado. No obstante, era otro juez, un hombre gordo con barba poblada y negra que le cubría por completo las mejillas, pero el del despacho del abogado era un retrato al óleo, mientras que éste era al pastel, por lo que la figura aparecía imprecisa y difuminada. Todo lo demás era similar, pues también aquí el juez quería que lo pintaran en el momento de incorporarse con actitud amenazadora, aferrando con fuerza los brazos del sitial.
«Es un juez», hubiera querido decir K de inmediato, pero se contuvo y se aproximó al cuadro como si quisiera estudiar algunos detalles. No
pudo aclararse la presencia de una gran figura detrás del sitial, así que le preguntó al pintor sobre su significado.
–Tengo que trabajar más en ella –respondió el pintor, cogió un lápiz para pintar al pastel y realzó un poco el contorno de la figura, pero sin que apareciese más precisa para K.
–Es la justicia –dijo finalmente el pintor.
–Ahora la reconozco –dijo K–. Ahí está la venda y aquí la balanza. Pero posee alas en los talones y está en movimiento.
–Sí –dijo el pintor–, pero la tengo que pintar así por encargo, en realidad representa al mismo tiempo a la justicia y a la diosa de la victoria.
–No es una buena combinación –dijo K sonriendo–. La justicia debería estar quieta, si no oscilaría la balanza y entonces no sería posible una sentencia justa.
Sura 17. Al-Isra’ (El Viaje Nocturno) 455
(49) Y dicen [también], “Una vez que seamos huesos y polvo, ¿vamos, acaso, a ser resucitados
mediante un nuevo acto de creación?”
(50) Di: “¡[Seréis resucitados aunque] seáis piedras o hierro, (51) o cualquier [otra] sustancia
que os parezca aún más alejada [de la vida]!”58
Y [si] entonces preguntan: “¿Quién nos devolverá [a la vida]?” --di: “Aquel que os dio la vida
por primera vez.”
Y [si] entonces mueven sus cabezas [de incredulidad] y preguntan: “¿Cuando será eso?” --di:
“Puede que sea pronto, (52) en un Día en que Él os llamará y responderéis alabándole, mientras
pensáis que habéis permanecido [en la tierra] sólo un breve tiempo.”59
58 Lit., “o cualquier materia creada que, en vuestros corazones, aparezca como más difícil” --e.d., aún
menos susceptible de tener, o de recibir, vida.
59 La vida del hombre en la tierra le parecerá “un breve tiempo” comparada con la duración ilimitada de la
vida en el más allá (Tabari, Samajshari). Esto implica además que el concepto humano del “tiempo” es
terrenal y carece, por tanto, de significado en el contexto de la realidad última. La referencia anterior a los
que con anterioridad negaban la posibilidad de la resurrección, en el sentido de que “responderán a la
llamada de Dios alabándole” implica que tan pronto como sean resucitados serán plenamente conscientes
de Su existencia y omnipotencia.
James Joyce
Ulises 455
Luego, ensombreciéndosele repentinamente la cara, gruñó con enronquecida voz carrasposa mientras seguía
cortando vigorosamente la hogaza:
-Porque a la vieja Mary Ann
todo le importa un carajo.
Pero, en levantándose el refajo....
Se atiborró la boca de fritada y masticó y zureó.
La puerta se oscureció con una silueta que entraba.
-¡La leche, señor!
-Adelante, señora, dijo Mulligan. Kinch, trae la jarra.
Una vieja avanzó y se puso junto a Stephen.
-Hace una mañana muy buena, señor, dijo ella. Alabemos al Señor.
-¿A quién? dijo Mulligan, mirándola. ¡Ah, sí, desde luego! Stephen se echó para atrás y cogió la jarra de
la leche del armario.
-Los isleños, dijo Mulligan a Haines despreocupadamente, hablan frecuentemente del recaudador de prepucios.
-¿Cuánta, señor? preguntó la vieja.
-Un cuarto de galón, dijo Stephen.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 455
Alguien me contaba, después de encerrarse en el sótano
conmigo, de una anciana viuda, una pariente lejana suya, que consiguió producir un
nabo de ochenta libras, lo que le valió una audiencia con el Supremo. La condujeron
por una serie de pasillos de mármol, y a su paso se fueron abriendo y cerrando tras
ella una serie infinita de puertas
hasta que se encontró en un vestíbulo blanco,
iluminado despiadadamente, y que por todo mobiliario tenía dos sillas doradas. Al
llegar allí le dijeron que esperara de pie. A su debido tiempo oyó numerosas pisadas
al otro lado de la puerta, tras lo cual entraron, con reverencias respetuosas, y
cediéndose el paso unos a otros, media docena de hombres de su guardia personal.
Con ojos asustados ella le buscó, a él, entre aquellos hombres; los ojos de los
guardaespaldas no la miraban a ella sino que estaban prendidos en algo que había
tras su cabeza; al darse la vuelta, ella vio que a su espalda, a través de otra puerta
oculta, había entrado él en persona, y que habiéndose detenido con una mano
apoyada en el respaldo de una de las dos sillas, escrutaba a aquella huésped del
Estado con su habitual actitud de estímulo y de aliento. Luego se sentó y le sugirió
que le describiera con sus propias palabras su gloriosa hazaña (y en ese momento un
ayudante trajo y colocó en la segunda silla una réplica de arcilla de su vegetal) y,
durante diez inolvidables minutos, ella contó cómo había plantado su nabo; cómo
había cavado y cavado sin lograr sacarlo de la tierra, y eso que incluso vio a su
difunto marido ayudándola en su tarea; cómo tuvo que llamar primero a su hijo,
luego a su sobrino e incluso a un par de bomberos que estaban descansando en el
granero; y cómo, finalmente, todos juntos para tirar en grupo habían conseguido
extraer el monstruo. Evidentemente, él se quedó abrumado por el vigor de su
narrativa. «Eso que me cuenta es pura poesía», dijo dirigiéndose a su séquito. «Aquí
tenemos algo de lo que deberían aprender nuestros poetas.» Y tras ordenar en tono
perentorio que hicieran un modelo de aquel nabo en bronce, abandonó el salón. Sin
embargo, yo no me dedico a cultivar nabos, por lo que no tengo manera de llegar
hasta él; e incluso si lo hiciera, ¿cómo iba a arreglármelas para introducir mi
atesorada arma en su guarida?
A veces aparece ante la gente y aunque a nadie se le permite acercársele, y todo el
mundo tiene que llevar el peso de una pancarta o de una bandera, de manera que
las manos estén ocupadas, y aunque todo el mundo es observado por una guardia
de proporciones incalculables (y eso por no hablar de los agentes secretos que
vigilan las calles) cabe la oportunidad de que alguien muy hábil y muy decidido
tenga la buena fortuna de encontrar un agujero, un instante transparente, una
diminuta grieta en el destino por la que lanzarse
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