El tema de “pintar” usando luz no es algo nuevo, quién no conoce las famosas imágenes de Pablo Picasso usando dicha técnica. Además de él muchos otros son los que han jugado con la luz, por ejemplo Jan Wöllert y Jörg Miedza quienes explotan las mentadas técnicas hasta sus límites consiguiendo increíbles instantáneas (y sin una gota de photoshop).
Estos dos fotógrafos alemanes usan una Canon EOS 5D Mark II para crear impresionantes imágenes generadas a base de combinar la luz que desprenden diversos aparatos y largos tiempos de exposición. Podemos ver todos sus trabajos en Light Art Performance Photography, un deleite visual de luces, formas y colores. Algunos ejemplos tras el salto.
¿Qué quieres beber? —le pregunta mirando al interior del mueble —. Hay vino blanco y tinto. Mosela, me parece —explica.
—Pues bebamos Mosela —acepta Andreas.
La joven saca la botella, acerca una mesita a los sillones, da un sacacorchos al visitante y pone dos vasos, mientras Andreas destapa el vino. Luego lo sirve y mira a la joven; brindan y él sonríe al ver su expresión de enfado.
—A la salud del año en que nacimos — dice Andreas—. El mil novecientos veinte.
Olina sonríe.
—De acuerdo —dice—. Pero no pienso contarte nada más.
—Entonces hablaré yo.
—No — protesta Olina -—-. Los soldados no sabéis contar más que cosas del frente. No oigo nada más desde hace dos años. Siempre la dichosa guerra. En cuanto habéis terminado, ya estáis hablando de la guerra. Es muy aburrido.
— ¿Qué te gustaría hacer?
—Pervertirte. Porque eres inocente, ¿verdad?
—En efecto — dice Andreas, sorprendiéndose al ver la rapidez con que ella se ha puesto en pie.
—Me lo figuraba. ¡Me lo figuraba! — exclama Olina.
Tiene la cara sonrojada y la expresión nerviosa; sus pupilas flamean. «Es extraordinario —piensa Andreas—. De cuantas mujeres he conocido en mi vida ésta es la que menos he deseado. No obstante, es bonita y podría tenerla en mis brazos ahora mismo.
Heinrich Boll El tren llegó puntual pag.70
¿Sabe usted que este viejo buque tiene asma? —dice recuperando su sonrisa afable—. Y bien, ¿qué me dice de la partida?
—De acuerdo. Le daré otra oportunidad.
Desde hace varios días, el Kim espera hacerse con el libro de tapas amarillas que Lévy quiere recuperar. Y ni las evasivas palabras ni el extraño comportamiento del capitán Su Tzu, ni esta nube supuestamente preñada con la fetidez de la traición, conseguirán debilitar su voluntad firmemente anclada en el futuro, ni por supuesto alterar lo más mínimo el rumbo del Nantucket.
Pero antes de ese día, cuando el carguero está bordeando las costas de Taiwán, al Kim se le presenta inesperadamente la ocasión de hacerse con el libro de Lévy. La noche es húmeda y calurosa y amenaza tormenta. Su Tzu y su invitado han terminado una partida de ajedrez y abandonan la cabina para fumarse un cigarrillo acodados a la borda, viendo cómo se aproxima la lluvia y los relámpagos por el noroeste; entonces aparece el segundo oficial y requiere al capitán en la sala de máquinas para un asunto urgente: dos marineros malayos se han enzarzado en una pelea a cuchillo de consecuencias graves. Su Tzu se disculpa y se va, justo en el momento que empieza a caer una tromba de agua y el Kim se refugia de nuevo en la cabina del capitán. La ocasión no puede ser
más propicia. Repasa con la vista los lomos de los libros en la estantería. No enciende la luz y recibe solamente la suave claridad de un farol exterior que entra por el ojo de buey. Ve en el estante dos libros de tapas amarillas, y el primero que abre —casi sin querer, ayudado por un brusco balanceo del barco—no es el que busca, no es un libro chino, sino griego y de versos. Y de nuevo la señal que no quiere admitir, la de un cambio de rumbo, un nuevo giro que le propone el destino, salta de las páginas abiertas al azar ante sus ojos, reteniendo su atención. Durante medio minuto, el sordo fragor de máquinas en la entraña del Nantucket repercute en sus nervios y le hace pensar en el capitán Su Tzu, en su extraña gentileza y en sus elocuentes silencios, y, sin saber por qué, en esa pulsión subterránea y monótona del quebrantado carguero presiente la huida ya consumada del tiempo, el eco último de la precaria esperanza que lo ha traído hasta aquí, en medio del viento y las olas enfurecidas, para poner en sus manos un libro abierto en la página 77, más por efecto de un fortuito golpe de mar que por decisión propia.
Y si en este momento hubiéramos estado allí, muchachos, si hubiéramos podido deslizamos furtivamente en la cabina del capitán y permanecer al lado del Kim compartiendo con él las sombras y los relámpagos bajo el fragor de la tormenta, sin duda la curiosidad nos habría empujado a echar una ojeada por encima de su hombro y, durante apenas medio minuto, un instante tan breve que sin embargo ya es eterno en el corazón del tiempo y de los hombres, habríamos descifrado juntos lo que esta noche el azar puso en sus manos:
Dices: «Iré a otras tierras, a otros mares.
Buscaré una ciudad mejor que ésta
en la que mis afanes no se cumplieron nunca,
frío sepulcro de mi sentimiento.
¿Hasta cuándo errará mi alma en este laberinto?
Mire hacia donde mire, sólo veo
la negra ruina de mi vida,
tiempo ya consumido que aquí desperdicié.»
No existen para ti otras tierras, otros mares.
Esta ciudad irá donde tú vayas.
Recorrerás las mismas calles siempre. En el mismo
arrabal te harás viejo. Irás encaneciendo
en idéntica casa.
Nunca abandonarás esta ciudad. Ya para ti no hay otra,
ni barcos ni caminos que te libren de ella.
Porque no sólo aquí perdiste tú la vida:
en todo el mundo la desbarataste.
JUAN MARSÉ EL EMBRUJO DE SHANGHAI pag.70
Unos setenta años después de la insurrección de Karageorges, se reanudó la guerra en Servia y en seguida las regiones fronterizas respondieron con un alzamiento. Las casas turcas y servias ardieron de nuevo en las alturas, en Jlieb, Gostilia, Tartchitchi y Veletovo. Por primera vez después de tantos años, se volvieron a ver en la kapia, al alba, las cabezas de los servios decapitados. Eran cabezas descarnadas de campesinos, con el pelo corto y la nuca lisa, con el rostro huesudo, provisto de largos bigotes; parecían las mismas cabezas de hacía setenta años.
Aquello no duró mucho tiempo. Una vez terminada la guerra entre turcos y servios, todo el mundo se calmó. Verdaderamente, no pasaba de ser una apariencia de paz, bajo la cual se ocultaba no poco miedo y una serie de voces excitadas y de murmullos inquietos. Se hablaba cada vez con más precisión y claridad de la entrada del ejército austríaco en Bosnia. A principios del verano de 1878, algunas unidades del ejército regular turco, que se dirigían de Sarajevo hacia Triboi, pasaron por la ciudad. Se tuvo la certeza de que el sultán entregaba Bosnia sin resistencia. Ciertas familias se prepararon para emigrar a Sandjak. Entre ellas, había algunas que habían llegado trece años antes de Ujitsa, por no querer someterse a la autoridad de los servios, y que ahora se preparaban para huir otra vez de una nueva dominación cristiana. Sin embargo, la mayoría de los ciudadanos se quedaron en espera de los acontecimientos; eran víctimas de una dolorosa perplejidad, aunque afectasen indiferencia.
A primeros de julio, el muftí1— de Plevlia llegó con un reducido grupo de hombres y con la firme resolución de organizar en Bosnia la resistencia frente a los austríacos.
Aquel hombre grave, rubio, de apariencia apacible, pero de naturaleza ardiente, acudió a la kapia, en donde un hermoso día de verano, reunió a los más destacados personajes turcos de la ciudad, tratando de animarlos al combate contra el enemigo. Aseguró que la mayor parte del ejército regular, aun a despecho de las instrucciones oficiales, se quedaría para oponerse, junto al pueblo, al invasor, y él lanzaba una llamada para que todos los muchachos se le uniesen y para que fuesen enviados víveres a Sarajevo. El muftí sabía que los habitantes de Vichegrado no habían tenido nunca reputación de guerreros entusiastas y que preferían una vida loca a una muerte loca, pero, a pesar de todo, se sintió sorprendido por la tibieza y la reticencia que encontró. No pudiendo quedarse más tiempo, los amenazó con el juicio del pueblo y con la cólera celeste y dejó a su segundo, Osmán Karamanlia efendi, para que tratase de convencer a los turcos de Vichegrado de la necesidad que tenían de participar en el alzamiento general.
1 . Dignatario eclesiástico musulmán. ( N. del T.)
IVO ANDRIC UN PUENTE SOBRE EL DRINA pag.70
Después de lo que les ocurrió a los niños, dejé de creer. ¿Dónde estaba yo en el Yom Kippur de 1940? En Rusia, en Minsk, cosiendo sacos en una fábrica para ganarme mi ración de pan. Vivía en los suburbios, entre gentiles. Cuando
llegó el Yom Kippur, decidí comer. ¿De qué servía ayunar allí? Además, no era prudente demostrar a los vecinos que una era religiosa. Pero cuando llegó la noche y me puse a pensar que en algún lugar habría judíos que recitaban el <Kol Nidre>, la comida no me pasaba.
--Me dijiste que se te aparecían David y Yocheved.
Herman se arrepintió inmediatamente de sus palabras. Tamara no se movió, pero la cama crujió como espantada por aquellas palabras. Tamara esperó que se apagara el ruido y respondió:
--Como no me creerías, será mejor que no te lo diga.
--Te creo. Los que dudan de todo son capaces de creerlo todo.
--No podría decírtelo, aunque quisiera. Sólo hay una explicación: que estoy loca. Pero hasta la locura ha de tener un origen.
--¿Cómo se te aparecen? ¿Mientras duermes?
--No lo sé. Ya te dije que no duermo, sino que caigo en un abismo. Voy cayendo, sin llegar al fondo y, por fin, quedo suspendida en el aire. Eso es sólo un ejemplo. Siento cosas que luego no recuerdo ni puedo explicar. Durante el día estoy bien, pero la noche es terrible. Tal vez debería ir a un psiquiatra; pero, ¿cómo podría ayudarme? Lo único que podría hacer por mí es dar a todas esas cosas un nombre latino. Cuando voy al médico, es sólo para pedirle la receta del somnífero. Pero los niños vienen, sí, y a veces se quedan hasta la mañana.
ISAAC BASHEVIS SINGER – ENEMIGOS-pag.70
El general dio orden de llamar a una monja para que los guiara al piso inferior del palacio y
tuvo que aguantar que Kate y Wandgi lo acompañaran, porque la escritora se le prendió del brazo
como una sabandija y no lo soltó. Definitivamente, esa mujer era de una descortesía jamás vista,
pensó el militar.
Siguieron a la monja dos pisos bajo tierra, pasando por un centenar de habitaciones
comunicadas entre sí, y por fin llegaron a la sala donde se encontraba la grandiosa última Puerta. No
se dieron tiempo de admirarla, porque vieron con horror a dos guardias, con el uniforme de la casa
real, tirados boca abajo en el suelo en sendos charcos de sangre. Uno estaba muerto, pero el otro
aún vivía y pudo advertirles con sus últimas fuerzas que unos hombres azules, dirigidos por un blanco,
habían penetrado en el Recinto Sagrado y no sólo habían sobrevivido y vuelto a salir, sino que
además habían raptado al rey y habían robado el Dragón de Oro.
Myar Kunglung había pasado cuarenta años en las fuerzas armadas, pero jamás había
enfrentado una situación tan grave como aquélla. Sus soldados se entretenían jugando a la guerra y
desfilando, pero hasta ese momento la violencia era desconocida en su país. No se había visto en la
necesidad de usar sus armas y ninguno de sus soldados conocía el verdadero peligro. La idea de que
el soberano había sido secuestrado en su propio palacio le resultaba inconcebible. El sentimiento más
fuerte del general en ese momento, más que el espanto o la ira, fue la vergüenza: había fallado en su
deber, no había sido capaz de proteger a su amado rey.
ISABEL ALLENDE EL DRAGON DE ORO pag.70
—¡Válgame Dios! —dijo Sancho—; ¿no le dije yo a vuestra merced que
mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía
ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?
—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la
guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más que yo
pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los
libros ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento:
tal es la enemistad que me tiene; mas, al cabo al cabo, han de poder
poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.
—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza.
Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado
estaba; y, hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del
puerto Lápice, porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse
muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero, sino que iba muy
pesaroso por haberle faltado la lanza,
Rondaba la medianoche cuando recibió una llamada de J. Kinnear.
Se imaginó a Kinnear mirando por la ventana mientras le hablaba,
mirando el patio oscurecido.
—¿Dónde estarás el martes a las once y media de la noche?
—Esto empieza a ir deprisa.
—Si yo fuera un oficial del servicio de inteligencia que tuviera que
someterte a un período de prueba previo al reclutamiento, sentiría la
inclinación de hacer las cosas muy despacio. Me sentiría inclinado, creo, a
dejar que descubrieses tú mismo los límites de tu implicación, pero a un
ritmo mucho más razonable.
—Hasta dónde estoy dispuesto a ir.
—Exacto.
—MÍ potencial clandestino
DON DELILLO JUGADORES pag.70
De la fase de la inmovilidad pasaron a la de la agitación, cuando les concedieron «la gracia excepcional ~>, según
palabras de María Anselma, de despedirse en la capilla de algunas de sus amigas, que llegaron no mucho después,
y con ellas el temblor concentrado de todas las galerías.
Las que venían para dar el último adiós a las penadas intentaban aparentar una fortaleza de la que carecían. Pilar,
que parecía poseída por una angustiosa gravedad, aconsejó a las que se estaban despidiendo de ella que se
uniesen todas hasta donde les fuese posible, porque resistirían mejor lo que les pudiese caer encima.
Próximo, estaba próximo el acantilado sobre el que batían las olas altas y plomizas. El acantilado sin ángeles ni
guías. El de las olas gigantes, pensó Elena, el de las olas inmensas que bramaban en costas remotas, el de las olas
huracanadas que creaban a su paso torbellinos en los que se hundían miles de almas y cuerpos que no querían, que
no podían quedarse con su dolor a solas. Pensó que aquella capilla iba a ser el cofre de las alucinaciones y empezó
a temblar. Sí, ahora los veía, miles de cuerpos en el acantilado, arrastrados por las olas. Había mucha gente en el
abismo. Parecía la continuación de la cárcel y el comienzo de una nueva pesadilla.
-¿Qué estás viendo? -preguntó Joaquina.
Elena dijo:
-Veo que estamos a la orilla misma de la noche, y no hay asilo. Este techo no cobija, estás paredes no protegen.
-¿Crees que no lo sé?
-No estamos viviendo el final del infierno, estamos viviendo el comienzo. No hemos llegado al fondo del infierno,
sólo hemos pisado sus umbrales -aseguró Elena, que una vez más parecía en trance.
-¿Lo veis? -gritó Joaquina-. Una mujer lúcida
JESUS FERRERO LAS 13 ROSAS pag70
En la tertulia se comenta el periódico del día:
-La última idea del loco de Ernesto -dice Wdruejo- es organizar quemas de libros en
la ciudad, a la manera de Hitler.
-Yo sigo leyendo el ABC Ahora el de Sevilla, porque el de Madrid me parece que
viene un poco republicano, aunque también lo recibo por valija diplomática -sonríe
Foxá.
-Y esto otro de que a Franco se le aparece santa Teresa -musita Laín-. El Caudillo no
nos recibe a nosotros cuando tenemos algo serio que decirle, y le permite a ese
desequilibrado inventar un disparate tras otro.
Agustín de Foxá, conde de Foxá, sirve coñac a todos, acerca su silla al velador y los
otros hacen lo mismo. La tertulia se cierra sobre sí misma, como una flor, para la
confidencia:
-Lo de Mola va creciendo, aquí en la ciudad, en toda la zona nacional y en la
republicana, donde las radios machacan todo el día. Franco tiene que hacer
operaciones de distracción para borrar eso.
-Lo de los libros me parece más idea de Ernesto que de Franco -se asegunda
Ridruejo.
FRANCISCO UMBRAL LEYENDA DEL CESAR VISIONARIO pag.70
Papá, me lleva al cine...?
—¿Y qué va ir a ver al cine? —interrogó el teniente.
—¿Cómo qué? Lo que den. Las vistas.
La luz baja y poco clara de las lámparas borraba a los pasajeros. Se miraban los bultos. Los bultos sobre los asientos. Esa sensación de no llegar nunca. De consultar la hora a cada momento.
—¿Papá, me lleva al cine...?
—Para qué quieres que te lleve al cine si aquí, viendo pasar las calles iluminadas, las gentes, los autos, es como si estuvieras en el cine...
Y la visión era exacta, la visión cinematográfica de la ciudad por donde pasaba el tren rápidamente.
El Norte barría la ciudad, golfo de las más negras intenciones heladas, la ciudad desierta
expuesta al viento y al silencio, amurallada en sus casas bajas y en su sueño hondo. El cielo lila. Esas noches lilas que hacía más infinita la orfandad de las estrellas. Y hacia poniente los volcanes de tierra ausente de lo que pasa entre los hombres, volcados a la suma grandeza de las nubes.
MIGUEL ANGEL ASTURIAS EL PAPA VERDE-PAG 148
—¿Cómo le va? —dijo Martín
Cunningham saludando con una venia.
—No nos ve —agregó el señor Power—.
Sí, nos ve. ¿Cómo le va? ¿Quién? —preguntó el
señor Dedalus.
—Blazes Boylan —dijo el señor Power—.
Allí está dando aire a su rasgacorazones.
Precisamente ahora lo estaba pensando.
El señor Dedalus se estiró para saludar.
Desde la puerta del Red Bank el disco blanco de
un sombrero de paja relampagueó en respuesta:
pasó.
JAMES JOYCE ULISES-PAG 148
10 de agosto
LOS SONIDOS SE MEZCLAN. El agudo silbido de los obuses que se quedan cortos o
van un poco más lejos, el siseo de los que caen al lado de cada uno de los hombres, el
reventón de la carga explosiva, y el vuelo de las esquirlas de piedra y de metralla que
acaban impactando alrededor o caen mansamente sobre la espalda o el casco de los
combatientes después de haber rebotado varias veces contra el suelo o contra otras
piedras. Los combatientes cantan, se desgañitan gritando obscenidades y herejías sin
sentido, llaman a su madre o entonan un himno heroico al que añaden juramentos contra
la patria y la guerra. Y el tiempo pasa sin medida, porque sólo el que ha organizado el
ataque sabe cuánto tiempo va a estar disparando la artillería.
Los defensores de la sierra no gozan de fortificaciones. No hay parapetos, no hay
zanjas ni alambradas, porque no es posible fijarlas; sólo algunos nidos de ametralladoras
construidos por el batallón de Fortificaciones unos día antes. Llevan casco, que les
defiende la cabeza de estos impactos, y se tapan la espalda con las mantas dobladas para
que adquieran un mayor grosor, mientras están tumbados soportando la caída de las
bombas. Las piedras desmenuzadas por las explosiones llegan a enterrarles alguna vez.
Y el ruido, el intenso ruido de las granadas que escupen más de cien cañones les aturde.
Casi todos ellos llevan el palo entre los dientes, y cantan para soportar lo insoportable,
se dicen cosas cada uno a sí mismo, porque es imposible oír al compañero que se
refugia al lado como puede, con la cabeza metida entre dos piedras, con las manos sobre
la cabeza, apretando el casco para que no se desplace y deje al aire el occipucio. Tres
horas durante las que el polvo se mete hasta el fondo de la garganta y no se puede beber
agua para calmar la sequera, porque quién es el guapo que levanta la cabeza para echar
un trago de la cantimplora.
MARTINEZ REVERTE -LA BATALLA DEL EBRO-pag148
Recuerdo, sin embargo, que un día como el de hoy, brillante y gélido, subí al mediodía
hasta el Cerro del Sol. Tenía a mis espaldas sierra Mágina, severa y blanca. De la Vega
ascendían docenas de columnas de humo, plateadas y doradas por los rayos del sol. A mi
derecha, lóbregas sin él, sobre las rastrojeras, hacia las sierras de Elvira y Parapanda, otras
columnas de humo opaco.
Veía —y aún me parece verla hoyen primer término la abigarrada colina del Albayzín,
nevada y portentosa. Y, de pronto, cambió el sol de postura su embozo de nubes, e iluminó
el otro sector del paisaje. Se encendieron los humos sombríos y se apagaron los otros,
turnándose en una dómeda de luz y de hermosura. Ah, verdaderamente Granada no tiene
ciudad que se asemeje a ella. La echo hoy de menos de manera tan profunda —no como
sultán, sino como un simple morador— que el corazón se me desgarra.
¡Qué cretino! (Hans).
Anna ya no dice nada; se ha quedado pensativa lamiendo los rastros de sudor y sangre que la víctima ha dejado en su mano derecha, la mano del delito. Al darse cuenta de ello, Rainer le dirige una mirada aprobatoria que asquea ligeramente a Sophie e impulsa a Hans a darle un golpe en los dedos. Cochina.
La rabia de Anna, que sin duda arranca del conflicto generacional, es tan grande que sería incluso capaz de romper los escaparates iluminados del esplendoroso centro comercial de Viena. En realidad querría tener todo lo que hay detrás de dichos escaparates, sólo que no le alcanza el dinero de su asignación semanal. Por eso tiene que ganárselo por otras vías. Siempre que alguna de sus compañeras de instituto estrena un vestido nuevo o una blusa blanca o unos zapatos de tacón, se retuerce de envidia. Sin embargo, comenta: cada vez que veo a esas niñitas peripuestas me entran ganas de vomitar. Esas que sólo se preocupan de sus trapitos son superficiales y, además, no tienen nada en la cabeza. Ella, en cambio, sólo lleva vaqueros sucios y jerseys de hombre que le quedan demasiado grandes, para que su actitud interior se vea reflejada hacia el exterior. El psiquiatra, al que visita por un mutismo periódico (que le sobreviene y luego desaparece sin dejar rastro), siempre le pregunta: anda, dime ¿por qué nunca te pones ropa bonita ni te arreglas el pelo? Porque eres una muchacha atractiva y deberías asistir a una academia de baile. ¡Pero mira cómo te presentas! No es de extrañar que espantes a los chicos.
ELFRIEDE JELINEK - LA PIANISTA Y OTRAS HISTORIAS pag.148
—Necesitamos flores para el altar de la casa.
—Si. Siempre a su servicio. Por favor, escoja las que más le gusten,
señorita.
Las llamaban flores, pero en realidad eran ramas del árbol sakaki que
tenían ya brotes tiernos. La muchacha las traía de Shirakawa cada
quince días. Chieko escogió unas cuantas ramas finas del delicado
arbusto y sintió que se alegraba su corazón. Con las ramas del sakaki
en la mano entró en la casa.
—Madre, ya he vuelto —gritó con su voz clara.
Chieko entreabrió la verja y recorrió la calle con la mirada. La florista
de Shirakawa seguía allí y Chieko le gritó:
—Entre a descansar. Voy a servir el té.
—Muchas gracias. Usted es siempre muy amable —dijo la muchacha,
inclinando la cabeza. Cogió sus flores y al entrar en el corredor las
levantó por encima de su cabeza—. Son flores del campo de poco
precio.
YASUNARI KAWABATA KIOTO PAGS.125 148-125=23
A la mañana siguiente volví a cruzarme con los fornidos conductores, con el abanico de agua pulverizada sobre el que se cernía momentáneo un arco iris, y me encontré de nuevo en la orilla soleada, donde Krause ya se había instalado tumbado
al sol. Sacó su rostro sudoroso de debajo de la sombrilla y empezó a hablar —del agua, del calor. Yo me tumbé, cerrando los ojos para defenderme del sol, y cuando los volví a abrir todo a mi alrededor era de color azul pálido. De repente, entre los pinos de la carretera soleada que bordeaba el lago, apareció una camioneta, seguida de un policía en bicicleta. Dentro de la camioneta, gritando con desesperación, se agitaba un perro pequeño que acababan de capturar. Krause se puso en pie y gritó con todas sus fuerzas: «¡Ten cuidado! ¡Cazaperros!». Y al momento alguien se unió a su grito y en seguida otros le imitaron, como si todas las gargantas se hubieran puesto de acuerdo, en un arco de voz a lo largo del lago, dejando atrás al cazador de perros, de forma que los dueños de perros, avisados de antemano, corrieron a por sus perros, se apresuraron a ponerles un bozal y a atarles a la correa. Krause escuchaba con placer mientras los gritos se iban perdiendo en la distancia y finalmente afirmó con un guiño bienintencionado: «Le está bien empleado. Ese es el último perro que va a coger».
VLADIMIR NABOKOV CUENTOS CPMPLETOS pag.148
—Vamos a ver, llamadle «padre» a Negro.
¡Qué fría era la noche y qué silencioso estaba nuestro patio! A lo lejos los perros ladraban
inquietos y tristes. Pasó algo más de tiempo y el silencio y la oscuridad se extendieron sin que se
notara, como una flor que se abre.
—Muy bien, niños —dije mucho después—, vamos a entrar en casa, que aquí vamos a coger
todos frío.
No sólo Negro y yo, sino también Hayriye y los niños, sentíamos la timidez de los novios que
temen quedarse solos después de la boda y entramos recelosos en casa, como quienes entran en la
casa oscura de un extraño. Dentro continuaba el hedor del cadáver de mi padre, pero nadie pareció
darse cuenta. Mientras subíamos las escaleras en silencio, las sombras que proyectaban en el techo
los candiles que llevábamos en la mano se mezclaban girando como siempre, creciendo y
menguando, pero me dio la impresión de que era algo que ocurría por primera vez. Nos estábamos
quitando los zapatos arriba, en la antesala, cuando Sevket dijo:
—¿Puedo besarle la mano al abuelo antes de acostarme?
ORHAN PAMUK - ME LLAMO ROJO pag.148