lunes, julio 20, 2009

18 DEL 7 DEL …………..DRAGON RAPIDE

 

Carlos Ruiz Zafon   El Principe de la niebla   pag.187

Las últimas semanas del verano trajeron nuevas noticias de aquella guerra, que
según todos decían, tenía los días contados. Maximilian Carver había inaugurado su
relojería en un pequeño local cerca de la plaza de la iglesia y, al poco tiempo, no
quedaba habitante del pueblo que no hubiese visitado el pequeño bazar de las
maravillas del padre de Max. La pequeña Irina se había recuperado cornpletamente y
no parecía recordar el accidente que había sufrido en las escaleras de la casa de la
playa. Ella y su madre acostumbraban a hacer largos paseos por la playa en busca de
conchas y pequeños fósiles con los que habían empezado una colección que aquel
otoño prometía ser la envidia de sus nuevas compañeras de clase.
Max, fiel al legado del viejo farero, acudía con su bicicleta cada atardecer hasta la
casa del faro y prendía la llama del haz de luz que habría de guiar
a los barcos hasta el nuevo amanecer. Max subía a la atalaya y desde allí
contemplaba el océano, tal y como hizo Víctor Kray durante casi toda su vida.
Durante una de esas tardes en el faro, Max descubrió que su hermana Alicia solía
volver a la playa donde se había alzado la cabana de Roland. Venía sola y se sentaba
junto a la orilla, extraviando su mirada en el mar y dejando pasar las horas en
silencio. Ya nunca hablaban como lo habían hecho durante los días que habían
compartido con Roland y Alicia nunca mencionaba lo sucedido aquella noche en la
bahía. Max había respetado su silencio desde el primer día. Al llegar los últimos días
de septiembre, que presagiaban el principio del otoño, el recuerdo del Príncipe de la
Niebla parecía haberse desvanecido definitivamente de su memoria como un sueño a
la luz del día.
A menudo, cuando Max observaba a su hermana Alicia abajo en la playa, evocaba
las palabras de Roland cuando su amigo le había confesado el temor de que aquél
fuera su último verano en el pueblo si era reclutado. Ahora, aunque los hermanos
apenas cruzaban una palabra al respecto, Max sabía que el recuerdo de Roland y de
aquel verano en que descubrieron juntos la magia permanecería con ellos y los uniría
para siempre.

Francisco Umbral   El cesar visionario  121 pags.      187-121=66

La novicia Camila le ha presentado a Francesillo un cabo de prisiones que les
secunda a distancia, discretamente. Al pasar por delante de un portón cerrado, lo que
fuera lagar del abuelo Cayo, Francesillo escucha un misterio de voces broncas,
gemidos, latigazos del aire y como un girar de silenciosas y chirriantes poleas. Se diría
que allí se fabrica la muerte.
-Aquí se tortura, ¿no?
La novicia Camila le pone una mirada de discreción corno recordándole la cercanía
del cabo.
-La muerte jamás ha estado tan desprestigiada como lo está hoy en España, Camila.
La novicia baja los ojos y no dice nada; entornando la conversación que el
muchacho hace tan peligrosa.
-Desde que Miilán Astray gritó «viva la muerte», la muerte ya no vale nada, ni la
vida.
Esta humanidad adunada, este aduar de miseria y miedo, de dolencia y rebeldía,
esta familia inmensa y desolada, familia de desconocidos cuyos vínculos ha ido
bordando despacio la muerte, gran cosedora, llenan las bodegas de un olor a
primavera y cementerio, a primavera podrida y dulce cementerio de vivos. Es quizá el

olor de la muerte heroica. Y por sobre todo ello Francesillo cree percibir, como el ángel
del vino, un perfume remoto de cosechas rojas y de oro, la sepultada catedral y los
alcoholes del abuelo. Hay ojos como cuchillos de cocina que le miran sin mirada. «Esto
es al revés de los discursos de Franco, tengo que escribirlo en una carta a mamá.

Gore Vidal   Creacion  pag 187

Cuando un fuego se apaga por falta de combustible, pues... se acaba, se extingue.

—Has contestado a tu propia pregunta sobre si un hombre santo ha renacido o no. Esa pregunta no tiene sentido. Como el fuego que se extingue por falta de combustible que quemar, se acaba, se extingue.

—Ah —dijo el joven—, comprendo.

—Quizá comiences a comprender.

El Buda miró en mi dirección. No puedo decir que en ningún momento me mirara.

—Muchas veces hemos tenido esta discusión —dijo—. Siempre empleo la imagen del fuego porque parece fácil de entender.

Hubo un largo silencio.

Bruscamente, Sariputra anuncio:

—Todo lo que está sometido a causas es un espejismo. —Se creó otro silencio. Para ese momento, yo había olvidado las preguntas que me proponía formular. Como ese fuego proverbial, mi mente se había apagado.

Andres Trapiello  La noche de los cuatro caminos   pags-130     187-130=57

No parece verosímil que en medio de las torturas tuviese Plaza pujos de
novelista de intriga y montara pistas falsas para la policía. En cualquier caso, sabemos que ni los
policías que siguieron la pista A detuvieron a Chamorro ni los que seguían la pista B dieron con
Manzanares. Quien no dio con ellos, desde luego, he sido yo.
El caso es que Chamoro, dedicado hasta ese momento a la recluta de guerrilleros, le encomendó
a Vitini la tarea de controlar los diferentes grupos de guerrilleros de Madrid, para lo cual le presentó
a Hilario.
Vitini les describió a Hilario a su manera: tenía unos treinta años, era más bien bajo, de
complexión corriente, vestido a todas horas con un traje de los llamados de mecánico, el clásico
mono azul. Fue realmente el encargado de ir presentándole a los diferentes responsables de los
grupos guerrilleros que había en ese momento en Madrid.

W.G. Sebald  Vértigo 119 paginas      187-119=68

Quizá esto le pareciera al Dr. K. la descripción de una lucha, en la que, como en aquella otra que tiene lugar en la Laurenziberg, el protagonista mantiene una relación autodestructiva con su enemigo hasta tal punto íntima que aquel que es acorralado por su acompañante se ve obligado a hacer profesión de fe a última hora: Estoy prometido, lo confieso. Y qué otro remedio le queda a quien ha sido acorralado hasta este punto más que intentar desprenderse de su silencioso compañero mediante un disparo de pistola que, por cierto, la película muda hace visible como una pequeña nube de humo. En el instante de algún modo dispensado del transcurso de tiempo en el que éste mismo se diluye, Balduino queda liberado de su locura. Toma aire, sintiendo a la vez cómo la bala le ha atravesado el propio pecho,

y muere, en la parte inferior de la imagen, de una muerte ostensible, con lo que toda la escena, que flamea como una luz que se apaga, pasa a ser el aria muda del héroe agonizante.

El Dr. K. escribió que en aboluto percibía como algo ridículo tales espasmos agónicos frecuentes en la ópera o ese vagar sin rumbo de la voz en la melodía, sino que le parecían expresión, por decirlo de alguna manera, de nuestra desgracia natural, pues a lo largo de toda nuestra vida, observa en otro punto, yacemos sobre el escenario y morimos.

Seifert Jaroslav  Toda la belleza del mundo   pag  187

Una nación  como la nuestra, en los momentos de peligro se une estrechamente a la memoria y la obra de su gente grande y famosa. Estas sombras

vivientes no se pueden separar de los muros de nuestra capital, donde la mayoría de ellos vivió y trabajó. Y en momentos así, toda la nación se aferra tam­bién a estos muros, que no enmudecen ni mueren jamás.

Me guardo de tocar una cuerda sentimental para que no suene a la melodía que hoy canta cualquier ensalzador de los tiempos antiguos. En los tiempos antiguos, eso es verdad, todos los caminos conducían a esta ciudad, mientras que la capital estaba atravesada por el único camino hacia la espe­ranza. ¡Cuánto temíamos por su destino —y por el destino de la nación— cuando aullaban las sirenas en los tejados! Esta especie de cariño tiene un nombre sencillo: es el amor.

Los sentimientos cubren suavemente el pasado lejano y cercano con un velo de leyendas y cuentos que, sin intentar dañar la verdad, aligeran los destinos y ayudan, en las épo­cas de desgracia, a pensar en tiempos mejores. ¡Acordaos cuando sobre el Castillo levantaron una bandera con la cruz gamada!

Susan Sontag  El amante del Volcan

Resulta raro que de las gentes consideradas vulgares se suponga invariablemente que se desconocen a sí mismas, con la implicación de que si sólo supieran qué aspecto tienen o cómo se comportan inmediatamente cambiarían: mejorarían su dicción, pasarían a ser reticentes y sutiles, se pondrían a dieta. Esta puede ser la forma más amable que adopte el esnobismo, pero no es menos obtusa por ser amable. Intenten persuadir a un adulto de buena fe, confiado en sí mismo, de origen plebeyo, de que renuncie a un rico surtido de manierismos considerados vulgares, inténtenlo... y verán el éxito que cosechan. (El Cavaliere lo ha intentado, y hace ya mucho tiempo que cesó de intentarlo, o que no le preocupa: él la quiere.) Por tanto, se asumía que ella era inconsciente del cambio sufrido por su cuerpo. Pero las costuras de sus trajes favoritos tenían que abrirse cada pocos meses, actividad que ahora ocupaba buena parte de las energías de su querida madre, ayudada por Fátima: ¿cómo podía ella no saberlo? Y si ahora se engalana en exceso, es precisamente para decir: no me miréis a mí, mirad mis vestidos de satén, mis anillos, mi cinturón con borlas, mi sombrero con plumas de avestruz: una estrategia de modestia no muy distinta a la del coleccionista, pero considerablemente menos efectiva. Sus detractores miraban sus galas y la miraban a ella.

Salman Rushdie  Los versos Satanicos

Ya no parecía necesitar la comida ni el
descanso; sólo sentía el afán de moverse constantemente por aquella metrópoli torturada cuya
textura estaba transformándose por completo; las casas de los barrios ricos se construían ahora
de miedo solidificado; los edificios del Gobierno, de vanagloria y desprecio, y las viviendas de
los pobres, de confusión y sueños materiales. Cuando miras con ojos de ángel, ves esencias en

lugar de superficies, ves la corrupción del alma que levanta ampollas y pústulas en la piel de los
transeúntes, ves la generosidad de algunas personas posada en sus hombros en forma de ave.
Mientras vagaba por la ciudad transformada, vio diablillos con alas de murciélago sentados en
las esquinas de edificios hechos de mentiras, y vislumbró duendes que reptaban como gusanos
por entre las baldosas rotas de los urinarios públicos. Al igual que el fraile alemán Richalmus
en el siglo trece, sólo con cerrar los ojos veía nubes de demonios minúsculos que envolvían a
cada hombre y mujer del mundo, bailando como motas de polvo al sol, ahora Gibreel, con los
ojos abiertos al claro de luna y a la luz del sol, detectaba en todas partes la presencia de su
adversario, de su —para devolver a la vieja palabra su significado original— shaitan

Deschner   Historia criminal del Cristianismo

Atenágoras nos cuenta que «los cristianos ni siquiera soportan ser

espectadores de una ejecución capital ordenada por sentencia», puesto
que, según su criterio, «apenas hay diferencia entre asistir a una ejecu-
ción y perpetrarla uno mismo, razón por la cual prohibimos ese género
de espectáculos». «Así pues, nosotros, que ni siquiera osamos mirar
para no contaminarnos de la infamia y la deuda de sangre, ¿como sería-
mos capaces de matar a nadie?»

Eso, como queda dicho, rige en cualquier caso. Más aún cuando se
trata de matanzas en masa, de hecatombes. De aquí que la Iglesia primi-
tiva condenase la guerra «sin paliativos» (Cadoux); «amar al prójimo y
matarle son nociones incompatibles». «Todos los autores notables, tan-
to del Oriente como del Occidente, rechazan la participación de cristia-
nos en las acciones bélicas» (Bainton). Todavía era desconocida la ab-
surda distinción que introdujo el clero posconstantiniano después de ha-
ber degenerado en Iglesia oficial y estatal, cuando condena las muertes
al por menor, digamos, pero elogia las matanzas en el campo de batalla.
Los caminos están infestados de salteadores, los piratas hacen estragos
en los mares, escribe el futuro mártir Cipriano («sin duda el obispo afri-
cano más notable del siglo ni, quizá sin exceptuar a Agustín», según
Marschall), en todas partes de la tierra se derrama la sangre humana,
pero «cuando es la de un solo hombre le llaman crimen; cuando son mu-
chos y se hace públicamente, dicen que es un acto de valor. La magnitud
del estrago asegura la impunidad del criminal.. .».

Precisamente, la magnitud del estrago que excusa al criminal ha venido
siendo desde siempre la moral de la Iglesia.