Dieron las once.Pensé que debía reconducir la conversación y concluirla.Pero de repente me miró y me pidió que la abrazara.-¿Porqué?-le pregunte sorprendido.-Quiero que me cargues las baterías-dijo ella.-¿Las baterías?-.Mi cuerpo está bajo de electricidad.Hace días que no puedo dormir.Cuando me pasa esto,necesito que alguien me cargue las baterías.Si no,no puedo seguir viviendo.Pero tú te casas la semana que viene.El te abrazara tanto como quieras.Cada noche.El matrimonio es eso.A partir de ahora ya nunca estarás baja de electricidad.El problema es ahora-dijo-.No mañana,la semana que viene o el mes que viene¡Estoy baja ahora¡.Estuvimos abrazados.inmóviles.sin decir una palabra,durante mucho tiempo.-¿Va bien así?-.Le pregunte Mi voz me sonó ajena.Parecía que hablara otra persona en mi lugar.Noté que ella asentía.
HARUKI MURAKAMI CRONICA DEL PAJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO pag-117
Interviene un cuarto: —Si pretenden insistir en la subjetividad de la lectura puedo estar de acuerdo con ustedes, pero no en el sentido centrífugo que le atribuyen. Cada nuevo libro que leo entra a formar parte de ese libro total y unitario que es la suma de mis lecturas. Esto no ocurre sin esfuerzo: para componer ese libro general, cada libro particular debe transformarse, entrar en relación con los libros que he leído anteriormente, convertirse en su corolario o su desarrollo o refutación o glosa o texto de referencia. Hace años que frecuento esta biblioteca y la exploro libro a libro, estante a estante, pero podría demostrarles que no he hecho sino avanzar en la lectura de un único libro.
—También para mí todos los libros que leo llevan a un único libro —dice un quinto lector asomando por detrás de una pila de volúmenes encuadernados—, pero es un libro de tiempo atrás, que aflora apenas de mis recuerdos. Hay una historia que para mí viene antes que todas las demás historias y de la cual todas las historias que leo me parecen llevar un eco que de inmediato se pierde. En mis lecturas no hago sino buscar aquel libro leído en mi infancia, pero lo que recuerdo de él es demasiado poco para hallarlo.
Un sexto lector que estaba de pie pasando revista a las estanterías con la nariz en alto, se acerca a la mesa. —El momento que más me importa es el que precede a la lectura. A veces el título basta para encender en mí el recuerdo de un libro que acaso no existe. A veces es el comienzo del libro, las primeras frases.:. En suma: si a ustedes les basta con poco para poner en marcha la imaginación, a mí me basta aún con menos: la promesa de la lectura. —Para mí, en cambio, lo que importa es el final —dice un séptimo —, pero el final de verdad, último, oculto en la oscuridad, el punto de llegada al que el libro quiere llevarte. También yo al leer busco atisbos —dice señalando al hombre de los ojos enrojecidos—, pero mi mirada excava entre las palabras para tratar de distinguir qué se perfila en lontananza, en los espacios que se extienden más allá de la palabra «fin».
ITALO CALVINO SI UNA NOCHE DE INVIERNO UN VIAJERO pag.117
En el
alegre Perí se esconde Egan de París, sin que
nadie lo busque, excepto yo. Sus estaciones
cotidianas, delante de la triste caja de imprenta
sus tres tabernas, el cubil de Montmartre donde
duerme su corta noche, rue de la Goutt-d'or,
tapizada con los rostros de los desaparecidos en
que depositaron su porquería las moscas. Sin
amor, sin patrias, sin esposa. Ella está muy
cómoda, sin su hombre proscripto, madame, en
la rue Gie-le-Coeur, con un canario y dos
pensionistas. Mejillas vellosas, polleras de
cebra, retozona como la de una muchacha.
Despreciado y sin desesperar. Dile a Pat que me
viste, ¿quieres? Una vez quise conseguirle un
empleo al pobre Pat. Mont fils, soldado de
Francia. Le enseñé a cantar. Los muchachos de
Kilkenny son rugientes magníficos espadas.
¿Conoces esa vieja balada
JAMES JOYCE ULISES pag.117
¡Juá! Sí, claro. Tú no entiendes na de na, hombre. Conseguí un trabajo con un pájaro. ¿Cómo va a gústale a nadie trabaja con un pájaro? —Jones lanzó un poco de humo hacia la barra—. Pero me alegro de que esa chica tenga su oportunidá. Lleva mucho tiempo trabajando para la desgracia
de la Lee. Necesita un descanso. Pero apuesto a que ese pájaro va a gana más dinero que yo. ¡Seguro!
—Sé bueno, John.
—¡Juá! Sí, cómo no, a ti te han lavao el cerebro —dijo Jones—. Tú no tienes a nadie que venga aquí y te limpie el suelo, ¿verdá que no? Di, di.
—No te metas en líos.
—¡Puaf! Hablas iguá que la desgracia de la Lee. Qué lástima que no os conozcáis. Ella te quiere mucho, sí. Dice: «Oiga, muchacho, usté es precisamente la clase de negro tonto a la antigua que llevo toda la vida buscando.» Dice: «Oiga, qué bueno es usté, limpíeme el suelo y pínteme la paré. Es usté tan simpático, ¿por qué no me friega el retrete y me limpia los zapatos?» y tú le dices: «Sí, madame, sí, madame. Me portaré bien.» Y te rompes el culo cayéndote cuando estás limpiando una lámpara y llega otra puta amiga suya a compara tarifas y la Lee va y le tira unas monedas a los pies y dice: «Óigame usté, muchacho, ya está bien de comedia. Devuelva esas monedas antes de que llamemos a un policía.» Sí, señó.
JOHN KENNEDY TOOLE LA CONJURA DE LOS NECIOS pag.117
—También me vengara yo si pudiera, fuera o no fuera armado caballero,
pero no pude; aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo
no eran fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino
hombres de carne y de hueso como nosotros; y todos, según los oí nombrar
cuando me volteaban, tenían sus nombres: que el uno se llamaba Pedro
Martínez, y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan
Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no poder saltar las bardas del corral ni
apearse del caballo, en ál estuvo que en encantamientos. Y lo que yo saco en
limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al cabo al
cabo, nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cuál es nuestro
pie derecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco entendimiento,
fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega y
de entender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en Meca y de zoca
en colodra, como dicen
MIGUEL DE CERVANTES EL QUIJOTE pag.117
Alice echó una ojeada despavorida al contenido de la sartén.
—Para mí poquísimo —dijo, haciendo con los dedos el gesto de una pizca, justo antes de que cayera en su plato una enorme cucharada de aquella pasta hipercalórica.
—¿No te gusta?
—Es que soy alérgica a las setas —mintió—, pero lo probaré.
Fabio pareció frustrado y dejó un momento la sartén suspendida en el aire.
—Vaya, lo siento. No lo sabía.
—No importa, de veras —repuso Alice sonriendo.
—Si quieres te hago...
Ella lo acalló cogiéndole la muñeca. Fabio la miró como niño que mira un regalo.
—Lo probaré, en serio.
Él sacudió la cabeza.
—De ninguna manera. ¿Y si te sienta mal?
Retiró la sartén y Alice no pudo evitar sonreír. La siguiente media hora la pasaron hablando ante los platos vacíos y Fabio tuvo que abrir otra botella de vino blanco.
Alice tenía la grata sensación de que perdía trozos de su ser con cada trago que daba. Y a la vez que experimentaba aquella levedad de su cuerpo, sentía la maciza presencia del de Fabio sentado enfrente, los codos apoyados en la mesa y la camisa arremangada hasta mitad del antebrazo. La imagen de Mattia, que tanto la había traído de cabeza las últimas semanas, vibraba débilmente en el aire como cuerda de violín algo floja o nota disonante en medio de un acorde.
—Bien, consolémonos con el segundo plato —dijo Fabio-
BRUNO GIORDANO LA SOLEDAD DE LOS NUMEROS PRIMOS pag.117
Como quizá tuviera relación con su interés por la danza y el arte
dramático, autoricé a Lo a tomar lecciones de piano con cierta señorita
Emperador (como podríamos llamarla los estudiosos franceses), hacia cuya casa
de persianas azules, a poco más de una milla desde Beardsley, Lo podía pedalear
dos veces por semana. La noche de un lunes, a fines de mayo (y más o menos
una semana después de ese ensayo especial al que Lo no me había permitido
asistir), sonó el teléfono de mi estudio (donde yo atacaba el flanco del rey de
Gustave, quiero decir de Gastón) y la señorita Emperador me preguntó si Lo iría
a su casa el martes próximo, pues había faltado el martes anterior y ese mismo
día. Dije que no faltaría... y seguí jugando. Como supondrá el lector, mis
facultades estaban embotadas y dos jugadas después, cuando correspondió
mover a Gastón, comprendí a través de la bruma de mi angustia, que podía
robarme la reina. También él lo advirtió, pero suponiendo que era una trampa de
su astuto adversario, se detuvo un minuto, bufando, silbando, sacudiendo los
carrillos y hasta dirigiéndome miradas furtivas, e hizo movimientos irresolutos
con sus dedos rechonchos, muñéndose por tomar esa jugosa reina y sin
atreverse a hacerlo, hasta que por fin se precipitó sobre ella (¿quién sabe si eso
no le enseñó algunas audacias posteriores?) y yo hube de pasar una hora
interminable sobrellevando el empate. Terminó su coñac y por fin se marchó,
muy satisfecho con su resultado
VLADIMIR NABOKOV LOLITA pag 117
Durante el resto del día caminaba a su lado o se mantenía suspendido en el aire
mientras ella escalaba una pared. En un momento dado, se lanzó en plancha sobre la nieve que
cubría una pronunciada pendiente y se deslizó hacia arriba como si viajara en un invisible
funicular. Allie, por razones que después no sabría explicarse, se comportaba con toda
naturalidad, como quien acaba de tropezarse con un viejo conocido. Wilson le daba
conversación. «Últimamente, en realidad, no tengo mucha compañía», y expresó, entre otras
cosas, su profunda irritación porque la expedición china de 1960 hubiera descubierto su cuerpo.
«Esos pequeños capullos amarillos tuvieron el descaro de filmar mi cadáver.» Alleluia Cone
estaba impresionada por los espectaculares cuadros amarillo y negro de su inmaculado pantalón
bombacho. Contaba estas cosas a las niñas de la escuela de Brickhall Fields que le habían
escrito tantas cartas para pedirle que les diera una charla que no pudo negarse. «Tienes que
venir —le rogaban—. Si hasta vives aquí.» Por la ventana de la clase, se veía su piso, al otro
lado del parque, ahora velado por la nevada que arreciaba.
Lo que no dijo a la clase fue esto: mientras el fantasma de Maurice Wilson describía con
minucioso detalle su propia ascensión —y también sus descubrimientos póstumos, por ejemplo,
el ritual nupcial lento, tortuoso, infinitamente delicado e invariablemente improductivo del yeti,
que él había presenciado recientemente en el Collado Sur—, ella pensó que su visión del
excéntrico de 1934, el primer ser humano que intentara escalar el Everest en solitario, una
especie de abominable hombre de las nieves también él, no fue casual sino una señal, una
declaración de parentesco. Una profecía, quizá, porque fue en aquel momento cuando nació su
sueño secreto, el imposible: el sueño de una ascensión en solitario. También era posible que
Maurice Wilson fuera el ángel de su muerte. «Yo quería hablaros de fantasmas —decía—
porque la mayoría de los montañeros, cuando bajan de las cumbres, se callan estas cosas por
vergüenza. Pero existen, tengo que reconocerlo, a pesar de que yo soy de la clase de personas
que siempre mantienen los pies bien asentados en tierra.»
Esto era una broma. Sus pies. Ya antes de subir al Everest había empezado a tener
fuertes dolores, y su médico, la doctora Mistry, una mujer de Bombay poco amiga de rodeos, le
dijo que tenía arcos caídos. «Lo que vulgarmente se llama pies planos.» Sus arcos, que siempre
fueron débiles, se habían debilitado más aún por el uso prolongado durante años de zapatillas y
calzado perjudicial. La doctora Mistry no pudo proponer grandes soluciones: ejercitar los dedos
aprisionando objetos, subir corriendo las escaleras descalza, usar calzado apropiado. «Todavía
es joven —le dijo—. Tiene que cuidarse. Si no, a los cuarenta años será una inválida.» Cuando
Gibreel —¡maldita sea!— se enteró de que había subido al Everest como si pisara puntas de
lanza, él empezó a llamarla su silkie. Él había leído un libro de cuentos de hadas en el que
encontró la historia de la sirena que dejaba el océano y tomaba forma humana por el amor de
un hombre. Ahora tenía pies en lugar de cola, pero cada paso era un martirio, como si caminara
sobre cristales rotos; a pesar de todo, ella seguía andando, alejándose del mar, tierra adentro. Tú
lo hiciste por una puñetera montaña, le dijo. ¿Lo harías por un hombre?
SALMAN RUSHDIE LOS VERSOS SATANICOS pag. 177.
¿Tienes idea de por qué el jefe se tomó con tanto empeño la búsqueda
del carnero?
—No —le respondí—. Sería más sencillo preguntárselo a él.
—Si se le pudiera preguntar, sí. Pero desde hace un par de semanas, está
inconsciente. Es de temer que no recobre el sentido. y si el jefe muere, morirá
con él el secreto de ese carnero que lleva la impronta de una estrella en el lomo,
quedará para siempre enterrado en las tinieblas. Es algo a lo que no puedo
resignarme. No por las pérdidas o ganancias que pueda reportarme a nivel
personal, sino por razones mucho más trascendentales.
Levanté la tapa del encendedor; dándole a la ruedecilla, lo encendí. A
continuación, cerré la tapa.
—Tal vez estés pensando que lo que te digo es una sarta de tonterías. Sin
embargo, me gustaría que comprendieras que es todo lo que nos queda. El jefe
muere. Y con él se muere esa «voluntad» única. En consecuencia, cuanto rodea
a su «voluntad» se extinguirá con él. Después sólo quedará lo que se pueda
contar en cifras. Nada más. Así que necesito dar con ese carnero.
Por primera vez, mi interlocutor cerró los ojos durante unos segundos,
breve intervalo en el que se mantuvo silencioso
—Se me ha ocurrido una hipótesis. No es más que eso, desde luego. Si
no te gusta, olvídala. Creo que ese carnero es, ni más ni menos, la matriz de la
«voluntad» del jefe.
—Eso suena a cuento de hadas —dije. Pero no me prestó atención.
—Sospecho que el carnero se metió dentro del jefe. Tal vez fue eso lo
que ocurrió en 1936. A partir de entonces, y durante más de cuarenta años, el
carnero ha vivido dentro del jefe. Es posible que allí haya una pradera y unos
abedules blancos. Justamente como en esa fotografía. ¿Qué te parece
HARUKI MURAKAMI LA CAZA DEL CARNERO SALVAJE 117
Estimado señor profesor:
Tal vez le sorprenda recibir esta carta de un modo tan inesperado. Le ruego que perdone mi atrevimiento. Posiblemente mi nombre no le diga nada, pero yo he sido profesora de primaria en una pequeña escuela de la ciudad** de la prefectura de Yamanashi. Quizás, al leerlo, se acuerde usted de mí. Yo era la profesora tutora que condujo a aquel grupo de niños a realizar ejercicios prácticos a la montaña el día del incidente de la pérdida de conciencia colectiva, a finales de la guerra. Poco después del suceso, usted, acompañado de otros profesores de la Universidad de Tokio y de algunos miembros del ejército, visitó la zona para efectuar una investigación y fue entonces cuando tuve la oportunidad de hablar con usted.
Posteriormente, cada vez que sabía de su prestigio a través de periódicos y revistas sentía el más profundo respeto hacia su actividad profesional y, a la vez, recordaba su imagen de aquellos días y su manera de hablar tan clara. He leído algunas de sus obras y no dejan de admirarme su penetrante enfoque y la amplitud de sus conocimientos. Asimismo, me muestro completamente convencida por su coherente visión del mundo según la cual los seres humanos, pese a hallarnos inmersos en la más absoluta soledad como entes individuales, estamos al mismo tiempo unidos por la memoria colectiva. Yo misma he experimentado esa sensación innumerables veces a lo largo de mi vida. Espero que en el futuro prosiga usted su actividad profesional.
MURAKAMI KAFKA EN LA ORILLA pag.117
¿Por qué no podía estar sin escribir? La razón es muy clara. Para reflexionar sobre algo, yo, previamente, necesitaba plasmar ese algo por escrito.
Ha sido así desde mi infancia. Cuando no entiendo algo, recojo, una tras otra, las palabras esparcidas a mis pies y las conformo en frases. Si no funciona, vuelvo a mezclar las palabras y las ordeno otra vez dándoles una forma distinta. Tras repetir varias veces el mismo proceso, al fin soy capaz de pensar como el resto de los mortales. Escribir jamás me ha parecido duro o pesado. Igual que otros niños recogían hermosas piedras o bellotas, yo escribía con entusiasmo. Tomaba papel y lápiz y, con la misma naturalidad con la que respiraba, escribía una frase tras otra. Y pensaba.
Quizá me digas que seguir todo este proceso cada vez que tienes que pensar algo es una pérdida de tiempo, y que es muy lento
llegar a una conclusión. O quizá no lo digas. Pero sí, de hecho, se tarda tiempo. Cuando entré en primaria, la gente se preguntaba, incluso, si yo no sería «retrasada mental». Era incapaz de seguir el ritmo de los demás niños de la clase.
MURAKAMI SPUTNIK MI AMOR pag 117
«Cuando me despierto por las mañanas, todavía en la cama, te imagino a ti y a Reiko en el gallinero. Me parece ver a los pavos reales, a las palomas, a los loros y a los pavos. También recuerdo el chubasquero amarillo con capucha que os ponéis cuando llueve. Es muy reconfortante pensar en ti, yo todavía en la cama y bien tapado. Me da la sensación de que estás junto a mí durmiendo hecha un ovillo. Y pienso en lo maravilloso que sería que esto fuese cierto.
»A veces me siento muy solo, pero intento afrontar la vida con ánimo. Al igual que todas las mañanas tú cuidas de las aves del gallinero y trabajas en el campo, yo me doy cuerda a mí mismo. Antes de saltar de la cama, lavarme los dientes, afeitarme, desayunar, vestirme, salir de la residencia y llegar a la universidad, ya he dado treinta y seis vueltas a la clavija. Me digo a mí mismo: "¡Vamos! Hoy empieza otro día. ¡Ánimo!". No me había dado cuenta de que hablo mucho solo. Puede que, mientras me doy cuerda, no pare de murmurar todo el tiempo.
MURAKAMI TOKIO BLUES pag.117.