Permíteme que te
compare con la joven palmera de Delos, que se yergue, alta y recta, al lado del altar de Apolo, el
altar construido enteramente con cuernos de cabras salvajes por el propio dios, pues allí la brisa
marina juguetea con las delicadas frondas de la palmera del mismo modo que aquí agita tus largos y
hermosos cabellos.
—¿Entonces has visitado Delos? —pregunté, muy divertida—. ¿O es un cumplido de
segunda mano, tomado en préstamo de uno de los Hijos de Homero, cuya sede es la sagrada isla de
Apolo? —Nadie me había comparado a una palmera joven, quizá porque no soy alta ni esbelta, y mi
cabello, aunque largo, no es en modo alguno lo mejor que tengo.
El forastero estaba muy lejos de ser un tonto. Mis cortejadores siempre han pisado un
terreno que consideraban seguro, para lo cual se limitaban a admirar mis dientes, mi nariz, frente,
tobillos y dedos, todo lo cual, me complazco en reconocerlo, puede pasar una revista.
—Por cierto que he visitado Delos, en días más prósperos, y allí dedicaba el botín de la
batalla a los divinos mellizos de Leto. La primera vez que posé la mirada en esa palmera sagrada,
dejé que él oro y la plata cayeran al suelo, y quedé en silencio, arrobado y atónito ante su belleza.
Me parecía una cosa tan alejada de la vida mortal, tan henchida de virtud ilimitada, que no me atreví
a tocar su corteza, por temor a caer sin sentido de puro éxtasis. El mismo sentimiento me domina
ahora, y por ello me aventuro a abrazarte las rodillas.
Esa noche, después de que las marranas y los lechones fueran conducidos, gruñendo y
chillando espantosamente, a sus distintos establos, y los verracos a su porqueriza, Eumeo, su hijo,
Etón y yo nos sentamos a beber vino juntos, en la choza, durante una hora, más o menos, antes de la
cena, mientras los ruidos que producían los animales se iban acallando gradualmente a medida que
se iban echando a dormir. La cena fue espléndida, porque Eumeo había decidido sacrificar su mejor
cerdo en mi honor: un animal gordo, de cinco años y chillido desgarrador. Sus hombres lo
arrastraron hasta el hogar, donde ya llameaba un montón de leña seca. Eumeo cortó y arrojó al
fuego un mechón de las cerdas de la víctima, a la vez que oraba a los inmortales por la pronta
reunión de nuestra familia y por un final feliz, como dijo discretamente, «de la disputa respecto del
casamiento de la princesa». Luego blandió un leño, que dejó caer en la base del cráneo del cerdo,
dejándolo sin sentido. Entonces su hijo, después de degollarlo lo sollamó, desolló y descuartizó
como un experto. Una tajada cortada de cada uno de los trozos fue luego depositada sobre un
colchón de grasa, espolvoreada con harina de cebada y arrojada a las llamas como una ofrenda.
VLADIMIR NABOKOV CUENTOS 404
Su mente estaba en un estado de tensión extrema, todo pensamiento
lógico se había desvanecido, y cuando volvió en sí de su trance, le llevó algún
tiempo acordarse de por qué estaba allí de pie junto a las estanterías manoseando
los libros. El paquete azul y blanco que había insertado entre las cubiertas del
profesor Sombart y Dostoievski resultó estar vacío. Bueno, tenía que hacerlo, no
había otra salida. Existía, sin embargo, otra posibilidad.
Con unas zapatillas viejas y los pantalones caídos, desganado y sin apenas hacer
ruido, salió de su habitación arrastrando los pies hasta el vestíbulo y buscó el
interruptor. En la consola bajo el espejo, junto a la elegante gorra del invitado, se
había quedado olvidado un trozo de papel arrugado; el envoltorio de unas rosas,
libres ya en su lugar de destino.
Roberto Bolaño 2666 404
En el párking de Charly Cruz había un mural pintado sobre
una de las paredes de cemento. El mural era de un par de metros de largo y tal vez tres metros de ancho y representaba a
la Virgen de Guadalupe en medio de un paisaje riquísimo en
donde había ríos y bosques y minas de oro y plata y torres petrolíferas
y enormes sembrados de maíz y de trigo y amplísimas
praderas donde pastaban las reses. La Virgen tenía los brazos
abiertos, como en el acto de ofrecer toda esa riqueza a cambio
de nada. Pero en su rostro, Fate pese a estar borracho lo advirtió
de inmediato, había algo que discordaba. Uno de los ojos
de la Virgen estaba abierto y el otro estaba cerrado.
DON QUIJOTE CERVANTES 404
—¡Oh canalla! —gritó a esta sazón Sancho—, ¡oh encantadores aciagos y
mal intencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas como
sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis; bastaros
debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas
alcornoqueñas y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo,
y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades
en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo
de aquella fea corteza, aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino
su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el
labio derecho a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como
hebras de oro y largos de más de un palmo.
—A ese lunar —dijo don Quijote—, según la correspondencia que tienen
entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla
del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro; pero muy luengos
para lunares son pelos de la grandeza que has significado.
—Pues yo sé decir a vuestra merced —respondió Sancho— que le parecían
allí como nacidos.
—Yo lo creo, amigo —replicó don Quijote—, porque ninguna cosa puso la
naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada, y así, si tuviera
cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino lunas y estrellas
resplandecientes.