BUDA CARTER SCOTT
Vladimir Nabokov
El hechicero
Después de la primera aparición de Novela con cocaína en Números, que
provocó cierta curiosidad en los círculos de emigrados, una dama rusa que vivía
en París, Lyfia Chervinskaya, recibió el encargo de buscar la pista de «Agueyev»
con la ayuda de sus padres, que, casualmente, vivían en Estambul, lugar desde
el cual había sido remitido el manuscrito. Chervinskaya le encontró allí, recluido
en un sanatorio mental porque sufría temblores y convulsiones. Después de
haber sido rescatado por el padre de esa dama, Agueyev trabó amistad con la
familia y se hizo íntimo de Chervinskaya, a la que confió su verdadero nombre —
Mark Levi—, así como su complicada y abigarrada historia; Levi tuvo que huir a
Turquía tras haber matado a un oficial del ejercito ruso, y había vivido
obsesionado por las drogas.
Levi-Agueyev fue con Chervinskaya a París pero, tras una estancia en esa
ciudad, regresó a Estambul, en donde murió, presumiblemente a consecuencia
de su abuso de la cocaína, en 1936.
V.S. Yanovsky, que estaba relacionado con la revista Números cuando llegó
el original a París, y que ahora vive en Nueva York, confirmó en una entrevista
publicada por The New York Times (8 de octubre de 1985) que, cuando fue
recibido el manuscrito en ruso, estaba firmado con un nombre inequívocamente
judío, «Levi», y que, en algún momento del proceso de publicación, se decidió
cambiarlo por un apellido «que sonara más ruso». Finalmente, las
investigaciones del autor de la traducción francesa de la novela, publicada en
1982, y de las que se hace eco Williams, revelan que «un tal Mark Abramovich
Levi fue enterrado en el cementerio judío de Estambul en febrero de 1936».
Aunque ningún aventurero literario podría tenerse jamás en pie después de
poner en duda la autoría de El hechicero, el profesor Struve parece decidido a
insistir en esa despistada y quijotesca campaña con la que pretende adscribirle la
obra de Agueyev a Nabokov, quien, excepto en el caso de una breve contribución
sobre un tema muy diferente en el primer número, no envió ningún material a
Números, que le atacó duramente poco después; por otro lado, no había estado
nunca en Moscú, ciudad en la que transcurre la acción de la novela, que aporta
numerosos detalles locales; jamás tomó cocaína ni ninguna otra droga; y,
además, escribía, a diferencia de Agueyev, en el más puro ruso de San
Petersburgo. Por si todo esto fuera poco, de haber existido alguna relación entre
Nabokov y Novela con cocaína, uno u otro de sus conocidos literarios hubiese
tenido algún indicio al respecto, o, al menos, su esposa, primera lectora y
mecanógrafa, Véra Nabokov, lo hubiese sabido.
El antepecho estucado de la terraza de Florida en la que escribo en este
momento —uno de esos en los que la pintura blanca cubre una superficie
deliberadamente rugosa— tiene numerosos dibujos fortuitos. Basta trazar una
línea a lápiz aquí y allá para completar un magnífico hipopótamo, un severo perfil
flamenco, una pechugona corista, o infinitos monstruos amistosos o
desconcertantes de las más variadas cataduras.
Paul Auster
La invención de la soledad
En ese instante se sorprende a sí mismo temblando de dicha y pesar al mismo tiempo,
si es que esto es posible, como si fuera hacia adelante y hacia atrás a la vez, en
dirección al futuro y al pasado. Y hay momentos en que esos sentimientos se vuelven
tan fuertes que su vida no parece transcurrir en el presente.
La memoria como un lugar, como un edificio, como una serie de columnas, cornisas,
pórticos. El cuerpo dentro de la mente, como si nos moviéramos allí dentro,
caminando de un sitio a otro, y el sonido de nuestras pisadas mientras caminamos de
un sitio a otro.
«Por ende uno debe ocupar un gran número de lugares —escribe Cicerón—, que
deben estar bien iluminados, ordenados con claridad, espaciados a intervalos
moderados; e imágenes activas, perfectamente definidas, insólitas, que tienen el poder
de llegar a la psique y penetrar en ella... Pues los lugares son en gran medida como
tablillas de cera o papiros, las imágenes como las letras, el arreglo y disposición de las
imágenes como la escritura y el habla como la lectura.»
Graves, Robert Rey Jesús
Zacarías no pudo responder: golpeó el suelo siete veces con la frente, sin atreverse a
alzar la vista. Oyó que corrían la cortina, y unos pasos majestuosos que se aproximaban
sobre el suelo de mármol. Hubo una pausa y luego un brusco silbido y un chisporroteo
en el altar. Los pasos se retiraron y Zacarías se desvaneció.
Cuando volvió en si, unos minutos después, no pudo al comienzo recordar dónde estaba
ni qué había ocurrido. Las lámparas ardían aún con llama firme, pero el fuego del altar
estaba apagado. Tenía húmedo el ruedo de la túnica con el agua que había caído del
altar. El miedo volvió a brotar en su mente. Gimió y elevó lentamente la mirada hacia la
cortina sagrada, como si quisiera asegurarse de que su Dios no lo odiaba.
Aún faltaba lo peor. Entre la cortina y la pared se erguía una tremenda figura vestida
con ropas que centelleaban como la luna en un estanque revuelto. ¡Horror! Tenía la
cabeza de un asno salvaje con el blanco de los ojos rojo brillante y dientes de marfil, y
la figura sostenía contra su pecho el cetro y el perro de la monarquía con las herraduras
de oro de sus pezuñas.
La voz aflautada brotó de la boca de la bestia.
-No te asustes, Zacarías. Sal y di a mi pueblo verazmente lo que has visto y oído.
Zacarías, medio muerto de espanto, ocultó su rostro en la túnica. Después golpeó siete
veces el suelo con la frente y salió trastabillando al exterior, donde la congregación se
interrogaba ansiosamente por el motivo de su demora.
Jadeando, cerró la puerta a sus espaldas. El aire fresco lo revivió. Miró enloquecido los
rostros plácidos de su pueblo y de los músicos de Asaf. Inspiró profundamente y de su
corazón se elevaron unas terribles palabras:
-Oídme, hombres de Israel. Durante generaciones, sin saberlo, no hemos adorado al
verdadero Dios, sino al asno de oro.
Sus labios se movieron, pero de ellos no surgió ningún sonido. Había enmudecido.
MO YAN RANA