sábado, junio 29, 2013

LOS SABADOS LAS RATAS VISITAN EL PARAISO.

 

                                                              

   

Francisco de
Quevedo Villegas

Los sueños

Y llegaron unos dispenseros a cuentas (y no rezándolas) y en el ruido con que venía la trulla dijo un ministro:

-Despenseros son-. Y otros dijeron:

-No son-. Y otros:

-Sí son-, y dioles tanta pesadumbre la palabra «sisón», que se turbaron mucho. Con todo, pidieron que se les buscase su abogado, y dijo un diablo:

-Ahí está Judas, que es apóstol descartado.

Cuando ellos oyeron esto, volviéndose a otro diablo que no se daba manos a señalar ojos para leer, dijeron:

-Nadie mire y vamos a partido y tomamos infinitos siglos de purgatorio.

El diablo, como buen jugador, dijo:

-¿Partido pedís? No tenéis buen juego.

Comenzó a descubrir y ellos, viendo que miraba, se echaron en baraja de su bella gracia.

Pero tales voces como venían tras de un malaventurado pastelero no se oyeron jamás, de hombres hechos cuartos, y pidiéndole que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles, y mandaron que les fuesen restituidos sus miembros de cualquier estómago en que se hallasen. Dijéronle si quería ser juzgado y respondió que sí, a Dios y a la ventura. La primera acusación decía no sé qué de gato por liebre, tantos de güesos (y no de la misma carne, sino advenedizos), tanta de oveja y cabra, caballo y perro. Y cuando él vio que se les probaba a sus pasteles haberse hallado en ellos más animales que en el arca de Noé, porque en ella no hubo ratones ni moscas y en ellos sí, volvió las espaldas y dejólos con la palabra en la boca.

Fueron juzgados filósofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos contra su salvación. Mas lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas, y Virgilio andaba con sus Sicelides musae diciendo que era el nacimiento de Cristo. Mas saltó un diablo y dijo no sé qué de Mecenas y Octavia, y que había mil veces adorado unos cuernecillos suyos, que los traía por ser día de más fiesta; contó no sé qué cosas. Y al fin, llegando Orfeo, como más antiguo, a hablar por todos, le mandaron que se volviese otra vez a hacer el experimento de entrar en el infierno para salir, y a los demás, por hacérseles camino, que le acompañasen

 

                                                           

viernes, junio 28, 2013

SIGLO DE ORO.

 

 

        

                La monja que repartía bebés

                                                 

Roberto Bolaño
2666

Tu sombra ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado
silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta,
pero sí que te has dado cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo,
pero, bueno, eso puede explicarse de muchas formas, la
posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol provoca en
las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el
movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo
a cosas más contingentes, una enfermedad que se insinúa, la
vanidad herida, el deseo de ser puntual al menos una vez en la
vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente,
la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario
y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad.
El escenario propiamente dicho es un proscenio y al
fondo del proscenio hay un tubo enorme, algo así como una
mina o la entrada a una mina de proporciones gigantescas. Digamos
que es una caverna. Pero también podemos decir que es
una mina. De la boca de la mina salen ruidos ininteligibles.
Onomatopeyas, fonemas furibundos o seductores o seductoramente
furibundos o bien puede que sólo murmullos y susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada
de la mina. Una máquina, un juego de luces y de sombras,
una manipulación en el tiempo, hurta el verdadero contorno
de la boca a la mirada de los espectadores. En realidad,
sólo los espectadores que están más cercanos al proscenio, pegados
al foso de la orquesta, pueden ver, tras la tupida red de
camuflaje, el contorno de algo, no el verdadero contorno, pero
sí, al menos, el contorno de algo. Los otros espectadores no ven
nada más allá del proscenio y se podría decir que tampoco les
interesa ver nada. Por su parte, los intelectuales sin sombra están
siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran
ojos en la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan
los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o
reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es
pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un hura-cán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada,
procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo
queda un silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau
guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal
de proporciones colosales o la ausencia de ese animal

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos

4. Edén
Toda ciudad grande tiene su propio jardín del Edén en la tierra, construido por los
hombres.
Si las iglesias nos hablan del Evangelio, los zoos nos recuerdan los comienzos
solemnes, y tiernos, del Antiguo Testamento. Lo único triste de este jardín del Edén
artificial es que todo él esta enrejado, aunque también es verdad que si no
existieran recintos cercados me vería atacado por el primer dingo con el que me
cruzara. Con todo y con ello, no deja de ser el Paraíso, en cuanto que el hombre ha
sido capaz de reproducirlo, y con toda razón el gran hotel que se levanta frente al
Zoo de Berlín recibe su nombre del citado jardín.
En invierno, cuando han recogido a los animales tropicales, recomiendo visitar los
anfibios, los insectos y los peces. En el vestíbulo oscuro, las filas de ventanas
iluminadas tras cuyos cristales se exhiben los animales parecen las portillas a través
de las cuales el capitán Nemo contemplaba desde su submarino a las criaturas
marinas que ondeaban entre las ruinas de Atlantis. Detrás del cristal, en recovecos
iluminados, los peces transparentes se deslizan con sus aletas relucientes, las flores
marinas respiran y, en un bancal de arena vive una estrella de cinco puntas carmesí.
Aquí es, pues, donde se originó el famoso emblema —en el fondo mismo del
océano, en las tinieblas de la hundida Atlantis, que hace muchos años sobrevivió a
diversas vicisitudes, desentendiéndose de las utopías del momento y de otras
necedades que nos paralizan hoy en día.
Oh, y no se te ocurra perderte las tortugas gigantes sobre todo cuando les están
dando de comer. Estas antiguas y pesadas cúpulas córneas fueron traídas de las Islas
Galápagos. Con cierta circunspección decrépita, una cabeza plana toda arrugada y
dos patas totalmente inútiles, emergen a cámara lenta desde su bóveda de setenta
kilos. Y con su espesa lengua de esponja que de alguna forma recuerda a la de un
idiota cacológico que vomitara sin ningún decoro su lenguaje monstruoso, la
tortuga hunde la cabeza en un montón de verduras mojadas y se pone a masticar sus
hojas sin orden ni concierto.
Pero esa bóveda que las cubre..., ah, esa bóveda, ese bronce sin edad, patinado,
apagado, esa espléndida carga de tiempo...

Las baladas del ajo  Mo Yan

Me duele
el corazón, rne duele el hígado, me duelen los pulmones, me duele el
estómago, me duelen las entrañas, me
duele todo lo que hay dentro de mí...
—Comandante, deprisa, da la orden
—espetó Zhang Kou—. Envía
tus tropas por la montaña... Salva a
nuestra Hermana Mayor Jiang... Han
muerto tantas polillas en la llama
amarilla de la linterna. Nuestra Hermana
Mayor Jiang se encuentra cautiva, las
masas temen por su seguridad.
¡Camaradas! Debemos mantener la
cabeza f ría: si nos arrebatan a nuestra
Hermana Mayor, yo seré el primero
en llorar su pérdida... La vieja dama
dispara dos pistolas, su cabello
blanco revolotea con el viento, las lágrimas
resbalan por su rostro.
Di algo, Zhang Kou. Canta, Zhang
Kou.
—Mi marido languidece en un campo
de prisioneros... Su viuda y su
hija huérfana siguen con la revolución...
Zhang Kou, sólo te pido un par de
versos más, dos más, y podré
coger su mano, podré sentir el calor
de su cuerpo, podré oler el sudor de sus axilas. 

—Hacer la revolución no significa
actuar de forma temeraria.
Debe hacerse de forma lenta y segura
y tenemos que ir paso a paso.
Se desató una explosión dentro de su
cabeza y un halo de luz se
arremolinó hasta que se vio
circundado por una nube de muchos colores.
Alargó el brazo; su mano parecía
tener ojos, o quizá la mano de Jinju le
había estado esperando todo este
tiempo. Gao Ma la agarró con fuerza.
Sus ojos se abrieron, pero no pudo
ver nada.

jueves, junio 27, 2013

EL RAYO QUE VIO EL HOMBRE DE KIEV.

 

    

BUDA    CARTER  SCOTT

 

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Vladimir Nabokov
El hechicero

Después de la primera aparición de Novela con cocaína en Números, que
provocó cierta curiosidad en los círculos de emigrados, una dama rusa que vivía
en París, Lyfia Chervinskaya, recibió el encargo de buscar la pista de «Agueyev»
con la ayuda de sus padres, que, casualmente, vivían en Estambul, lugar desde
el cual había sido remitido el manuscrito. Chervinskaya le encontró allí, recluido
en un sanatorio mental porque sufría temblores y convulsiones. Después de
haber sido rescatado por el padre de esa dama, Agueyev trabó amistad con la
familia y se hizo íntimo de Chervinskaya, a la que confió su verdadero nombre —
Mark Levi—, así como su complicada y abigarrada historia; Levi tuvo que huir a
Turquía tras haber matado a un oficial del ejercito ruso, y había vivido
obsesionado por las drogas.
Levi-Agueyev fue con Chervinskaya a París pero, tras una estancia en esa
ciudad, regresó a Estambul, en donde murió, presumiblemente a consecuencia
de su abuso de la cocaína, en 1936.
V.S. Yanovsky, que estaba relacionado con la revista Números cuando llegó
el original a París, y que ahora vive en Nueva York, confirmó en una entrevista
publicada por The New York Times (8 de octubre de 1985) que, cuando fue
recibido el manuscrito en ruso, estaba firmado con un nombre inequívocamente
judío, «Levi», y que, en algún momento del proceso de publicación, se decidió
cambiarlo por un apellido «que sonara más ruso». Finalmente, las
investigaciones del autor de la traducción francesa de la novela, publicada en
1982, y de las que se hace eco Williams, revelan que «un tal Mark Abramovich
Levi fue enterrado en el cementerio judío de Estambul en febrero de 1936».

Aunque ningún aventurero literario podría tenerse jamás en pie después de
poner en duda la autoría de El hechicero, el profesor Struve parece decidido a
insistir en esa despistada y quijotesca campaña con la que pretende adscribirle la
obra de Agueyev a Nabokov, quien, excepto en el caso de una breve contribución
sobre un tema muy diferente en el primer número, no envió ningún material a
Números, que le atacó duramente poco después; por otro lado, no había estado
nunca en Moscú, ciudad en la que transcurre la acción de la novela, que aporta
numerosos detalles locales; jamás tomó cocaína ni ninguna otra droga; y,
además, escribía, a diferencia de Agueyev, en el más puro ruso de San
Petersburgo. Por si todo esto fuera poco, de haber existido alguna relación entre
Nabokov y Novela con cocaína, uno u otro de sus conocidos literarios hubiese
tenido algún indicio al respecto, o, al menos, su esposa, primera lectora y
mecanógrafa, Véra Nabokov, lo hubiese sabido.
El antepecho estucado de la terraza de Florida en la que escribo en este
momento —uno de esos en los que la pintura blanca cubre una superficie
deliberadamente rugosa— tiene numerosos dibujos fortuitos. Basta trazar una
línea a lápiz aquí y allá para completar un magnífico hipopótamo, un severo perfil
flamenco, una pechugona corista, o infinitos monstruos amistosos o
desconcertantes de las más variadas cataduras.

  numeros estanque

Paul Auster
La invención de la soledad

En ese instante se sorprende a sí mismo temblando de dicha y pesar al mismo tiempo,
si es que esto es posible, como si fuera hacia adelante y hacia atrás a la vez, en
dirección al futuro y al pasado. Y hay momentos en que esos sentimientos se vuelven
tan fuertes que su vida no parece transcurrir en el presente.
La memoria como un lugar, como un edificio, como una serie de columnas, cornisas,
pórticos. El cuerpo dentro de la mente, como si nos moviéramos allí dentro,
caminando de un sitio a otro, y el sonido de nuestras pisadas mientras caminamos de
un sitio a otro.
«Por ende uno debe ocupar un gran número de lugares —escribe Cicerón—, que
deben estar bien iluminados, ordenados con claridad, espaciados a intervalos
moderados; e imágenes activas, perfectamente definidas, insólitas, que tienen el poder
de llegar a la psique y penetrar en ella... Pues los lugares son en gran medida como
tablillas de cera o papiros, las imágenes como las letras, el arreglo y disposición de las
imágenes como la escritura y el habla como la lectura.»

 

 

Graves, Robert Rey Jesús

Zacarías no pudo responder: golpeó el suelo siete veces con la frente, sin atreverse a
alzar la vista. Oyó que corrían la cortina, y unos pasos majestuosos que se aproximaban
sobre el suelo de mármol. Hubo una pausa y luego un brusco silbido y un chisporroteo
en el altar. Los pasos se retiraron y Zacarías se desvaneció.
Cuando volvió en si, unos minutos después, no pudo al comienzo recordar dónde estaba
ni qué había ocurrido. Las lámparas ardían aún con llama firme, pero el fuego del altar
estaba apagado. Tenía húmedo el ruedo de la túnica con el agua que había caído del
altar. El miedo volvió a brotar en su mente. Gimió y elevó lentamente la mirada hacia la
cortina sagrada, como si quisiera asegurarse de que su Dios no lo odiaba.
Aún faltaba lo peor. Entre la cortina y la pared se erguía una tremenda figura vestida
con ropas que centelleaban como la luna en un estanque revuelto. ¡Horror! Tenía la
cabeza de un asno salvaje con el blanco de los ojos rojo brillante y dientes de marfil, y
la figura sostenía contra su pecho el cetro y el perro de la monarquía con las herraduras
de oro de sus pezuñas.
La voz aflautada brotó de la boca de la bestia.
-No te asustes, Zacarías. Sal y di a mi pueblo verazmente lo que has visto y oído.
Zacarías, medio muerto de espanto, ocultó su rostro en la túnica. Después golpeó siete
veces el suelo con la frente y salió trastabillando al exterior, donde la congregación se
interrogaba ansiosamente por el motivo de su demora.

Jadeando, cerró la puerta a sus espaldas. El aire fresco lo revivió. Miró enloquecido los
rostros plácidos de su pueblo y de los músicos de Asaf. Inspiró profundamente y de su
corazón se elevaron unas terribles palabras:
-Oídme, hombres de Israel. Durante generaciones, sin saberlo, no hemos adorado al
verdadero Dios, sino al asno de oro.
Sus labios se movieron, pero de ellos no surgió ningún sonido. Había enmudecido.

MO YAN   RANA

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martes, junio 25, 2013

CONTAMINACION.

 

 

Paul Auster
La invención de la soledad

Su excusa para no llevarnos nunca al cine:
—¿Para qué salir y gastar una fortuna cuando en un año o dos la darán por
televisión?
En las contadas salidas a comer a un restaurante siempre teníamos que elegir los platos
más baratos del menú. Se convirtió en una especie de ritual.
—Sí —comentaba él y asentía con la cabeza—, buena elección.
Años más tarde, cuando mi esposa y yo vivíamos en Nueva York, algunas veces nos
llevaba a cenar. La escena se repetía invariablemente. En cuanto nos habíamos llevado la
última cucharada de comida a la boca, preguntaba impaciente:
—¿Nos vamos?
Imposible siquiera considerar la posibilidad de un postre.
Se sentía tremendamente incómodo en su propia piel; era incapaz de sentarse y quedarse
quieto, de tener una pequeña charla, de «relajarse».
Estar con él te ponía nervioso; daba la impresión de que siempre estaba a punto de
marcharse.
Le encantaban los trucos ingeniosos y se enorgullecía de su habilidad para burlarse del
mundo en su propio juego. Su tacañería en las cuestiones más triviales de la vida resultaba
ridícula y deprimente. Siempre desconectaba el cuentakilómetros de sus coches y falsificaba
el kilometraje para asegurarse de obtener un buen precio de venta en el futuro. En casa,
siempre arreglaba los desperfectos en lugar de llamar a un profesional. Gracias a que
tenía un talento especial para las máquinas y sabía cómo funcionaban las cosas, reparaba las
averías de la forma más rápida e insólita, empleando cualquier material que tuviera a mano
para solucionar con chapuzas los problemas mecánicos o eléctricos. Todo antes de gastar
dinero para hacer las cosas bien.
Las soluciones permanentes nunca le interesaron. Se pasaba el tiempo haciendo
remiendos, una pieza aquí, otra allí; nunca permitía que su barco se hundiera, pero
tampoco le daba oportunidad de flotar.

Lolita
Vladimir Nabokov

—Ansuit, me enseñaron a vivir alegremente y plenamente en la soledad, y
a desarrollar una personalidad cabal, a ser una monada, en resumen.
—Sí, vi algo de eso en el folleto.
—Adorábamos nuestros cantos en torno al fuego que ardía en la gran
chimenea de piedra, o bajo las estrellas de m..., donde cada niña fundía su
espíritu regocijado con la voz del grupo.
—Tu memoria es excelente, Lo, pero debo pedirte que no sueltes
palabrotas. ¿Qué más?
—He hecho mío el lema de la girl scout –dijo Lo melodiosamente–. Colmo
mi vida con hermosas acciones, tales como... bueno, de eso no me acuerdo. Mi
deber es... ser útil. Soy amiga de los animales machos. Obedezco las órdenes.
Soy alegre. Otro automóvil patrullero. Soy frugal y mis pensamientos, palabras y
actos son absolutamente asquerosos.
—Espero que eso sea todo, niña ingeniosa...
—Sí. Eso es todo. No... espera un minuto. Cocinábamos en un horno de
campaña.

—Eso parece muy interesante.
—Lavábamos sillones de platos. «Sillones» quiere decir en el colegio
«muchos-muchos-muchos-muchos»... Oh, sí, último en orden, pero no en
importancia, como dice mamá... déjame pensar... ¿qué era? Ah, sí: nos tomaban
radiografías. Caray, qué divertido.
—C'est bien tout?
—C'est. Salvo una cosita, algo que no puedo contarte sin ruborizarme de
pies a cabeza.
—¿Me lo contarás después?
Si nos sentamos en la oscuridad y me dejas hablar en voz baja, te lo
contaré. ¿Duermes en tu cuarto de siempre o en dulce montón con mamá?
—En mi cuarto de siempre. Tu madre sufrirá una operación muy seria, Lo.
—¿Quieres parar en esa confitería? –dijo Lo.
Sentada en un banco alto, con una faja de sol a través de su brazo
desnudo y atezado, Lolita atacó un complicado helado coronado con jarabe
sintético. Lo edificó y se lo sirvió un muchachón granujiento, con una corbata
grasienta, que miró a mi frágil niña en su leve vestido de algodón con
deliberación carnal. Mi impaciencia por llegar a Briceland y «El cazador
encantado» era más fuerte de lo que podía soportar. Por fortuna, Lo despachó el
helado con su habitual presteza.
—¿Cuánto dinero tienes? –pregunté.
—Ni un céntimo –dijo ella tristemente, levantando las cejas y
mostrándome el vacío interior de su bolso.
—Arreglaremos ese asunto a su debido tiempo –dije sutilmente–. ¿Vamos?
—Oye, ¿habrá aquí cuarto de baño?
—No vayas ahora –dije con firmeza–. Será un lugar inmundo. Vámonos.
En general, era una niña obediente. La besé en el cuello cuando volvimos
al automóvil.
—No hagas eso –dijo mirándome con genuina sorpresa–. No me babees,
puerco.
Se restregó el lugar donde acababa de besarla contra su hombro
levantado.
—Perdona –le dije–. Es que te quiero mucho, sabes...
Marchamos bajo un cielo lúgubre, remontando un camino sinuoso, y
después empezamos a descender nuevamente.
(¡Oh, Lolita, nunca llegaremos allí!)
El polvo empezaba a saturar a la bonita y pequeña Briceland, con su falsa

arquitectura colonial, las tiendas de curiosidades y sus árboles importados
cuando atravesamos las calles débilmente iluminadas en busca de «El cazador
encantado». El aire, a pesar de la firme llovizna que adornaba con sus cuentas
de cristal, era verde y tibio; ante la taquilla de un cine chorreaban luces como
alhajas y se había formado una cola de personas, casi todos niños y ancianos.
—¡Oh, quiero ver esa película! Vengamos después de comer. ¡Oh, tráeme!

 

SURA 82
Al-Infitar (El Hendimiento)

(1) CUANDO EL CIELO sea hendido,1
(2) cuando los astros sean dispersados,
(3) cuando los mares desborden sus límites,
(4) y cuando las tumbas sean vueltas del revés –
(5) cada ser humano sabrá [finalmente] lo que ha enviado por delante y lo que omitió
[en este mundo].2
(6) ¡OH HOMBRE! ¿Qué es lo que engañosamente te aparta de tu generoso Sustentador,3 (7)
que te ha creado con arreglo a tu función,4 y conformó armoniosamente tu naturaleza,5 (8)
constituyéndote en la forma que Él quiso [que tuvieras]?

(9) ¡ Pero no, sino que [sois apartados engañosamente de Dios cuando elegís] desmentir
el Juicio [de Dios]!6
(10) ¡ Pero, en verdad, hay guardianes que os vigilan en todo momento, (11) nobles,
que toman nota y escriben(12) conscientes de todo lo que hacéis!7
(13) Ciertamente, [en la Otra Vida] los realmente virtuosos estarán en verdad gozosos,
(14) mientras que, ciertamente, los perversos estarán en verdad en un fuego abrasador –
(15) [un fuego] en el que entrarán en el Día del Juicio, (16) y del que no se ausentarán.
(17) ¿Y qué puede hacerte concebir lo que será ese Día del Juicio?
(18) Y una vez más: ¿Qué puede hacerte concebir lo que será ese Día del Juicio?8
(19) [Será] un Día en que ningún ser humano podrá hacer nada por otro ser humano:
pues ese Día [se hará patente que] toda la soberanía es sólo de Dios.