Roberto Bolaño
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Tu sombra ya no te sigue. En algún momento te ha abandonado
silenciosamente. Tú haces como que no te das cuenta,
pero sí que te has dado cuenta, tu jodida sombra ya no va contigo,
pero, bueno, eso puede explicarse de muchas formas, la
posición del sol, el grado de inconsciencia que el sol provoca en
las cabezas sin sombrero, la cantidad de alcohol ingerida, el
movimiento como de tanques subterráneos del dolor, el miedo
a cosas más contingentes, una enfermedad que se insinúa, la
vanidad herida, el deseo de ser puntual al menos una vez en la
vida. Lo cierto es que tu sombra se pierde y tú, momentáneamente,
la olvidas. Y así llegas, sin sombra, a una especie de escenario
y te pones a traducir o a reinterpretar o a cantar la realidad.
El escenario propiamente dicho es un proscenio y al
fondo del proscenio hay un tubo enorme, algo así como una
mina o la entrada a una mina de proporciones gigantescas. Digamos
que es una caverna. Pero también podemos decir que es
una mina. De la boca de la mina salen ruidos ininteligibles.
Onomatopeyas, fonemas furibundos o seductores o seductoramente
furibundos o bien puede que sólo murmullos y susurros y gemidos. Lo cierto es que nadie ve, lo que se dice ver, la entrada
de la mina. Una máquina, un juego de luces y de sombras,
una manipulación en el tiempo, hurta el verdadero contorno
de la boca a la mirada de los espectadores. En realidad,
sólo los espectadores que están más cercanos al proscenio, pegados
al foso de la orquesta, pueden ver, tras la tupida red de
camuflaje, el contorno de algo, no el verdadero contorno, pero
sí, al menos, el contorno de algo. Los otros espectadores no ven
nada más allá del proscenio y se podría decir que tampoco les
interesa ver nada. Por su parte, los intelectuales sin sombra están
siempre de espaldas y por lo tanto, a menos que tuvieran
ojos en la nuca, les es imposible ver nada. Ellos sólo escuchan
los ruidos que salen del fondo de la mina. Y los traducen o
reinterpretan o recrean. Su trabajo, cae por su peso decirlo, es
pobrísimo. Emplean la retórica allí donde se intuye un hura-cán, tratan de ser elocuentes allí donde intuyen la furia desatada,
procuran ceñirse a la disciplina de la métrica allí donde sólo
queda un silencio ensordecedor e inútil. Dicen pío pío, guau
guau, miau miau, porque son incapaces de imaginar un animal
de proporciones colosales o la ausencia de ese animal
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos
4. Edén
Toda ciudad grande tiene su propio jardín del Edén en la tierra, construido por los
hombres.
Si las iglesias nos hablan del Evangelio, los zoos nos recuerdan los comienzos
solemnes, y tiernos, del Antiguo Testamento. Lo único triste de este jardín del Edén
artificial es que todo él esta enrejado, aunque también es verdad que si no
existieran recintos cercados me vería atacado por el primer dingo con el que me
cruzara. Con todo y con ello, no deja de ser el Paraíso, en cuanto que el hombre ha
sido capaz de reproducirlo, y con toda razón el gran hotel que se levanta frente al
Zoo de Berlín recibe su nombre del citado jardín.
En invierno, cuando han recogido a los animales tropicales, recomiendo visitar los
anfibios, los insectos y los peces. En el vestíbulo oscuro, las filas de ventanas
iluminadas tras cuyos cristales se exhiben los animales parecen las portillas a través
de las cuales el capitán Nemo contemplaba desde su submarino a las criaturas
marinas que ondeaban entre las ruinas de Atlantis. Detrás del cristal, en recovecos
iluminados, los peces transparentes se deslizan con sus aletas relucientes, las flores
marinas respiran y, en un bancal de arena vive una estrella de cinco puntas carmesí.
Aquí es, pues, donde se originó el famoso emblema —en el fondo mismo del
océano, en las tinieblas de la hundida Atlantis, que hace muchos años sobrevivió a
diversas vicisitudes, desentendiéndose de las utopías del momento y de otras
necedades que nos paralizan hoy en día.
Oh, y no se te ocurra perderte las tortugas gigantes sobre todo cuando les están
dando de comer. Estas antiguas y pesadas cúpulas córneas fueron traídas de las Islas
Galápagos. Con cierta circunspección decrépita, una cabeza plana toda arrugada y
dos patas totalmente inútiles, emergen a cámara lenta desde su bóveda de setenta
kilos. Y con su espesa lengua de esponja que de alguna forma recuerda a la de un
idiota cacológico que vomitara sin ningún decoro su lenguaje monstruoso, la
tortuga hunde la cabeza en un montón de verduras mojadas y se pone a masticar sus
hojas sin orden ni concierto.
Pero esa bóveda que las cubre..., ah, esa bóveda, ese bronce sin edad, patinado,
apagado, esa espléndida carga de tiempo...
Las baladas del ajo Mo Yan
Me duele
el corazón, rne duele el hígado, me duelen los pulmones, me duele el
estómago, me duelen las entrañas, me
duele todo lo que hay dentro de mí...
—Comandante, deprisa, da la orden
—espetó Zhang Kou—. Envía
tus tropas por la montaña... Salva a
nuestra Hermana Mayor Jiang... Han
muerto tantas polillas en la llama
amarilla de la linterna. Nuestra Hermana
Mayor Jiang se encuentra cautiva, las masas temen por su seguridad.
¡Camaradas! Debemos mantener la
cabeza f ría: si nos arrebatan a nuestra
Hermana Mayor, yo seré el primero
en llorar su pérdida... La vieja dama
dispara dos pistolas, su cabello
blanco revolotea con el viento, las lágrimas
resbalan por su rostro.
Di algo, Zhang Kou. Canta, Zhang Kou.
—Mi marido languidece en un campo
de prisioneros... Su viuda y su
hija huérfana siguen con la revolución...
Zhang Kou, sólo te pido un par de
versos más, dos más, y podré
coger su mano, podré sentir el calor
de su cuerpo, podré oler el sudor de sus axilas.
—Hacer la revolución no significa
actuar de forma temeraria.
Debe hacerse de forma lenta y segura
y tenemos que ir paso a paso.
Se desató una explosión dentro de su
cabeza y un halo de luz se
arremolinó hasta que se vio
circundado por una nube de muchos colores.
Alargó el brazo; su mano parecía
tener ojos, o quizá la mano de Jinju le
había estado esperando todo este
tiempo. Gao Ma la agarró con fuerza.
Sus ojos se abrieron, pero no pudo
ver nada.
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