JAMES JOYCE-ULISES 273
EL Señor Leopoldo Bloom comía con
fruición órganos internos de bestias y aves. Le
gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas
mollejas que saben a nuez, un corazón relleno
asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de
pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le
gustaban los riñones de carnero a la parrilla,
que dejaban en su paladar un rastro de sabor a
orina ligeramente perfumada.
VLADIMIR NABOKOV-OBRAS COMPLETAS 273
La primera parte del camino atravesaba los bosques. Las espléndidas nubes, que se
deslizaban por el cielo, contribuían a intensificar el lustre y la vitalidad de aquel día
de verano. Cuando se alzaba la vista hasta las copas de los abedules, su verdor te
llevaba a pensar en uvas translúcidas empapadas de sol. A ambos lados de la
carretera los matorrales descubrían el envés pálido de sus hojas y lo entregaban al
cálido viento. Las profundidades del bosque eran un mar de sol y sombra: no se
podía discernir la red tejida por los troncos de los árboles de los vanos vacíos de esta
empalizada visual. Manchas de musgo sorprendían a los viajeros con inesperados
fulgores de esmeralda celestial. Los heléchos desmayados volaban a ambos lados
del coche, rozando casi contra las ruedas.
Apareció ante ellos un gran carro de heno, una montaña verduzca salpicada de luz
trémula. Stepan tiró de las riendas para detener a sus corceles: la montaña se inclinó
hacia un lado, el carruaje hacia el otro —apenas había sitio para pasar por aquel
estrecho camino forestal— y entre ambos, una ráfaga penetrante de olor a campo
recién segado, el crujir majestuoso de las ruedas de carro, y una visión fugaz de
escabiosas y de margaritas entre el heno; entonces Stepan chasqueó la lengua, tiró
de las riendas y dejó al carro atrás. En ese momento se abrieron los bosques, la
victoria giró y entró en la carretera y en la distancia aparecieron los campos
cosechados, el estridor de los saltamontes en las zanjas y el zumbido de los postes
de telégrafo. En un segundo aparecería el pueblo de Voskresenk, y unos minutos
más tarde habrían llegado a su destino.
John Kennedy Toole
La conjura
de los necios 273
Hemos de tratar un asunto crucial.
El vaquero —que el diablo se lo lleve— estaba azotando con su fusta a un elegante invitado. El patán del cuero negro inmovilizaba en el suelo a un invitado extasiado. Por todas partes se oían gritos, suspiros, chillidos. Cantaba ahora en el fonógrafo Lena Horne. «Inteligente», «Fresco», «Terriblemente cosmo», decía reverente el grupo que rodeaba el fonógrafo. El vaquero se apartó de sus excitados admiradores y empezó a sincronizar sus labios con la letra del disco, bailoteando como una cantante con botas y sombrero. Los invitados se agruparon a su alrededor, con una andanada de chillidos, dejando al patán del cuero negro sin nadie a quien torturar.
—Hemos de parar todo esto —gritó Ignatius a Dorian, que estaba haciéndole guiños al vaquero—. Aparte del hecho de que lo que estoy presenciando es una ofensa estruendosa al buen gusto y a la decencia, empiezo a asfixiarme a causa. del hedor de las emisiones glandulares y de la colonia.
—Oh, no seas tan pelma. Están divirtiéndose un poquito.
—Lo siento muchísimo —dijo Ignatius en tono profesional—. He venido aquí esta noche con una misión de la máxima seriedad. Hay una chica a la que hay que dar una lección, una pelandusca impertinente y radical. Apaga esa música afrentosa y tranquiliza a esos sodomitas. Tenemos que tratar cuestiones militares.
Creí que ibas a ser divertido. Si te pones grosero y pesado, será mejor que te vayas.
—¡No me iré! Nadie puede detenerme. ¡Paz! ¡Paz! ¡Paz!
—Oh, querido. Tú te lo tomas en serio, ¿verdad?
Ignatius se separó de Dorian, cruzó precipitadamente la estancia, apartando a empellones a los elegantes invitados, y desconectó el fonógrafo. Cuando se volvió, le saludó la versión castrada de un grito de guerra apache de los invitados.
«Bestia.» «Loco.»
EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France 273
¡Ah!
¡Catalina en el hospital! ¡Catalina en América! ¿No es esto bastante para
desgarrar el corazón más endurecido? La misma Juanita lloraba a más no
poder, a pesar de hallarse celosa de Catalina, que la aventaja en juventud y
belleza, tanto como san Francisco aventaja en santidad a todos los demás
santos. ¡Ah, señor Jacobo! ¡Catalina en América! Son los designios
extraordinarios de la Providencia! ¡Ay de mí! Nuestra santa religión es
verdadera, y el rey David tiene razón al decir que somos semejantes a las
hierbas de los campos, puesto que Catalina está en el hospital. Estas piedras
en que estoy sentado son más felices que yo, aun cuando me halle revestido
con las señales del cristianismo y aun del religioso. ¡Catalina en el hospital!...
Y sollozó de nuevo. Yo esperé a que su dolor se hubiera calmado, para
preguntarle si tenía noticias de mis queridos padres.
—Señor Jacobo —me respondió—, son ellos precisamente quienes me
envían con un recado urgente. Ante todo, debo deciros que no viven
satisfechos por culpa de maese Leonardo, vuestro padre, que se pasa
bebiendo y jugando en la taberna todos los días que Dios le concede. El
oloroso tufillo de los gansos y de las gallinas asadas no sube ya, como en
otros tiempos, hasta La Reina Patoja, cuya imagen se balancea tristemente
mecida por el viento húmedo que la enmohece. ¿Qué fue de los tiempos
en que el figón de vuestro padre perfumaba la calle de San Jacobo, desde El
Joven Baco hasta Las Tres Doncellas? Desde que ese hechicero entró en
vuestra casa, todo en ella perece, personas y animales, por efecto, sin duda,
del maleficio que les ha echado. Y la venganza divina comenzó a
manifestarse cuando el obeso abate Coignard fue allí recibido y agasajado
mientras me despedían violentamente. Aquello era el principio del mal.