lunes, mayo 07, 2012

DOLOR DE MUELAS

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VLADIMIR NABOKOV-574

Aquellas explicaciones debían de ser
para mí como un premio de consolación en lugar del sinsentido y agonía que eran
en realidad. Y siguió hablando a este tenor a lo largo de eones, interrumpiéndose
de vez en cuando, pero volviendo a la carga de nuevo y contestando mis preguntas
imposibles y soeces con un suspiro jadeante o tratando, con sonrisa lastimera, de
entrar en el borroso terreno de los comentarios irrelevantes y superficiales, y yo
hundiendo más y más la muela que me atormentaba hasta que la mandíbula casi me
estalla de dolor, un dolor lacerante que me parecía de algún modo preferible al
dolor sordo, zumbón de la paciencia pura y dura.

 

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JAMES JOYCE-ULISES   574

La siguió con los ojos viéndola alejarse
entre los transeúntes hacia los frentes de las
tiendas. Denis Breen, en un estrecho traje de
levita y con zapatos de lona azul, salió
arrastrando los pies de lo de Harrison,
abrazando contra sus costillas dos pesados
tomos. Caído de la luna. Vive en el limbo. Se
dejó alcanzar sin manifestar sorpresa y adelantó
su oscura barba gris hacia ella, meneando su
floja mandíbula mientras hablaba
afanosamente.
Colibrillo. Tiene gente en la azotea.
El señor Bloom siguió andando
tranquilamente, viendo delante de él en la luz
del sol apretada pieza de cráneo, el bastón, el
paraguas y el guardapolvo bamboleantes. Cada
loco con su tema. ¡Hay que ver! Ahí va otra vez.

              

ROBERTO BOLAÑO-2666

En aquellos años oscuros
con el hierro se practicaba la suerte adivinatoria llamada
sideromancia, que consistía en calentar al rojo vivo un trozo

de hierro en la fragua y después arrojar sobre él briznas de paja
que al arder producían reflejos brillantes, semejantes a las estrellas.
Bien bruñido producía un brillo cegador que servía para
proteger los ojos de la ponzoñosa mirada de las brujas. Ese
hierro bien bruñido a mí me hace pensar, disculpen la digresión,
decía Florita Almada, en las gafas de cristales negros de algunos
dirigentes políticos o de algunos jefes sindicales o de algunos
policías. ¿Para qué se tapan los ojos, me pregunto?

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Leonie Swann
LAS OVEJAS DE
GLENNKILL            199*3=597-574=23

Nunca habían visto un rebaño de hombres y se quedaron
pasmadas. Más tarde, Mopple afirmaría que eran siete hombres,
pero Mopple era corto de vista. Zora contó veinte; Miss Maple,
cuarenta y cinco; y Sir Ritchfield muchos más, más de los que
podía contar. Bien es cierto que la memoria de Ritchfield era
pésima, sobre todo cuando se ponía nervioso: olvidaba a quién
había contado ya y contaba todo y a todos dos o tres veces.
Además, incluía a los perros.
Mopple clavó sus ojos miopes y un tanto avinagrados en los
hombres. Desde luego, era una variación insólita de la teoría del
asesino que vuelve al escenario del crimen: habían vuelto todos al

lugar del crimen, el asesino sin duda oculto entre ellos. Las ovejas
observaron con curiosidad cómo se movía aquel rebaño humano.
En cabeza no iba ni el más fuerte ni el más listo, sino Tom
O'Malley. Lo seguían los niños, luego las mujeres y por último
los hombres, algo rezagados, las manos en los bolsillos y con cierto
embarazo. Cerraban la marcha algunos viejos, de caminar lento y
tembloroso.
Tom llevaba una pala, una pala vieja, triste y oxidada. La
hundió en la tierra a unos diez pasos del sitio donde George
había yacido. Los hombres, que hasta entonces habían seguido al
líder, como cualquier buen rebaño, retrocedieron como si Tom los
hubiese rociado con agua fría y formaron un círculo a una
distancia respetable.

GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA 307*2=614-574=40

En el musgo de los troncos de los árboles, en las ramas de encima de mi cabeza, en los líquenes
que penden cual largos mechones de cabello, en el mismo aire, el agua chorrea por todas partes, sin
que se sepa de dónde procede. Unos goterones, brillantes y resplandecientes, caen sobre mi rostro,
uno tras otro, y corren por mi cuello, helados. A cada paso, piso el espeso musgo aterciopelado y
mullido que se ha acumulado, capa tras capa. Éste vive parasitariamente en los troncos de los
árboles gigantescos que descansan en el suelo, muriendo y renovándose sin cesar. Mis zapatos
empapados de agua se hunden en él a cada paso produciendo un ruido de succión. Mi gorra, mi
pelo, mi anorak, mis pantalones están empapados, mi ropa interior está también embebida de sudor
y se pega a mi piel. No siento calor más que en mi bajo vientre.
Él se para delante de mí sin volver la cabeza. Detrás de su nuca, la antena formada de tres
varillas metálicas sigue vibrando

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