Papá, me lleva al cine...?
—¿Y qué va ir a ver al cine? —interrogó el teniente.
—¿Cómo qué? Lo que den. Las vistas.
La luz baja y poco clara de las lámparas borraba a los pasajeros. Se miraban los bultos. Los bultos sobre los asientos. Esa sensación de no llegar nunca. De consultar la hora a cada momento.
—¿Papá, me lleva al cine...?
—Para qué quieres que te lleve al cine si aquí, viendo pasar las calles iluminadas, las gentes, los autos, es como si estuvieras en el cine...
Y la visión era exacta, la visión cinematográfica de la ciudad por donde pasaba el tren rápidamente.
El Norte barría la ciudad, golfo de las más negras intenciones heladas, la ciudad desierta
expuesta al viento y al silencio, amurallada en sus casas bajas y en su sueño hondo. El cielo lila. Esas noches lilas que hacía más infinita la orfandad de las estrellas. Y hacia poniente los volcanes de tierra ausente de lo que pasa entre los hombres, volcados a la suma grandeza de las nubes.
MIGUEL ANGEL ASTURIAS EL PAPA VERDE-PAG 148
—¿Cómo le va? —dijo Martín
Cunningham saludando con una venia.
—No nos ve —agregó el señor Power—.
Sí, nos ve. ¿Cómo le va? ¿Quién? —preguntó el
señor Dedalus.
—Blazes Boylan —dijo el señor Power—.
Allí está dando aire a su rasgacorazones.
Precisamente ahora lo estaba pensando.
El señor Dedalus se estiró para saludar.
Desde la puerta del Red Bank el disco blanco de
un sombrero de paja relampagueó en respuesta:
pasó.
JAMES JOYCE ULISES-PAG 148
10 de agosto
LOS SONIDOS SE MEZCLAN. El agudo silbido de los obuses que se quedan cortos o
van un poco más lejos, el siseo de los que caen al lado de cada uno de los hombres, el
reventón de la carga explosiva, y el vuelo de las esquirlas de piedra y de metralla que
acaban impactando alrededor o caen mansamente sobre la espalda o el casco de los
combatientes después de haber rebotado varias veces contra el suelo o contra otras
piedras. Los combatientes cantan, se desgañitan gritando obscenidades y herejías sin
sentido, llaman a su madre o entonan un himno heroico al que añaden juramentos contra
la patria y la guerra. Y el tiempo pasa sin medida, porque sólo el que ha organizado el
ataque sabe cuánto tiempo va a estar disparando la artillería.
Los defensores de la sierra no gozan de fortificaciones. No hay parapetos, no hay
zanjas ni alambradas, porque no es posible fijarlas; sólo algunos nidos de ametralladoras
construidos por el batallón de Fortificaciones unos día antes. Llevan casco, que les
defiende la cabeza de estos impactos, y se tapan la espalda con las mantas dobladas para
que adquieran un mayor grosor, mientras están tumbados soportando la caída de las
bombas. Las piedras desmenuzadas por las explosiones llegan a enterrarles alguna vez.
Y el ruido, el intenso ruido de las granadas que escupen más de cien cañones les aturde.
Casi todos ellos llevan el palo entre los dientes, y cantan para soportar lo insoportable,
se dicen cosas cada uno a sí mismo, porque es imposible oír al compañero que se
refugia al lado como puede, con la cabeza metida entre dos piedras, con las manos sobre
la cabeza, apretando el casco para que no se desplace y deje al aire el occipucio. Tres
horas durante las que el polvo se mete hasta el fondo de la garganta y no se puede beber
agua para calmar la sequera, porque quién es el guapo que levanta la cabeza para echar
un trago de la cantimplora.
MARTINEZ REVERTE -LA BATALLA DEL EBRO-pag148
Recuerdo, sin embargo, que un día como el de hoy, brillante y gélido, subí al mediodía
hasta el Cerro del Sol. Tenía a mis espaldas sierra Mágina, severa y blanca. De la Vega
ascendían docenas de columnas de humo, plateadas y doradas por los rayos del sol. A mi
derecha, lóbregas sin él, sobre las rastrojeras, hacia las sierras de Elvira y Parapanda, otras
columnas de humo opaco.
Veía —y aún me parece verla hoyen primer término la abigarrada colina del Albayzín,
nevada y portentosa. Y, de pronto, cambió el sol de postura su embozo de nubes, e iluminó
el otro sector del paisaje. Se encendieron los humos sombríos y se apagaron los otros,
turnándose en una dómeda de luz y de hermosura. Ah, verdaderamente Granada no tiene
ciudad que se asemeje a ella. La echo hoy de menos de manera tan profunda —no como
sultán, sino como un simple morador— que el corazón se me desgarra.
¡Qué cretino! (Hans).
Anna ya no dice nada; se ha quedado pensativa lamiendo los rastros de sudor y sangre que la víctima ha dejado en su mano derecha, la mano del delito. Al darse cuenta de ello, Rainer le dirige una mirada aprobatoria que asquea ligeramente a Sophie e impulsa a Hans a darle un golpe en los dedos. Cochina.
La rabia de Anna, que sin duda arranca del conflicto generacional, es tan grande que sería incluso capaz de romper los escaparates iluminados del esplendoroso centro comercial de Viena. En realidad querría tener todo lo que hay detrás de dichos escaparates, sólo que no le alcanza el dinero de su asignación semanal. Por eso tiene que ganárselo por otras vías. Siempre que alguna de sus compañeras de instituto estrena un vestido nuevo o una blusa blanca o unos zapatos de tacón, se retuerce de envidia. Sin embargo, comenta: cada vez que veo a esas niñitas peripuestas me entran ganas de vomitar. Esas que sólo se preocupan de sus trapitos son superficiales y, además, no tienen nada en la cabeza. Ella, en cambio, sólo lleva vaqueros sucios y jerseys de hombre que le quedan demasiado grandes, para que su actitud interior se vea reflejada hacia el exterior. El psiquiatra, al que visita por un mutismo periódico (que le sobreviene y luego desaparece sin dejar rastro), siempre le pregunta: anda, dime ¿por qué nunca te pones ropa bonita ni te arreglas el pelo? Porque eres una muchacha atractiva y deberías asistir a una academia de baile. ¡Pero mira cómo te presentas! No es de extrañar que espantes a los chicos.
ELFRIEDE JELINEK - LA PIANISTA Y OTRAS HISTORIAS pag.148
—Necesitamos flores para el altar de la casa.
—Si. Siempre a su servicio. Por favor, escoja las que más le gusten,
señorita.
Las llamaban flores, pero en realidad eran ramas del árbol sakaki que
tenían ya brotes tiernos. La muchacha las traía de Shirakawa cada
quince días. Chieko escogió unas cuantas ramas finas del delicado
arbusto y sintió que se alegraba su corazón. Con las ramas del sakaki
en la mano entró en la casa.
—Madre, ya he vuelto —gritó con su voz clara.
Chieko entreabrió la verja y recorrió la calle con la mirada. La florista
de Shirakawa seguía allí y Chieko le gritó:
—Entre a descansar. Voy a servir el té.
—Muchas gracias. Usted es siempre muy amable —dijo la muchacha,
inclinando la cabeza. Cogió sus flores y al entrar en el corredor las
levantó por encima de su cabeza—. Son flores del campo de poco
precio.
YASUNARI KAWABATA KIOTO PAGS.125 148-125=23
A la mañana siguiente volví a cruzarme con los fornidos conductores, con el abanico de agua pulverizada sobre el que se cernía momentáneo un arco iris, y me encontré de nuevo en la orilla soleada, donde Krause ya se había instalado tumbado
al sol. Sacó su rostro sudoroso de debajo de la sombrilla y empezó a hablar —del agua, del calor. Yo me tumbé, cerrando los ojos para defenderme del sol, y cuando los volví a abrir todo a mi alrededor era de color azul pálido. De repente, entre los pinos de la carretera soleada que bordeaba el lago, apareció una camioneta, seguida de un policía en bicicleta. Dentro de la camioneta, gritando con desesperación, se agitaba un perro pequeño que acababan de capturar. Krause se puso en pie y gritó con todas sus fuerzas: «¡Ten cuidado! ¡Cazaperros!». Y al momento alguien se unió a su grito y en seguida otros le imitaron, como si todas las gargantas se hubieran puesto de acuerdo, en un arco de voz a lo largo del lago, dejando atrás al cazador de perros, de forma que los dueños de perros, avisados de antemano, corrieron a por sus perros, se apresuraron a ponerles un bozal y a atarles a la correa. Krause escuchaba con placer mientras los gritos se iban perdiendo en la distancia y finalmente afirmó con un guiño bienintencionado: «Le está bien empleado. Ese es el último perro que va a coger».
VLADIMIR NABOKOV CUENTOS CPMPLETOS pag.148
—Vamos a ver, llamadle «padre» a Negro.
¡Qué fría era la noche y qué silencioso estaba nuestro patio! A lo lejos los perros ladraban
inquietos y tristes. Pasó algo más de tiempo y el silencio y la oscuridad se extendieron sin que se
notara, como una flor que se abre.
—Muy bien, niños —dije mucho después—, vamos a entrar en casa, que aquí vamos a coger
todos frío.
No sólo Negro y yo, sino también Hayriye y los niños, sentíamos la timidez de los novios que
temen quedarse solos después de la boda y entramos recelosos en casa, como quienes entran en la
casa oscura de un extraño. Dentro continuaba el hedor del cadáver de mi padre, pero nadie pareció
darse cuenta. Mientras subíamos las escaleras en silencio, las sombras que proyectaban en el techo
los candiles que llevábamos en la mano se mezclaban girando como siempre, creciendo y
menguando, pero me dio la impresión de que era algo que ocurría por primera vez. Nos estábamos
quitando los zapatos arriba, en la antesala, cuando Sevket dijo:
—¿Puedo besarle la mano al abuelo antes de acostarme?
ORHAN PAMUK - ME LLAMO ROJO pag.148
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