En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente. Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.
Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda. Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros de largo, gritando:" La nariz, le pegaré en la nariz".
Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cara al ayudante. Era la misma tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.
Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber acortado su nariz.
Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano, la notó algo hinchada e incluso afiebrada.
AKUTAGAWA LA NARIZ pag.51
Tal vez en este relato te he dado la impresión de que Willie y yo no hacíamos más que discutir. Por supuesto que no era así, hija. Excepto cuando yo me iba a dormir donde Tabra, es decir, en los momentos más álgidos de nuestras escaramuzas, andábamos de la mano. En el auto, en la calle, en todas partes, siempre de la mano. Así fue desde el principio, pero esa costumbre se convirtió en una necesidad a las dos semanas de conocernos, por un asunto de zapatos. Dada mi estatura, siempre he usado tacones altos, pero Willie insistió en que yo debía andar cómoda y no como las concubinas chinas de la antigüedad, con unos pies de lástima. Me regaló un par de zapatillas deportivas que todavía, dieciocho años más tarde, están nuevas en su caja.
Para darle gusto me compré unas sandalias que vi en la televisión. Mostraban a unas espigadas modelos jugando al baloncesto en traje de cóctel y con tacones altos, justo lo que yo necesitaba. Me deshice del calzado que había traído de Venezuela y lo reemplacé por aquellas sandalias prodigiosas. No resultaron: se me salían de los pies y tan a menudo fui a dar de narices al suelo que, por razones de seguridad elemental, Willie me ha llevado siempre bien agarrada de la mano. Además, nos tenemos simpatía y eso ayuda en cualquier relación. A mí me gusta Willie y se lo manifiesto de variadas maneras. Me ha rogado que no traduzca al inglés las palabras de amor que le digo en español, porque suenan sospechosas. Le recuerdo siempre que nadie lo ha querido más que yo, ni su propia madre, y que si me muero él acabaría abandonado en una residencia geriátrica, así es que más vale que me mime y me celebre.
ISABEL ALLENDE LA SUMA DE LOS DIAS pag.51
Tienes un poco de jabón en la oreja —dijo el Hombre señalando la espuma que hervía, helada, en el ángulo del mentón del Juez—. Parece una enfermedad de la piel, si las mecanógrafas de la policía te ven echarán a correr a gritos por temor al contagio.
Pero el Ilustrísimo, sordo, imaginaba Vigo, una ciudad lúgubre, una tarde lluviosa, hileras de farolas encendidas, una primera planta de arrabal, tres fulanos de gabardina y manos en los bolsillos subiendo la escalera, tocando el timbre, esperando, el Hombre, en camiseta, comentando a lo lejos No me digas que encontraste la tienda de comestibles cerrada, abriendo la puerta, sonriente, con un sacacorchos y una botella de rosé en los dedos, retrayéndose de inmediato uno o dos metros, con la boca muy abierta, presa de pánico, imaginó una sala pequeña con un juego de sofás color malva y una mesita baja, uno de los fulanos agarró con fuerza el cogote del Hombre, un sopapo, un rodillazo, varios sopapos, el Hombre, a gatas en el suelo, con los labios rajados, dando fe con sollozos, palpándose las encías, No he denunciado a nadie, un zapato se le acercó a la cara y le deshizo la ceja, le cegó el ojo izquierdo, le fracturó el pómulo, una bota se hundió entre sus muslos, un hilo de alambre, retirado con presteza del bolsillo, le trituraba los cartílagos de la garganta, el rostro del Hombre se fue despojando de expresión, los músculos se aflojaron, las personas dejaron de luchar, los fulanos empujaron el cuerpo hacia el balcón encristalado
LOBO ANTUNES TRATADO DE LAS PASIONES DEL ALMA pag.51
–Lo siento –dije, sin atreverme a mirarla–. No pude remediarlo.
–Probablemente son todos esos caramelos que te he estado dando. Tus tripas no están acostumbradas a ellos.
–Puede. O puede que sea que no tengo agallas, simplemente.
–No seas bobo, muchacho. Has tenido un pequeño accidente, eso es todo. Le ocurre a todo el mundo.
–Claro. Mientras lleva pañales. No me he sentido más avergonzado en toda mi vida.
–Olvídalo. Este no es el momento de compadecerte de ti mismo. Tenemos que limpiarte el trasero antes de que algo de esa plasta manche la tapicería. ¿Me estás oyendo, Walt? Me tienen sin cuidado tus malditos movimientos intestinales, lo único que no quiero es que mi coche pague el pato. Hay un estanque detrás de esos árboles y ahí es donde voy a llevarte ahora. Te quitaremos la mostaza y la salsa con un buen restregón y te quedarás como nuevo.
Yo no tenía más remedio que seguirla. Fue bastante espantoso tener que ponerme de pie y andar, con todo el chapoteo y el culebreo que tenía lugar dentro de mis pantalones, y puesto que no había dejado de sollozar, mi pecho subía y bajaba y se estremecía, emitiendo toda una gama de extraños sonidos medio ahogados. La señora Witherspoon iba delante de mí, guiándome hacia el estanque. Éste se hallaba a unos treinta metros de la carretera, separado de su entorno por una barrera de árboles raquíticos y matorrales, un pequeño oasis en medio de la planicie. Cuando llegamos a la orilla, me dijo que me desnudara, apremiándome con un tono de voz impersonal. Yo no quería hacerlo, por lo menos no mientras ella estuviera mirándome, pero una vez que me di cuenta de que no iba a volverse de espaldas, clavé los ojos en el suelo y me sometí a la penosa experiencia. Primero me desató los zapatos y me quitó los calcetines; luego, sin la más ligera pausa, me desabrochó el cinturón y la bragueta y dio un tirón. Los pantalones y los calzoncillos cayeron hasta mis tobillos de golpe, y allí estaba yo de pie con el pito al aire delante de una mujer adulta, mis blancas piernas manchadas de churretes marrones y mi culo apestando como la basura del día anterior. Ciertamente, fue uno de los momentos más bajos de mi vida, pero el inmenso mérito de la señora Witherspoon (y esto es algo que no he olvidado nunca) consistió en que no emitió ni un sonido. Ni un gruñido de asco, ni una boqueada de horror. Con toda la ternura de una madre lavando a su hijo recién nacido, metió las manos en el agua y comenzó a limpiarme, mojando y frotando mi piel desnuda hasta eliminar todo rastro de mi vergüenza.
–Ya está –dijo, secándome con un pañuelo que sacó de su bolso de cuentas rojas–. Ojos que no ven, corazón que no siente.
–Eso está muy bien –dije–, pero ¿qué hacemos con los calzoncillos sucios?
–Se los dejamos aquí a los pájaros, y eso vale también para los pantalones.
–¿Y espera que vuelva a casa así? ¿Sin ponerme nada en los bajos?
–¿Por qué no? Los faldones de la camisa te llegan a las rodillas, y además no hay mucho que esconder. Se trata de cosas microscópicas, muchacho, como las joyas de la corona de Liliput.
–No lance calumnias sobre mis partes, señora. Puede que para usted sean bagatelas, pero yo estoy orgulloso de ellas de todas formas.
–Por supuesto. Y eres un pajarito muy bonito, Walt, con esas pelotitas peladas y esos muslos suaves de bebé. Tienes todo lo que hace falta para ser un hombre. –Y entonces, para asombro mío, cogió todo mi paquete con la palma de su mano y le dio una buena y sana sacudida–. Pero todavía no lo eres. Además, nadie te verá en el coche. Hoy nos saltaremos la heladería e iremos derechos a casa. Si eso te hace sentirte mejor, te meteré en casa a hurtadillas por la puerta trasera. ¿Qué te parece? Yo soy la única que lo sabrá, y puedes apostar tu último dólar a que nunca se lo diré a nadie.
PAUL AUSTER Mr.VERTIGO pag.51
. Pasan los días y las noches en un torbellino, la luz de mi
habitación clausurada se ilumina y vira a un gris verdoso
para tornarse luego todo negro, aparece y desaparece la
vieja Anna, vuelve a aparecer con el orinal o el plato,
murmurando, riendo entre dientes. Aquí yazgo inserta en los
ciclos del tiempo, fuera del verdadero tiempo del mundo,
mientras mi padre y la mujer de Hendrik viajan por senderos
rectos como flechas que les llevan de la lujuria a la captura,
del desvalimiento al alivio de la rendición. Ya han dejado
atrás los arrumacos y los regalos y las tímidas inclinaciones
de cabeza. A Hendrik se le ordena acudir a los linderos más
remotos de la granja, a marcar ovejas a fuego. Mi padre
amarra su caballo a la entrada de la casa de su criado.
Cierra la puerta después de entrar. La chica intenta
desembarazarse de sus manos, pero la atemoriza pensar lo
que podría suceder. Él la desviste y la tiende sobre su
jergón de criada. Ella queda inerte en sus brazos. Él yace
con ella y se mece con ella en un acto del cual sé lo
suficiente para afirmar que también implica una ruptura de
los códigos.
J.M.COETZEE EN MEDIO DE NINGUNA PARTE pag.51
Tal vez para hacerse menos visible caminaba por el medio de la calzada. Yo adivinaba su blusa, más que verla, en alguna parte,arriba,en la sombra,una nariz saliente….Sobre todo,apreciaba el balanceo de sus manos.Salió a su encuentro.
ANDRÉ MALRAUX LA CONDICIÓN HUMANA pag.51
el calificativo de "deserción honrosa". Ésta era la diferencia que el propio general Burgoyne estableció, al dirigirse al Parlamento, entre los soldados que desafiando todas las dificultades se reintegraban a las fuerzas de Su Majestad y aquellos que abandonaban su regimiento con intención de ir a vivir entre los americanos.
Antes de nuestra partida tuve una oportunidad de ver a Sir Henry. Era un hombre bajito, corpulento y pletórico, con una nariz señorial y un aire de honradez y gallardía, aunque no era fácil penetrar su reserva ni era él tan afable con las tropas como lo había sido el general Burgoyne.
Aquella noche dormimos en el cuarto de guardia del cuartel general, y a la mañana siguiente, después de recorrer la ciudad, regresamos a King's Bridge. El sargento Collins se quejó mucho de lo cara que era ahora la vida en Nueva York, pero expresó la esperanza de que pronto "fuésemos lanzados a una campaña que empujase al abismo las tambaleantes fuerzas de los rebeldes". Dijo que ese verano había participado en una batalla naval contra los franceses, habiéndose ofrecido tres compañías del regimiento para actuar como fuerza de marinería bajo las órdenes del almirante Richard Howe. Iba en el barco Isis, de cincuenta cañones, al mando del capitán Raynor, cuando se entró en combate con el César, francés de setenta y cuatro cañones, que quedó tan maltrecho que, con sus velas al viento, fue a resguardarse al puerto de Boston.
-Pero la guerra principal por aquí -dijo- no es contra la rebelión, sino contra el fisco de Gran Bretaña. Me enfurece ver los escandalosos fraudes y desfalcos que se cometen aquí al amparo del gobierno militar.
ROBERT GRAVES ULTIMAS AVENTURAS DEL SARGENTO LAMB pag.51
No hay comentarios:
Publicar un comentario