Según el parecer de tía Corina,la hipótesis más sujeta a fundamento es que,una vez muerto Dujols, Champagne se apoderó de sus escritos inéditos y,con textos de otros autores-incluido Schawller de Lubicz,con quien Champagne llevó a cabo experimentos alquímicos-montó el collage que hoy conocemos como El misterio de las catedrales.
FELIPE BENITEZ REYES Mercado de Espejismos pag- 229
Fíjense, les dije, ya empezamos sólo con los apellidos, mala señal. Francisco Vighi. Hugo Mayo. Bartolomé Galíndez. Juan Ramón Jiménez. Ramón del Valle-Inclán. José Ortega y Gasset. ¡Pero qué hacía don José en esta lista! Alfonso Reyes. José Juan Tablada. Diego Rivera. David
Alfaro Siqueiros. Mario de Zayas. José D. Frías. Fermín Revueltas. Silvestre Revueltas. P. Echeverría. Atl. El inmenso Dr. Atl, supongo. J. Torres-García. Rafael P. Barradas. J. Salvat Papasseit. José María Yenoy. Jean Epstein. Jean Richard Bloch. Pierre Bruñe. ¿Lo conocen? Mane Blanchard. Corneau. Farrey. Aquí yo creo que Manuel ya hablaba de oídas. Fournier. Riou. Vaya, pondría las manos en el fuego. Mme. Ghy Lohem. Carajo, con perdón. Mane Laurencin. Aquí las cosas empiezan a mejorar. Dunozer de Segonzac. Empeoran. ¿Pero qué francés jijo de la chingada le anduvo tomando el pelo a Manuel? ¿O lo sacaría de alguna revista? Honneger. Georges Auric. Ozenfant. Alberto Gleizes. Pierre Reverdy. Por fin, salimos del pantano. Juan Gris. Nicolás Beauduin. William Speth.
Jean Paulhan. Guillaume Apollinaire. Cypien. Max Jacob. Jorge Braque. Survage. Coris. Tristán Tzara. Francisco Picabia. Jorge Ribemont-Dessaigne. Renée Dunan. Archipenko. Soupault. Bretón. Paul Élouard. Marcel Duchamp. Y aquí yo y los muchachos estuvimos de acuerdo en que era por lo menos arbitrario llamar Francisco a Francis Picabia y Jorge Braque a Georges Braque y no Marcelo a Marcel del Campo o Pablo a Paul Éluard, sin la o, como bien sabíamos todos los amantes de la poesía francesa. Para no hablar de ese Bretón acentuado. Y el Directorio de Vanguardia seguía con los héroes y las erratas: Frankel. Semen. Erik Satie. Elie Faure. Pablo Picasso. Walter Bonrad Arensberg. Celine Arnauld. Walter Pach. Bruce. ¡El colmo! Morgan Russel. Marc Chagall. Herr Baader. Max Ernst. Christian Schaad. Lipchitz. Ortiz de Zarate. Correia d'Araujo. Jacobsen. Schkold. Adam Fischer. Mme. Fischer. Peer Kroogh. Alf Rolfsen. Jeauneiet. Piet Mondrian. Torstenson. Mme. Alika. Ostrom. Geline. Salto. Weber. Wuster. Kokodika. Kandinsky. Steremberg (Com. de B. A. de Moscou). El paréntesis es de Manuel, por supuesto. Como si todos los poblanos, dijo uno de los muchachos, supieran perfectamente quiénes eran los demás, Herr Baader, por ejemplo, o Coris, o ese Kokodika que sonaba a Kokoschka, o Riou, o Adam y Mme. Fischer. ¿Y por qué escribir Moscou y no Moscú?,
ROBERTO BOLAÑO DETECTIVES SALVAJES pag.229
Hoy tomo el sol, como dicen en Provenza; lo tomo en la terraza del Luxemburgo al pie de la estatua de Margarita de Navarra. Es un sol de primavera ardoroso como un vino nuevo. Estoy sentado y reflexiono: escapan los pensamientos de mi cerebro como la espuma de una botella de cerveza. Son ligeros, y su chisporroteo me distrae. Sueño, lo cual estará sin duda permitido a un hombre que publicó treinta volúmenes de textos antiguos y colaboró durante veinte años en el Diario de los eruditos. Tengo la satisfacción de haber trabajado cuanto pude y de aplicar al estudio las medianas facultades con que la Naturaleza me dotó. Mis esfuerzos no han sido completamente infructuosos, y contribuí en una parte modesta al renacimiento de los trabajos históricos, que será la honra de este siglo inquieto. Seguramente me contarán entre los diez o doce eruditos que dieron a conocer a Francia sus antigüedades literarias. Mi edición de las obras poéticas de Gauthier de Coincy inauguró un método razonable; hizo época. En el severo reposo de la vejez me concedo ese premio merecido, y Dios que ve mi alma sabe si el orgullo o la vanidad tienen la menor parte en la justicia que me hago yo mismo
ANATOLE FRANCE EL CRIMEN DE UN ACADEMICO 89pags*3=267-229=38
Bantam Lyons levantó los ojos
bruscamente y miró débilmente de soslayo.
—¿Qué? —dijo su voz chillona.
—Digo que puedes guardarlo —contestó
el señor Bloom—. Iba a tirarlo en este momento.
Bantam Lyons dudó un instante, mirando
de reojo: luego arrojó de vuelta las desordenadas
hojas en los brazos del señor Bloom.
—Lo arriesgaré —dijo—. Toma, gracias.
Se largó de prisa hacia la esquina de
Conway. Salió que se las pelaba.
Sonriendo, el señor Bloom dobló otra vez
las hojas prolijamente y alojó allí el jabón.
Tontos labios los de ese tipo. El juego. Una
epidemia últimamente. Mandaderos robando
para apostar seis peniques. Rifa para gran pavo
tierno. Su cena de Navidad por tres peniques.
Jack Fleming haciendo un desfalco para jugar
luego levanta vuelo para América
JAMES YOYCE ULISES pag.229
A Korolenko le había gustado su obra. Había sido arrestado un par de veces. Habían cerrado un periódico por su culpa. Ahora sus aspiraciones cívicas se habían visto cumplidas. Se sentía libre y cómodo entre los escritores jóvenes que empezaban. Su nueva vida le satisfacía al máximo. Seis volúmenes. Su nombre era conocido. Y sin embargo su fama era pálida, pálida...
Saltó de nuevo mentalmente hasta la imagen del árbol de Navidad y, bruscamente y sin aparente razón, se acordó del cuarto de estar de la casa de unos comerciantes, de un gran volumen de artículos y poemas con páginas de cantos dorados (una edición benéfica para los pobres) que de alguna forma estaba relacionado con aquella casa, recordó también el árbol de Navidad del cuarto de estar, la mujer que él amaba en aquel tiempo, y las luces del árbol reflejándose como un temblor de cristal en sus ojos abiertos al coger una mandarina de una de las ramas más altas. Habían transcurrido veinte años o quizá más, cómo se fijaban en la memoria algunos detalles
VLADIMIR NABOKOV CUENTOS COMPLETOS PAG.229
Pero, cuando en cierto momento entre la medianoche y el amanecer el enano y yo
encontramos en el interior de un baúl de hierro que había bajo unos montones de sedas y rasos
verdes el legendario Libro de los reyes del sha Tahmasp y lo sacamos de allí, Negro se había
acurrucado en una alfombra roja de Usak y se había dormido con su bien formada cabeza apoyada
en un almohadón de terciopelo bordado con perlas. En cambio para mí el día acababa de comenzar
según comprendí en cuanto vi de nuevo, después de años, el legendario libro.
El libro era tan grande y pesado que entre Cezmi agá y yo sólo podíamos levantarlo a duras
penas. Al tocar el volumen que hacía veinticinco años sólo había podido mirar de lejos, noté que
las tapas, por debajo de la piel, eran de madera. Veinticinco años atrás, cuando murió el sultán
Solimán el Magnífico, el sha Tahmasp se sintió tan alegre de haberse librado de aquel soberano
que había conquistado tres veces Tabriz, que envió al sultán Selim, su sucesor, camellos cargados
de regalos, un magnífico Sagrado Corán y este libro, el mejor de su tesoro. El libro, junto con la
embajada persa formada por trescientas personas, fue primero a Edirne, donde el nuevo sultán
pasaba el invierno cazando, y cuando llegó a Estambul con el resto de los regalos a lomos de
camellos y mulas, nosotros cuatro, el Gran Ilustrador Memi el Negro y tres jóvenes maestros,
fuimos a verlo antes de que lo encerraran en el Tesoro. Aquel día, en el que fuimos corriendo a
Palacio como cuando los habitantes de Estambul van a ver un elefante traído de la India o una
jirafa que ha llegado de África, supe por el Maestro Memi el Negro que el gran maestro Behzat se
había trasladado en su vejez de Herat a Tabriz pero que no había colaborado en aquel libro porque
se había quedado ciego.
Para nosotros, ilustradores otomanos que por entonces nos quedábamos admirados con libros
mediocres que contenían siete u ocho pinturas, ver aquel libro con doscientas cincuenta enormes
ilustraciones era como pasear por un palacio magnífico mientras todos duermen. Contemplamos
sin hablar y con una sensación de silenciosa reverencia las increíblemente ricas páginas del libro
como si contempláramos el Jardín del Edén que, como resultado de un milagro, se hubiera
aparecido ante nosotros por un breve instante.
Y los siguientes veinticinco años los pasamos hablando de aquel libro encerrado en el Tesoro
ORHAN PAMUK ME LLAMO ROJO pag.229
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