ITALO CALVINO SI UNA NOCHE DE INVIERNO UN VIAJERO pag.14
Has leído ya una treintena de páginas y te estás apasionando por la peripecia. En cierto punto observas: «Pero esta frase no me suena a nueva. E incluso me parece que he leído ya todo este pasaje.» Está claro: son motivos que vuelven, el texto está tejido con estos vaivenes, que sirven para expresar la fluctuación del tiempo. Eres un lector sensible a estas finuras, tú, dispuesto a captar las intenciones del autor, nada se te escapa. Pero, al mismo tiempo, experimentas también cierta contrariedad; precisamente ahora que empezabas a interesarte de veras, el autor se cree en la obligación de alardear de uno de los consabidos virtuosismos modernos, repetir un párrafo tal cual. ¿Un párrafo, dices? Pero si es una página entera, puedes hacer la comparación, no cambia ni una coma. Y al seguir adelante, ¿qué sucede? Nada, ¡la narración se repite idéntica a las páginas que ya has leído!
Un momento, mira el número de la página. ¡Maldita sea! ¡De la página 32 has vuelto a la página 17! Lo que creías un rebuscamiento estilístico del autor no es sino un error de imprenta: han repetido dos veces las mismas páginas. Es al encuadernar el volumen cuando se ha producido el error: un libro está hecho de «cuadernillos»; cada cuadernillo es una gran hoja en la que se imprimen dieciséis páginas y se pliega en ocho; cuando se encuadernan los cuadernillos puede suceder que a un ejemplar vayan a parar dos cuadernillos iguales; es un incidente que de vez en cuando ocurre. Hojeas ansiosamente las páginas que siguen para encontrar la página 33, siempre que exista; un cuadernillo repetido sería inconveniente de poca monta; el daño irreparable es cuando el cuadernillo exacto ha desaparecido, ha acabado en otro ejemplar donde a lo mejor está duplicado aquél y falta éste. Sea como fuere, quieres reanudar el hilo de la lectura, no te importa nada más, habías llegado a un punto en el que no puedes saltar ni siquiera una página.
Ahí tienes de nuevo la página 31, 32... Y después, ¿qué viene? Todavía la página 17, ¡por tercera vez! ¿Qué clase de libro te han vendido? Han encuadernado juntos muchos ejemplares del mismo cuadernillo, no hay una sola página buena en todo el libro.
Arrojas el libro al suelo, lo tirarías por la ventana, incluso por la ventana cerrada, a través de las láminas de las persianas enrollables, que trituren sus incongruentes quinternos, que las frases las palabras los morfemas los fonemas chorreen sin poderse recomponer más en discurso; a través de los cristales, si son cristales irrompibles mejor aún, lanzar el libro reducido a fotones, vibraciones ondulatorias, espectros polarizados; a través del muro, que el libro se desmenuce en moléculas y átomos pasando entre átomo y átomo del cemento armado, descomponiéndose en electrones neutrones neutrinos partículas elementales cada vez más diminutas; a través de los cables del teléfono, que se reduzca a impulsos electrónicos, a flujo de información, sacudido por redundancias y rumores, y se degrade en una vertiginosa entropía. Quisieras arrojarlo fuera de la casa, fuera de la manzana, fuera del barrio, fuera del distrito municipal, fuera de la ciudad, fuera de la provincia, fuera de la región, fuera de la comunidad nacional, fuera del mercado común, fuera de la cultura occidental, fuera de la plataforma continental, de la atmósfera, de la biosfera, de la estratosfera, del campo gravitatorio, del sistema solar, de la galaxia, del cúmulo de galaxias, conseguir despedirlo más allá del punto donde las galaxias han llegado en su expansión, allí donde el espacio-tiempo no ha llegado aún, donde lo acogería el no-ser, incluso el no haber sido nunca ni antes ni después, a perderse en la negatividad más absoluta garantizada innegable. Lo que se merece, ni más ni menos.
Pero no: lo recoges, le quitas el polvo; debes llevárselo al librero para que te lo cambie. Sabemos que eres más bien impulsivo, pero has aprendido a controlarte. Lo que más te exaspera es encontrarte a merced de lo fortuito, de lo aleatorio, de lo probabilístico, en las cosas y en las acciones humanas, el descuido, la aproximación, la imprecisión tuya o ajena. En estos casos la pasión que te domina es la impaciencia de borrar los efectos perturbadores de esa arbitrariedad o distracción, de restablecer el curso regular de los acontecimientos. No ves llegada la hora de tener en las manos un ejemplar no defectuoso del libro que has empezado. Te precipitarías al punto a la librería, si no estuvieran cerradas las tiendas a estas horas. Tienes que esperar a mañana.
CARLOS RUIS ZAFON EL PRINCIPE DE LA NIEBLA pag.14
Max alargó la mano hacia una escoba que descansaba en la pared y se preparó para
catapultar al insecto a otra vida. «Esto es ridículo», pensó para sí mientras manejaba
con sigilo la escoba a modo de arma mortífera. Estaba empezando a calibrar el golpe
letal cuando, de pronto, el gato de Irina se abalanzó sobre el insecto y, abriendo sus
fauces de león en miniatura, engulló a la araña y la masticó con fuerza. Max soltó la
escoba y miró atónito al gato, que le devolvía una mirada malévola
YASUNARI KAWABATA - LA EXISTENCIA Y EL DESCUBRIMIENTO DE LA BELLEZA pag.14
La gente a menudo
encara la poesía que le gusta (o aun la novela), la
asimila completamente y la aprecia a su manera. De
hecho, en la apreciación de las obras literarias, es
corriente no preocuparse de la intención del autor,
el origen de la obra o los estudios y discusiones de
eruditos y críticos, o evitarlos e ignorarlos. Cuando
el autor deja de lado su pincel de escribir, la obra
ingresa al lector con vida propia. Está en manos del
lector que va a su encuentro mantenerla viva o
asesinarla y el autor no puede hacer nada al
respecto. En cuanto a la declaración de Bashõ a ese
efecto: «Cuando se retira algo de la mesa del escritor
esto se convierte en basura», el significado de esa
frase al momento de escribiría Bashõ y el que yo le
he dado al citarla aquí difieren considerablemente.
Por cierto que Bashõ no fue a Õmi en tren,
pero parece que este poema no fue escrito cuando
se dirigió a Õmi caminando por la vieja carretera de
Tokaido sino más bien cuando llegó a Õtsu en Õmi
desde Iga. En La capa pluvial de paja del mono hay un
kotobagaki (prefacio en prosa) al poema en chino:
«mirando las aguas del lago (Biwa) y lamentando la
partida de la primavera.
MARKUS ZUSAK LA LADRONA DE LIBROS pag.24
Tuve ganas de decirle: «Lo siento, pequeña».
Pero no está permitido.
No me agaché. No dije nada.
Me quedé mirándola un rato y, cuando se
movió, la seguí.
Soltó el libro.
Se arrodilló.
La ladrona de libros se puso a gritar.
Cuando empezó la limpieza, su libro recibió
varias pisotadas y, aunque sólo tenían orden de
despejar el cemento de las calles, el objeto más
preciado de la niña también acabó en el camión
de la basura. Entonces me vi obligada a
reaccionar. Subí al vehículo y lo cogí, sin ser
consciente de que me lo quedaría y lo estudiaría
miles de veces a lo largo de los años. Buscaría
los lugares en que nuestros caminos se habían
cruzado y me maravillaría todo lo que la niña
había visto y cómo había conseguido sobrevivir.
Es lo único que puedo hacer: descubrir que ese
relato se ajusta al resto de lo que presencié en esa
época.
Cuando la recuerdo, veo una larga lista de
colores, aunque hay tres que resuenan en mi
memoria por encima de todos los demás:
~LOS COLORES~ BLANCO ROJO Y NEGRO
BANDERA DE EGIPTO
ENRIQUE VILA MATAS BARTBELY i COMPAÑIA pag.14
Platón ofrece un testimonio más que inquietante en El
banquete acerca del carácter delirante y alucinado de
Sócrates: «A mitad del camino, Sócrates se quedó atrás,
estaba totalmente ensimismado. Me detuve para
esperarlo, pero él me dijo que siguiera avanzando
(...). No —les dije a los demás—, dejadlo, le ocurre
muy a menudo, de pronto se para allí donde se
encuentra. Percibí —dijo de pronto Sócrates— esa señal
divina que me resulta familiar y cuya aparición siempre
me paraliza en el momento de actuar (...). El dios que
me gobierna no me ha permitido hablarte de ello hasta
ahora, y esperaba su permiso.»
«Me habitué a la alucinación simple», podría haber
escrito también Sócrates de no ser porque él jamás
escribió una sola línea, sus excursiones mentales de
carácter alucinado pudieron tener mucho que ver con su
rechazo de la escritura. Y es que a nadie le puede
resultar grato dedicarse a inventariar por escrito las
alucinaciones propias. Rimbaud sí que lo hizo, pero
después de dos libros se cansó, tal vez porque intuyó
que iba a llevar muy mala vida si se dedicaba todo el
rato a registrar, una tras otra, sus infatigables
visiones; tal vez Rimbaud había oído hablar de ese
cuento de Asselineau, El infierno del músico, donde se
narra el caso de alucinación terrible que sufre un
compositor condenado a oír simultáneamente todas sus
composiciones ejecutadas, bien o mal, en todos los pianos del mundo.
GOOD MORNING
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