Escape. Robert Graves (1895-1985)
Pero estuve muerto, una hora o más:
desperté cuando ya había pasado las puertas
que guarda el Cancerbero, a medio camino
del Leteo, como anunciaba un antiguo hito griego.
Sobre mí, en mi camilla de aquí para allá,
vi estrellas nuevas en el subterráneo cielo,
una Cruz, una Rosa en Flor, una Jaula con Barrotes
y una Flecha con púas, penígera de magníficas estrellas.
Percibí que los humos del olvido
ascendían por mi nariz: ¡oh! el Cielo bendiga a
la Augusta Perséfone, quien me vio despertar
e inclinada sobre mí, en nombre de Henna,
despejó mi pobre mente confundida y me envió de nuevo,
sin aliento, con el corazón desbocado, por aquel camino.
Tras de mí rugían y berreaban furiosas huestes
de demonios, héroes y fantasmagóricos policías.
“¡Vida, vida! No puedo estar muerto, no quiero estar muerto:
me parta un rayo si por alguien muero”, dije…
Ya el Cancerbero se alza y sonríe sobre mí;
porta tres cabezas de león y lince y cerdo.
“¡Rápido, un revólver! Pero mi pistolete ya no está,
lo robaron… no tengo granadas… ni cuchillo (la turba embiste,
brama, arroja piedras)… ni siquiera un pan con miel…
nada… lindo Cancerbero… lindo perro… ¡quieto!
¡sentado!... una idea brillante y genial… creo que
todavía tengo algo de morfina que compré de licencia”.
Y así, con cuidado, atiborro las fauces del Cancerbero
de galletas del ejército untadas de jalea;
Y el sueño empieza a merodear en la voluptuosa ciruela
y la manzana. Él muerde, traga, se entiesa, parece luchar
contra aquella amapola poderosa… luego un ronquido,
un desplome; la bestia cierra el corredor
con aquella monstruosa y peluda zalea, roja y parda…
demasiado tarde: ya salí corriendo.
¡Oh, Vida! ¡Oh, Sol!
desperté cuando ya había pasado las puertas
que guarda el Cancerbero, a medio camino
del Leteo, como anunciaba un antiguo hito griego.
Sobre mí, en mi camilla de aquí para allá,
vi estrellas nuevas en el subterráneo cielo,
una Cruz, una Rosa en Flor, una Jaula con Barrotes
y una Flecha con púas, penígera de magníficas estrellas.
Percibí que los humos del olvido
ascendían por mi nariz: ¡oh! el Cielo bendiga a
la Augusta Perséfone, quien me vio despertar
e inclinada sobre mí, en nombre de Henna,
despejó mi pobre mente confundida y me envió de nuevo,
sin aliento, con el corazón desbocado, por aquel camino.
Tras de mí rugían y berreaban furiosas huestes
de demonios, héroes y fantasmagóricos policías.
“¡Vida, vida! No puedo estar muerto, no quiero estar muerto:
me parta un rayo si por alguien muero”, dije…
Ya el Cancerbero se alza y sonríe sobre mí;
porta tres cabezas de león y lince y cerdo.
“¡Rápido, un revólver! Pero mi pistolete ya no está,
lo robaron… no tengo granadas… ni cuchillo (la turba embiste,
brama, arroja piedras)… ni siquiera un pan con miel…
nada… lindo Cancerbero… lindo perro… ¡quieto!
¡sentado!... una idea brillante y genial… creo que
todavía tengo algo de morfina que compré de licencia”.
Y así, con cuidado, atiborro las fauces del Cancerbero
de galletas del ejército untadas de jalea;
Y el sueño empieza a merodear en la voluptuosa ciruela
y la manzana. Él muerde, traga, se entiesa, parece luchar
contra aquella amapola poderosa… luego un ronquido,
un desplome; la bestia cierra el corredor
con aquella monstruosa y peluda zalea, roja y parda…
demasiado tarde: ya salí corriendo.
¡Oh, Vida! ¡Oh, Sol!
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