Vladimir Nabokov Desesperacion pag.211.
Yo suelo decir que de guerras tenemos ya el cupo completo...Usted tiene sus defectos y yo los mios.Igual ocurre con nuestras respectivas patrias.Hay que defenderse de la politica.Sucedió que usted no comprendio de que hablabamos.Me habia limitado a preguntarle qué opina de ese crimen...-¿De que crimen?-inquirí entre sollozo y sollozo.Un asunto repugnante:uno que cambió sus ropas con otro hombre y le mató.
Anatole France El figon de la reina Patoja pag.211.
Esas nubes,esos blancos vapores,esas ráfagas,esas ondas azules,esas islas movibles de púrpura y de oro que se ciernen sobre nuestras cabezas,son la morada de pueblos adorables.Se les llama silfosy salamandras.Son criaturas infinitamente amables y hermosas
James Joyce Ulises pag.211
Cuentan la historia,de que dos borrachos vinieron aquí un atardecer con niebla buscando la tumba de un amigo de ellos.Después de andar tropezando por ahí en la niebla encontraron la tumba,claro que si.Uno de los borrachos fué leyendo el nombre.El otro boracho estaba mirando una estatua del Salvador que habia hecho poner la viuda.Despues de mucho mirar a la figura sagrada dice:No se parece a él ni pizca,Ese no es Mulcahy,dice,lo haya hecho quien lo haya hecho.
André Malraux La condición humana pag.211.
La confidencia no era sorprendente:no era una confidencia ,era una venganza.Seguramente,relataba aquella historia-o se la relataba-cada vez que podia matar,como si aquel relato hubiera podido arañar,hasta hacer sangre,en la humillación sin limites que le torturaba.
Antonio Gala El manuscrito carmesi pag.211
—Buscas una salida que no existe, Boabdil. Te conozco. Intentas salir por una puerta
que está sólo pintada en la pared. —Ante sus ojos, me sentí transparente.Recapacita. ¿A
quién nos encomiendas a nosotras, a tus hijos, a esta ciudad, a este pueblo? A mal recaudo
nos dejas: si tu desapareces, el que no muera será esclavo. Para las grandes ocasiones son
los grandes consejos.
—No te comprendo.
—Sí me comprendes —sus ojos chispeaban.
—Mejor es morir de una vez que, vivo, morir muchas.
—Siempre que murieras tú sólo y se salvasen los demás. ¿Hasta para morir vas a ser
egoísta? Despierta. ¿De qué va a servirnos tu muerte, Boabdil?
Su barbilla, no del todo desprovista de vello, temblaba no sé si de dolor o de ira. Una
vez más comprobé que mi madre nunca estaría de acuerdo con nada que yo hiciese.
—Déjame —dije librándome de ella—. Los soldados me esperan.
Jhon Kennedy Toole La conjura de los necios pag.211
—Eres un animal.
—Sin embargo, para ahorrarte la angustia de esperar a que esta falange de luminarias legales llegue a esa telaraña de apartamento en que vives, aceptaré un arreglo ahora mismo, si quieres. Cinco o seis dólares serían suficiente.
—Este jersey cuesta cuarenta dólares —dijo el joven; examinó la parte rota que había desgarrado el sable—. ¿Estás dispuesto a pagarlos?
—Desde luego que no. Nunca tengas altercados con indigentes.
—Puedo demandarte.
—Quizá debiéramos abandonar ambos la idea de recurrir a la ley. Para un acontecimiento tan poco auspicioso como un juicio, probablemente te dejarías arrastrar por el entusiasmo y aparecerías con tiara y traje de noche. Un juez viejo podría sentirse muy desconcertado. Probablemente nos considerasen a los dos culpables de algún delito inventado.
—Bestia repugnante.
—¿Por qué no te largas y te entregas a alguna diversión dudosa que te atraiga? —Ignatius eructó—. Mira, fíjate en ese marinero que va por la Calle Chartres. Parece muy solo.
El joven miró hacia el extremo de la calleja que daba a la Calle Chartres.
—Oh, ése —dijo—. Pero si ése es Timmy.
—¿Timmy? —preguntó furioso Ignatiut—. ¿Le conoces?
—Pues claro —dijo el joven con voz hastiada—. Es uno de mis amigos más queridos y de los más antiguos. Pero no es marinero.
—¿Qué? —atronó Ignatius—. ¿Quieres decir que está fingiéndose miembro de las fuerzas armadas del país?
—Uy, se finge muchas cosas más, si vieras.
Mujica Lainez El unicornio pag.211.
—¿Para qué irnos, sire Aiol? ¿Para qué dejar el Paraíso? Aquí concluye el camino del
Unicornio. Tenemos cuanto necesitamos.
Y hundía las manos en los tesoros esparcidos, en los collares, en las ajorcas. Con los
pies, en cada uno de cuyos dedos pintados titilaba una sortija, empujaba los terciopelos
crujientes, como si los hundiera en el agua multicolor.
—En cambio yo —agregó— he encontrado algo para ti.
Se incorporó, como una serpiente, como una cobra, y su cabeza osciló sobre la confusión
que saliera de las arcas. Con ambas manos, cogió un trozo de hierro, terminado en un
rejón, del cual colgaba un rugoso pergamino, y leyó:
—Santa Lanza de Nuestro Señor, desenterrada por el desdichado Barthélemy en San
Pedro de Antioquia. Proviene de la capilla de Raimundo de Tolosa.
Oberón había cumplido por tercera vez. «Me tapé la cara con la diestra y, a través de las
falanges, vi cómo estiraba Aiol las manos, cómo las crispaba su súplica.
—Se ha realizado el milagro —dijo—, que me anunció Ahasvérus. Gracias, Dios mío.
De hinojos recibió la moharra oxidada. Oraba silenciosamente. Pascua se había puesto de
pie, y con ello se advirtió que había ajustado a su cintura, por detrás, una larga pieza de
damasco azul, verde y áurea, de modo que parecía un fabuloso pavo real blanco que
prolongaba su cuerpo en la cola policromada de sus hermanos resplandecientes.
—A cambio de mi regalo, me besarás, Aiol.
El muchacho retrocedió, con el hierro asido, hasta la terraza sagrada del Deir. Ella lo
siguió, ondulando. Abría los brazos y sus pechos se erguían como pequeños yelmos.
—Bésame, sire Aiol.
Andaban los murciélagos en la tiniebla, y yo entre ellos, como un murciélago más. Me
latía el corazón en delirio. Aiol vacilaba ahora en el borde de la ancha explanada que
acechaban las fauces de los despeñaderos. Pascua continuó avanzando, imagen postrera
del Amor obstinado, de la Sensualidad vigilante, del Mundo hostigador, cobra y pavo real,
Azelaís, Seramunda, Sibila, Pascua de Riveri, Aymé de Castel-Roussillon, imagen posible
de mí misma, de Melusina-Melusín, del hada-doncel engendrada por Eros.
Aiol hizo la señal de la cruz, se abrazó a la Lanza y saltó al vacío. Sumóse, a los gemidos
frenéticos de la patriarquesa cuya desnudez iluminó como un fanal, el parapeto, el tenue
piar desconsolado del mirlo etíope. Me zambullí en la noche, en las rocas, en el secreto
de la muerte. Aiol yacía, en lo hondo del pedregal, con la Lanza clavada en el costado.
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