II
Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.36
Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.
Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.
La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.
Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.
Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.
—¡Oh! —exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.
—¡Diosa Suprema, salvadnos!...— dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita—: ¡Salvadnos!... Vuestros humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... os hemos encontrado, Diosa Soberana!... Os rogamos que nos salvéis de la muerte... y nos deis el remedio que... que procura la inmortalidad...
XUN LU-Narrativa pag.183
Otoko había guardado varios bocetos de su bebé muerto. Pasaban los años, pero ella mantenía su intención de utilizarlos para un cuadro que se intitularía Ascensión de un infante. Había hojeado muchos libros de arte occidental en busca de cuadros de querubines y del Niño Jesús, pero aquella rolliza lozanía parecía poco apropiada para su dolor. Había varios célebres cuadros japoneses antiguos de San Kobo de niño, que la habían conmovido por su graciosa expresión de emoción contenida. Pero el santo no era un infante ni ascendía al cielo. No era que Otoko quisiera mostrar la ascensión como tal, sólo pretendía sugerir la sensación espiritual. ¿Pero llegaría a hacerlo algún día?
Ahora que Keiko le pedía que la pintara, Otoko pensaba en sus antiguos bocetos para La ascensión de un infante. Quizá pudiera retratar a Keiko a la manera de los cuadros del niño santo. Sería un Retrato de una virgen en el más puro estilo clásico. A pesar de tratarse de obras de arte religioso, algunos retratos de santos tenían una seducción indescriptible.
–Keiko, he decidido pintarte y he pensado en una composición. Estará dentro de la tradición budista, de modo que no quiero ninguna pose inadecuada.
–¿Budista? –exclamó Keiko incómoda–. No estoy segura de que me guste la idea.
–Por lo menos déjame probar. Los cuadros budistas suelen ser muy bellos... y podría intitularlo Muchacha abstraccionista.
–Té estás burlando de mí.
–Hablo en serio. Lo comenzaré no bien termine con la plantación de té.
Otoko se volvió para mirar la pared del estudio. Sobre los cuadros de la plantación de té pendía el retrato de su madre, pintado por ella. Sus ojos se detuvieron en ese cuadro. La madre lucía joven y bella en él, más joven que la propia Otoko. Quizá fuera el reflejo de su edad –treinta y uno o treinta y dos años– en el momento en que había pintado el retrato. O quizás hubiera surgido simplemente así.
Al verlo por primera vez, Keiko había dicho:
–Adorable. Parece un autorretrato.
¿Sería realmente así?, se preguntó Otoko.
YASUNARI KAWABATA- LO BELLO Y LO TRISTE 140 183-140=43
Acepto que nunca ha estado claro cómo, cuándo ni por qué el Sabio Señor nació del tiempo infinito, que no puede ser comprendido en sí mismo, puesto que lo infinito es, por definición, no sólo aquello que no es todavía, sino lo que no será nunca todavía. Pero hasta que conocí a los budistas, no creía posible que pudiera existir una religión, una filosofía, o una visión del mundo de cierta complejidad, sin alguna teoría de la creación, por imprecisa que fuera. Por ahí teníamos una secta, una orden, una religión que había cautivado la imaginación de dos poderosos reyes y de muchos hombres sabios, sin ocuparse nunca seriamente de la única pregunta esencial: ¿cómo empezó el cosmos?
Y lo que era peor: los budistas consideraban a todos los dioses con el mismo amable desdén de los atenienses educados. Pero los atenienses temen ser perseguidos por la opinión pública, en tanto que los budistas son indiferentes a las supersticiones de los brahmanes. Ni siquiera se preocupan por convertir a los dioses en demonios, como hacia Zoroastro. Los budistas aceptan el mundo tal como es, y tratan de eliminarlo.
Y mientras tanto, en el ahora y aquí, sugieren que probablemente lo mejor para el budista laico y corriente sea ser amistoso, alegre, compasivo y sereno. En cambio, los miembros de la orden no sólo deben abandonar las penas de este mundo, sino también sus alegrías.
—Después de estudiar los cadáveres en descomposición, recuerdo a los novicios hasta qué punto es desagradable el cuerpo viviente. Como muchos de ellos son jóvenes, se sienten atraídos por las mujeres, lo cual, naturalmente, los apega a la cadena del ser. Entonces les explico que el cuerpo de la mujer más hermosa es como una herida, con nueve aberturas repulsivas, y que está cubierto en toda su superficie por una piel viscosa que...
—Aunque mi cerebro es lento, he comprendido el concepto —dije, igualando un poco nuestra puntuación.
—Querido, si es así, estás haciendo girar por tu propio esfuerzo la rueda de la doctrina. ¡Qué inteligente es este hijo! —Sariputra miró al príncipe Jeta. Aunque la cara del monje sonreía, sus ojos eran duros y fijos como los de un loro. Era un personaje desconcertante.
—Creo —dijo el príncipe Jeta— que ha llegado el momento de que nuestro amigo conozca al Buda.
—¿Por qué no?
Demócrito quiere saber exactamente quién era el Buda y de dónde venia. Probablemente sea imposible responder a la primera pregunta. Muchas veces traté de averiguarlo cuando estaba en la India, y recibí una increíble variedad de respuestas. Los indios no tienen nuestro interés por los hechos; su sentido del tiempo es diferente, y su idea de la realidad se basa en el profundo sentimiento de que el mundo no importa porque consiste únicamente en materia cambiante. Creen que están soñando.
GORE VIDAL CREACION 183
Ya centelleaban
las primeras estrellas plateadas, eran las estrellas del
Emperador; todas las que resplandecían hoy en el ciclo eran
sus estrellas; suyos eran también los boletines que, pegados
en las paredes, todavía húmedos, anunciaban el triunfo del
Emperador sobre todo el mundo.
Angelina caminaba apresurada en dirección al palacio.
Había que andar un buen trecho desde la iglesia de San
Julián hasta el Elíseo, pero ella lo hizo rápidamente, con el
corazón henchido de alegría; parecíale que la calle iba a su
encuentro.
El júbilo ruidoso de los grupos que se reunían frente
alas hojas pegadas en los muros, vitoreando el triunfo del
Emperador, daba alas a sus pies. Creíase transportada por las
aclamaciones del pueblo y avanzaba dichosa en la certeza de
que su oración había ayudado al Emperador.
¡Ah! ella ignoraba que él, a aquella misma hora, vagaba
desdichado y desconsolado, humillado y todavía grande
entre los restos de su último gran ejercito. Era la hora en que
París se regocijaba por la victoria. Pero en el campo de
batalla de Waterloo, gemían los moribundos, aullaban los
heridos y huían los derrotados
ROTH,JOSEPH- LOS CIEN DIAS pAG 183
.
«Te voy a explicar por qué subí allá arriba.
No te rías. Para escapar del bien y del mal.» Él no se rió. «¿Tú opinas que las montañas están
por encima de la moral?», preguntó él gravemente. «Esto es lo que yo aprendí en la revolución
—prosiguió ella—. Esta cosa: la información quedó abolida en un momento del siglo veinte, no
puedo decir cuándo exactamente; y es natural, porque eso forma parte de la información que
fue abli, a-bo-lida. Desde entonces, vivimos en un cuento de hadas. ¿Me sigues? Todo sucede
por arte de magia. Nosotras, las hadas, no tenemos ni puta idea de lo que pasa. Entonces,
¿cómo vamos a saber si está bien o mal? Ni siquiera sabemos lo que es. De manera que yo
pensé o puedes romperte el corazón tratando de esclarecerlo o puedes ir a sentarte en una
montaña, porque es ahí a donde se ha ido toda la verdad; lo creas o no, se levantó y se largó de
estas ciudades en las que hasta lo que tenemos debajo de los pies es artificial, mentira, y se
escondió allá arriba, en el aire transparente, hasta donde los embusteros no se atreven a
perseguirla, por miedo a que les estalle el cerebro. Está allá arriba. Yo subí. Pregúntame.» Se
quedó dormida; él la llevó a la cama.
Cuando le llegó la noticia de la muerte de Gibreel en la catástrofe aérea, ella se
atormentaba inventándolo, es decir, especulando acerca del amante perdido. Él era el primero
con el que ella dormía desde hacía cinco años, que no era cifra pequeña en su vida. Allie se
apartó de la sexualidad porque su instinto le hizo comprender que, de lo contrario, podía ser
absorbida; que para ella ésta era y sería siempre una cuestión importante, todo un oscuro
continente del que había qué trazar los mapas, y ella no estaba dispuesta a ir por ese camino, a
ser explorador, a dibujar esas costas. Pero no había podido dejar de sentirse disminuida por su
ignorancia del Amor, de lo que debía de ser sentirse totalmente poseído por aquel djinn típico y
capitalizado, el anhelo de, la indefinición de los límites del ser, la gran apertura, desde la nuez
hasta el pubis: sólo palabras, porque ella no sabía lo que era eso. Supongamos que él hubiera
llegado hasta mí, soñaba. Yo habría podido descubrirlo paso a paso, trepar hasta su cima. Ya
que mis pies de huesos frágiles me privan de la montaña, yo habría buscado mi montaña en él:
establecido campamentos base, trazado rutas, salvado cascadas de hielo, grietas, corredores.
Habría hecho el asalto a la cumbre y visto bailar a los ángeles. Pero, ay, él está muerto y en el
fondo del mar. Y entonces lo encontró. Y tal vez también él la había inventado a ella un poco,
inventado a alguien cuyo amor mereciera que uno abandonase su antigua vida. Nada
extraordinario en eso. Ocurre con frecuencia, y allá van los dos inventores matando cantos
vivos, ajustando sus inventos, amoldando la imaginación a la realidad, aprendiendo a convivir:
o no. Unas veces resulta, y otras, no. Pero suponer que Gibreel Farishta y Alleluia Cone
hubieran podido seguir un camino tan trillado, es cometer el error de creer que sus relaciones
eran comunes y corrientes. Y no lo eran. Ni por asomo. Eran unas relaciones con graves
deficiencias. («La ciudad moderna — Otto Cone aburría a su familia en la mesa con su tópico
favorito— es el locus classicus de realidades incompatibles. Vidas que no tienen por qué
mezclarse se sientan de lado en el ómnibus. Un universo, en un paso cebra, es iluminado un
momento, y parpadea como un conejo, por los faros de un vehículo motor en el que se
encuentra un continuum completamente extraño y contradictorio. Y, si todo para en esto, si sólo
se cruzan en la noche, se rozan en una estación del Metro, se saludan con un sombrerazo en el
pasillo de un hotel, menos mal. Pero ¡ay si se mezclan! Entonces es uranio y plutonio, cada uno
descompone al otro, y boom.» «Si bien se mira, cariño —dijo Alicja secamente—, a menudo
yo misma me siento un poco incompatible.»)
SALMAN RUSHDIE LOS VERSOS SATANICOS pag 183
Las palomas descubrieron aquel hueco que en un breve plazo de
tiempo había creado un olor triste, viejo y pesado. Apilando sus
infinitos excrementos en los alféizares, en los canalones que se
rompían, en los salientes de cemento, en los codos de los desagües,
lugares todos inalcanzables para la mano humana y a los que, con el
tiempo, se desistió de alcanzar, crearon rincones aptos para sus
olores, su comodidad y su población iba continuamente en aumento.
En ocasiones se les unían insolentes gaviotas, a las que se puede
considerar no sólo heraldos de desastres meteorológicos sino también
de otros males menos definidos, y negras cornejas perdidas a
medianoche que se golpeaban contra las ventanas ciegas del oscuro
pozo sin fondo... En el suelo de la oscuridad, al que se llegaba
cruzando agachado la pequeña puerta de hierro del piso de techo
bajo y asfixiante del portero, que recordaba la entrada de una
estrecha celda (y que crujía como la puerta de una mazmorra), se
podían encontrar a veces los restos de esas criaturas aladas roídos
por las ratas. En aquel lugar asqueroso, cubierto por una suciedad a
la que ni siquiera se podría llamar estiércol, se podían encontrar otras
cosas: cáscaras de huevo de paloma que las ratas, que subían hasta
los pisos superiores por las cañerías, habían robado de los nidos y
habían arrojado allí, desdichados tenedores y cuchillos y calcetines
sueltos que habían caído al pardo vacío desde el interior de manteles
estampados de flores y sábanas somnolientas, trapos para el polvo,
colillas, trozos de vidrio, bombillas y espejos rotos, oxidados muelles
de somier, muñecas rosadas sin brazos ni esperanza pero que aún
abrían y cerraban testarudamente sus ojos de pestañas de plástico,
hojas cuidadosamente rasgadas en trozos pequeños de ciertos
periódicos y revistas sospechosos, pelotas deshinchadas, sucios
calzoncillos de niño, terribles fotografías hechas pedazos...
De vez en cuando el portero paseaba piso por piso uno de esos
objetos sosteniéndolo con asco por un extremo, como si fuera un
delincuente a quien hay que identificar, pero ninguno de los
habitantes del edificio asumía la propiedad de aquellos sospechosos
objetos que el día menos esperado regresaban a sus puertas desde
el fango del otro mundo. «No es nuestro —decían—. ¿Se ha caído ahí?.
ORHAM PAMUK EL LIBRO NEGRO PAG.183
No sé si en secreto Aceituna permanecería aún más vinculado de lo que parecía al estilo de Herat,
que había pasado a él a través de Siyavus, el maestro de su padre, y de Muzaffer, el maestro de
éste, y a la época en la que vivió Behzat y a los antiguos maestros, pero siempre me ha hecho
pensar si no habría en él otras cosas ocultas. De todos mis ilustradores, él es el más silencioso, el
más sensible, el más culpable, el más traidor y el más retorcido (dije todo aquello tal y como lo
sentía). Cuando el Comandante de la Guardia mencionó la tortura él fue quien primero se me vino
a la cabeza (quería tanto que lo torturaran como que no lo hicieran). Tiene unos ojos vivísimos:
todo lo ve, de todo se da cuenta, incluso de mis defectos; pero raras veces, con la prudencia de un
desterrado capaz de adaptarse a todo, abre la boca para señalar nuestros errores. Es retorcido, sí,
pero no creo que sea un asesino (eso no fui capaz de decírselo a Negro). Porque no cree en nada.
Ni siquiera cree en el dinero, aunque lo acumule como un cobarde. En cambio, al contrario de lo
que se piensa, los asesinos no surgen de entre los descreídos, sino de entre los que creen
demasiado. La ilustración es una puerta que conduce a la pintura y la pintura, Dios nos libre, lleva
a desafiar a Dios; eso lo sabe todo el mundo. Aceituna es un auténtico pintor a causa precisamente
de la falta de fe entendida así. Pero ahora pienso que sus aptitudes son inferiores a las de Mariposa
e incluso a las de Cigüeña. Me habría gustado que fuera mi hijo. Diciendo esto último quise
provocar los celos de Negro, pero se limitó a abrir sus ojos oscuros y a lanzarme una mirada
infantil. Entonces le dije que Aceituna era maravilloso cuando trabajaba con tinta negra dibujando
para álbumes guerreros solitarios, escenas de caza, paisajes con cigüeñas y garzas como los chinos,
apuestos muchachos que tocaban el laúd y recitaban poesías al pie de un árbol, pintando la tristeza
de amantes legendarios, la ira de un sha armado con su espada, o el temor en el rostro del héroe al
esquivar el ataque de un dragón.
ORHAM PAMUK ME LLAMO ROJO pag.183
SURA XXIX
LA ARAÑA 1[L1]
Dado en la Meca. ‑ 69 versículos
En nombre del Dios clemente y misericordioso
1. ELIF. LAM. MIM.2[L2] . ¿Se figuran los hombres que les dejarán tranquilos con tal que digan: Creemos, y que no se les pondrá a prueba?
2. Hemos puesto a prueba a los que les han precedido, y en verdad, Dios conoce perfectamente a los que dicen la verdad y a los que mienten.
3. ¿Creen los que cometen iniquidades que nos ganarán en rapidez y que escaparán al castigo? ¡Cuán mal juzgan!
4. El término fijado vendrá para los que esperan comparecer algún día ante Dios. Él lo sabe y lo oye todo.
5. Todo el que hace esfuerzos, los hace por su propio bien, pues Dios puede pasar sin todo lo de este mundo.
MAHOMA EL CORAN pag.183
Me puse, pues, a la cola del control de policía y al llegar mi turno coloqué la bolsa de viaje en la cinta transportadora. Entonces, justo en el instante en el que entraba en la boca del túnel, me di cuenta del disparate que acababa de hacer. Quizá me preguntaran qué rayos era aquello cuya textura se parecía tanto a la de la pólvora, y yo tendría que responder, delante de todo el mundo, que las cenizas de mis padres. Estuve a punto de meter la mano para intentar recuperar la bolsa, pero me pareció que resultaría más sospechoso, de modo que pasé por debajo del arco de seguridad intentando mantener la compostura. Siempre había tenido la fantasía de que un día me detendrían en uno de esos controles, pues soy un culpable nato. De hecho, me parecía mentira que después de haber viajado tanto aún no me hubieran descubierto nada sospechoso en las aduanas. Pero todo llega: cuando mi maleta y yo alcanzamos el otro lado, el guardia que se encontraba frente al monitor me preguntó qué contenían aquellas raras bolsas y me pidió que se las mostrara. Blanco como la pared comencé a abrir el maletín de viaje mientras pronunciaba en voz baja la palabra cenizas.
—¿Cómo dice?
—Cenizas, las cenizas de mis padres —añadí sacando las bolsas de El Corte Inglés.
—Restos humanos —tradujo el guardia llamando la atención de un superior que se encontraba muy cerca de nosotros y de los otros viajeros, que empezaron a moverse despacio, a ver en qué terminaba aquello. Me dirigí al superior educadamente y le dije que se trataba de las cenizas de mi padre y de mi madre, cuyo deseo era que se esparcieran en el Mediterráneo. El superior me miró con desconfianza y habló con alguien a través de una especie de móvil. En seguida apareció un guardia civil. Le repetí lo mismo, en voz baja, para no dar ninguna satisfacción a los curiosos. El guardia civil sospechaba de mí.
—¿Y dice que son los restos humanos de su padre y de su madre?
Me di cuenta de que utilizaban la expresión «restos humanos», en vez de cenizas, de un lado para asustarme y, de otro, para justificar el interrogatorio. Respondí que sí, que eran las cenizas de ambos, dándole el gusto de que en mi propia voz pareciera una excentricidad. Finalmente me dijo que esperara, pues tenía que consultar a un superior jerárquico. Yo estaba a punto de derrumbarme por la vergüenza y por el susto, no sé qué sentimiento dominaba sobre el otro. Me veía durmiendo en la comisaría. Mientras esperaba, atravesó el arco de seguridad un escritor al que detesto, pero con el que mantengo unas relaciones educadas. Me preguntó si tenía algún problema, por si necesitaba que me echara una mano, y le dije que no, que estaba a punto de arreglarse todo. Mientras se alejaba, lo vi hablar con uno de los curiosos, que sin duda le estaba contando que me habían sorprendido en el control con restos humanos.
Llegó un guardia civil con más galones, o con más estrellas, no recuerdo, y volví a explicarle la historia. Esta vez añadí que en realidad iba a dar una
conferencia a la Universidad de Valencia, pero que como tenía pendiente la tarea de arrojar las cenizas al mar, había decidido llevarlas para matar dos pájaros de un tiro. Habría sido preferible que me saliera otra expresión, pero me salió la de matar dos pájaros de un tiro, que en presencia de aquellos restos humanos envueltos en bolsas de El Corte Inglés sonaba algo siniestra. Al guardia civil no le impresionó el hecho de que yo fuera conferenciante, de modo que ignoró esa parte de la información y me preguntó por los papeles.
—¿Qué papeles? —dije yo.
—Los de los restos humanos. En el cementerio le darían una documentación.
Reconocí que me habían dado una documentación, en efecto, pero que no se me había ocurrido que fuera necesaria.
—Pues lo es —dijo—. Me temo que vamos a tener que tomarle los datos y retener los restos humanos hasta que demuestre su procedencia.
Las cenizas de mis padres quedaron requisadas en la comisaría del aeropuerto, donde antes de dejarme ir comprobaron que no era un psicópata en busca y captura. Naturalmente, suspendí el viaje a Valencia y regresé a casa pálido. Dije que me había sentido mal en el aeropuerto y me metí en la cama, donde permanecí tres días con sus noches. Al tercero, me resucitó una llamada de la comisaría. Querían saber cuándo pensaba recoger aquellos «restos humanos», de modo que me puse a buscar los papeles de las cenizas y di milagrosamente con ellos entre las páginas de un cuaderno donde había tomado apuntes para un cuento, quizá una novela corta, que no llegué a escribir y que contaba la historia de un libro que había nacido sin palabras, un libro mudo. El asunto era grave si pensamos que se trataba de un manual de gramática. Los padres de este libro, una gramática macho y otra hembra
JUAN JOSE MILLAS EL MUNDO 121 183-121=62