sábado, enero 19, 2008

EL LIBRO DEL CORDERO

Capítulo VI------------EL RUEDO-----------------pag.306

(1) ¿Conocéis al

señor de la Musardiére?

—No, señor; al menos que yo sepa —respondió Coquebert.

—Sabed, pues —replicó mi buen maestro—, que era muy aficionado a

las mujeres.

—Por ahí —dijo el cura— es por donde agarra el diablo. Pero ¿adonde

vais a parar, hijo mío?

—Ya lo veréis bien pronto —dijo mi buen maestro—. El señor de la

Musardiére dio cita a una doncella en un establo. Ella acudió a la cita y él

consintió que saliera de allí como había entrado. ¿Sabéis por qué?

—Lo ignoro —dijo el cura—; pero dejémosle.

—De ningún modo —replicó el abate—. Sabed que se abstuvo de

gozarla por temor a engendrar un caballo y verse procesado por este

motivo.

—¡Ah! —dijo el barbero—. Más fácil era que engendrase un asno.

—Sin duda —dijo el cura—. Pero esto no nos conduce hacia la senda

del Paraíso. Convendría tomar otra dirección. Señor abate, hace un

momento eran vuestras reflexiones más edificantes.

En lugar de responder, mi buen maestro se puso a cantar con voz firme:

Pour mettre en gout le roi Louison

on a pris quinze mirlitons

landerinette,

qui tous le balai ont roti,

landerinette.

—Si queréis cantar, hijo mío —dijo el cura—, escoged con preferencia

un villancico borgoñón. De ese modo regocijaréis vuestra alma,

santificándola.

—Con mucho gusto —respondió mi buen maestro—. Los hay de Guy

Barozai, que considero, a pesar de su rusticidad aparente, más finos que el

diamante y más preciosos que el oro. Este, por ejemplo:

Lor qu'au lai saison qu'ai jaule

au monde Jesu-chri vin

l'ane et le beu l'echaufin

de le leu soffle dans l'etaule.

Que d'ane et de beu je sai,

dans ce royaume de Gaule,

que d'ane et de beu je sai

qui n'en arein pos tan fai.

El cirujano, su mujer y el cura repitieron a coro:

Que d'ane et de beu je sai,

couver de pane et de moire,

que d'ane et de beu je sai

qui n'en arein pos tan fai.

Luego prosiguió mi buen maestro con voz más débil:

Mais le pu beo de l'histoire

ce fut que l'ane le beu

ainsin pas ire to deu

la nuit sans manger no boire

que d'ane et de beu je sai

dans ce royaume de Gaule

que d'ane et de beu je sai

qui n'en arein pos tan fai.

Después dejó caer la cabeza sobre la almohada, como aletargado, y no

cantó más.

—Es admirable a ratos este cristiano —nos dijo el señor cura— , y no

hace mucho me edificaba con hermosas sentencias. Pero no deja de

inquietarme, porque todo depende del fin, y no sabemos lo que le quedará

todavía en el saco. Dios, en su bondad, quiere que un solo instante nos

redima. De manera que la salvación depende sólo del último instante, y el

resto de la vida no es nada. Este me hace temblar por este enfermo, a quien

los ángeles y los demonios se disputan furiosamente. Pero no hay que

desesperar de la misericordia divina.


 

(2) Hay que darle de comer con la cuchara

primero. Como la de un niño su mano. Como era

la de Milly. Sensitiva. Calculando cómo soy,

seguramente, por mi mano. ¿Tendrá nombre? El

camión. Conserva su bastón lejos de las patas

del caballo animal cansado que se hace su

sueñecito. Está bien. Paso libre. Detrás un toro,

delante un caballo.

—Gracias, señor.

Sabe que soy un hombre


 

(3) Rígidamente

se soltaban los amorcillos del friso y permanecían sin embargo en él; de la pintura y del revoque se

soltaban las hojas de acanto, tomando rostros humanos y crecido el pecíolo hasta formar una

espasmódica garra de águila; ondeaban al lado del lecho, cerrando y abriendo las zarpas, como si

quisieran ensayar su fuerza de presa, les crecían barbas en el rostro de hoja y volvían a desaparecer

en él, iban ondeando en la inmovilidad, a menudo cruzándose, a menudo girando como en un

remolino de inmovilidad; cada vez eran más y más, muchos más numerosos que los que había en el

mural, por más que éste se reprodujera; salían aleteando de la pintura, de la pared desnuda, del

ninguna parte, vomitados por el frío hervor de los volcanes de la nada, que reventaban por todas

partes, en lo visible y en lo invisible, en el interior y el exterior; eran lava volcánica, escoria

humeante de antes del comienzo, de la ruina, cada vez más y más múltiple, cuanto más numerosas

se volvían, formas nacidas y nacientes del vacío, que además durante sus fantasmagorías se

transformaban unas en otras, para volverse a distinguir, material informe e inconfigurable, con

soplo de hojas, con soplo de mariposas, muchas con forma de flecha, muchas con cola bifurcada,

muchas con largas colas como látigos, muchas tan transparentes, que revoloteaban casi invisibles y

mudas, semejantes a callados gritos de espanto, otras en cambio simplemente anodinas y parecidas

a una tonta sonrisa transparente que revoloteara multiplicada como polvillo solar,

despreocupadamente vacía como una nube de mosquitos, bailara alrededor del candelabro en el

centro del espacio, beborroteara en las velas apagadas, si bien en seguida desplazada de nuevo por

la nueva ola tumultuosa, lanzada, danzarina, y otra vez desplazada, hueco tumulto informe, en el

cual al lado de rostro y antirrostro, al lado de Escilas biformes y raras focas y erizadas Hidras, junto

a la sangrienta irrupción de sangrientas cabezas desgreñadamente erizadas de serpientes, se

bamboleaba toda clase de monstruos, irrumpía toda clase de cosas con cuerpos y patas, toda clase

de cojos, centauros atrofiados e incompletos y restos de centauros, alados y sin alas; el espacio

preñado de Orco rebosaba de bestias caricaturescas, aparecían formas de sapos y lagartos y patas de

perro, gusanos con un número indefinible de patas, sin patas, de una, dos, tres, cien patas, a menudo

pataleando sin fondo, o bien navegando con estiradas, tiesas patas como de madera, o bien

estrechamente apretados entre sí, como si quisieran aparearse volando pese a su falta de sexo, otras

veces penetrándose entre sí rápidos como flechas, cual si fueran éter sin resistencia, cual si fueran

criaturas etéreas, nacidas del éter y por él sustentadas; y realmente eso eran, toda vez que su volante

hervidero, revolcándose, arrastrándose, volviéndose unas sobre otras, aunque se cubrían y recubrían

recíprocamente, podía ser pescado y abarcado sin esfuerzo por la mirada hasta en los últimos límites

del espacio rebosante de ellas y hasta en los últimos detalles; oh, estas criaturas eran el engendro del

éter, cubierto de escamas de éter, cubierto de plumas de éter, nacido del volcán de los Eones,

lanzado en alto a impulsos como de caída, como de ola, evaporándose continuamente,

constantemente volatilizado, de modo que el espacio se vaciaba una y otra vez, vacío de esferas y

vacío como el universo, sólo atravesado aún por el trote de un caballo solitario, que con erizada crin

pisaba el alto aire, sólo atravesado aún por un torso humano solitario, cuyo rostro planamente

transparente, vuelto hacia el lecho, se torcía en el espejo de una risa hueca, irónica, para ser

nuevamente cubierta por la oleada de las alimañas del horror que volvía a inflarse.


 

  1. Anatole France El Figon de la reina Patoja pag.306
  2. James Joyce Ulises "
  3. Hermann Broch La muerte de Virgilio pags.230 306-230= pag.76


 


 


 

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