BORGES-OBRAS COMPLETAS 321
HISTORIA MUNDIAL DE LA INFAMIA
EL ESTADO LARVAL
Hacia 1859 el hombre que para el terror y la gloria sería Billy
the Kid nació en un conventillo subterráneo de Nueva York.
Dicen que lo parió un fatigado vientre irlandés, pero se crio
entre negros. En ese caos de catinga y de motas gozó el primado
que conceden las pecas y una crencha rojiza. Practicaba el orgullo
de ser blanco; también era esmirriado, chucaro, soez. A
los doce años militó en la pandilla de los Swamp Angels (Ángeles
de la Ciénaga), divinidades que operaban entre las cloacas. En las
noches con olor a niebla quemada emergían de aquel fétido
laberinto, seguían el rumbo de algún marinero alemán, lo desmoronaban
de un cascotazo, lo despojaban hasta de la ropa interior,
y se restituíais después a la otra basura. Los comandaba un
negro encanecido, Gas Houser Joñas, también famoso como envenenador
de caballos.
A veces, de la buhardilla de alguna casa jorobada cerca del
agua, una mujer volcaba sobre lá cabeza de un transeúnte un
balde de ceniza. El hombre se agitaba y se ahogaba. En seguida
los Ángeles de la Ciénaga pululaban sobre él, lo arrebataban por
la boca de un sótano y lo saqueaban.
Tales fueron los años de aprendizaje de Bill Harrigan, el futuro
Billy the Kid. No desdeñaba las ficciones teatrales; le gustaba
asistir (acaso sin ningún presentimiento de que eran símbolos
y letras de su destino) a los melodramas de cowboys
VLADIMIR NABOKOV-LOLITA 321
Dejé el alojamiento «Insomnio» a la mañana siguiente, alrededor de las
ocho, y pasé algún tiempo en Parkington. Me obsesionaban presagios de que
frustraría la ejecución. Pensé que acaso los cartuchos se habían inutilizado
durante una semana de inactividad, quité la cámara y puse otra nueva.
Di tal baño de aceite a mi compinche que ya no pude librarme de su
pringue. Lo vendé con un lienzo, como un miembro mutilado, y envolví en otro
lienzo unas cuantas balas de repuesto.
Una tormenta de truenos me acompañó durante casi todo el trayecto hacia
el camino Grimm, pero cuando llegué a Pavor Manor, el sol se veía de nuevo,
ardiendo como un hombre, y los pájaros chillaban en los árboles empapados y
humeantes. La casa decrépita y recargada parecía envuelta en una especie de
bruma, reflejando, por así decirlo, mi estado de ánimo, pues no pude sino
advertir –cuando mis pies se posaron en el suelo elástico e inseguro– que había
exagerado el estímulo alcohólico.
Un silencio irónico respondió a mi llamada. En el garage, sin embargo, se
veía su automóvil, por el momento un convertible negro. Probé con el llamador.
Una vez más, nadie. Con un gruñido petulante, empujé la puerta y... qué bonito:
se abrió como en los cuentos de hadas medievales. Después de cerrarla
suavemente tras de mí, atravesé un vestíbulo espacioso y horrible; atisbé en un
cuarto adyacente; advertí unos cuantos vasos sucios que crecían en la alfombra;
resolví que el amo debía dormir aún en su dormitorio.
De modo que me arrastré escaleras arriba. Mi mano derecha tenía asido a
mi embozado compinche, en mi bolsillo. Con la mano izquierda me tomaba del
pasamanos pegajoso. Inspeccioné tres dormitorios; en uno de ellos
evidentemente, había dormido alguien la noche anterior. Había una biblioteca
llena de flores. Había un cuarto vacío con grandes y profundos espejos y una piel
de oso polar sobre el suelo resbaladizo. Se me ocurrió una idea providencial. Por
si el amo regresaba de su caminata por los bosques o emergía de algún cubil
secreto, sería más seguro que el tirador inseguro –al que aguardaba una larga
faena– impidiera a su contrincante la posibilidad de encerrarse en su cuarto. Así,
durante cinco minutos por lo menos, anduve por la casa –lúcidamente insano,
frenéticamente calmo, como un cazador encantado y alerta– echando llave en
cuanta cerradura veía y guardándome la llave en mi bolsillo con la mano libre. La
casa, muy vieja, tenía más posibilidades de intimidad que nuestras casas
modernas, donde el cuarto de baño –único lugar con cerradura– debe usarse
para las furtivas necesidades de una paternidad proyectada.
Hablando de cuartos de baño, estaba a punto de visitar el tercero cuando
el amo salió de él, dejando tras sí una breve cascada. El ángulo de un pasillo no
me ocultaba del todo. Tenía la cara gris y los ojos abotagados, y estaba todo lo
desgreñado que era posible con su semicalvicie, pero lo reconocí perfectamente
cuando me rozó con su bata púrpura, muy semejante a la mía. No me vio, o me
descartó como a una alucinación habitual e inocua. Mostrándome sus pantorrillas
velludas, bajó la escalera como quien anda en sueños. Guardé en mi bolsillo la
última llave y lo seguí al vestíbulo. Había entreabierto la boca y la puerta
delantera para atisbar por una hendidura luminosa, pensando sin duda que había
oído llamar y alejarse a un visitante.
Después, siempre indiferente al fantasma de impermeable que se había
detenido en mitad de la escalera, el amo se dirigió hacia un cómodo boudoir
atravesando el vestíbulo y yo –con absoluta tranquilidad, sabiendo que no se me
escaparía–, me alejé de él cruzando la sala para ir a desenvolver
cuidadosamente a mi sucio compinche en la cocina provista de un bar. Tuve la
precaución de no dejar manchas de aceite sobre el cromado: creo que compré un
producto malo, negro y terriblemente pegajoso. Con mi habitual minuciosidad,
trasladé a mi compinche a un lugar limpio de mi persona y me dirigí hacia el
pequeño boudoir. Mis pasos, como he dicho, eran elásticos –demasiado, quizá,
para asegurarme el éxito. Pero mi corazón latía con fiero gozo, y pisé un vaso
sobre la alfombra.
El amo me vio en la sala oriental.
—¡Eh! ¿Quién es usted? –me preguntó con voz fuerte y vulgar, metidas las
manos en los bolsillos de la bata–. ¿Es usted Brewster, por casualidad?
Era evidente que estaba mareado y completamente a mi merced, si podía
emplearse esa expresión. Me felicité.
—Eso es... –respondí suavemente–. Je suis monsieur Brustière. Charlemos
un momento antes de empezar.
Pareció complicado. El bigotillo color hollín se le crispó. Me quité el
impermeable. Tenía puesto un traje oscuro, una camisa negra. No llevaba
corbata. Nos sentamos en sendos sillones.
—¿Sabe? –me dijo, rascándose con fuerza la mejilla gris, carnuda y
arenosa, y mostrando sus dientes menudos y perlados en una mueca torva–.
Usted no se parece a Jack Brewster. Quiero decir que el parecido no es muy
evidente... Alguien me dijo que él tenía un hermano en la misma compañía
telefónica.
Haberlo atrapado, después de todos esos años de arrepentimiento y
furor... Mirar los pelos negros en el dorso de sus manos regordetas... Errar con
cien ojos sobre sus sedas purpúreas y el pecho hirsuto, previendo los agujeros...
Saber que ese canalla semianimado, infrahumano, era el que había sodomizado
a mi amada... ¡Oh, amada mía, ésa era una bendición suprema!
JAMES JOYCE-ULISES 321
Qué calor. Su mano derecha pasó
lentamente una vez más sobre los cabellos:
mezcla escogida, hecha de las mejores marcas de
Ceilán. El Lejano Oriente. Hermoso lugar debe
ser ése: el jardín del mundo, grandes hojas
perezosas que flotan a la deriva, cactos,
praderas, floridas, lianas—serpientes como ellos
las llaman. Me gustaría saber si es así. Esos
cingaleses holgazaneando por ahí al sol, en
"dolce far niente" sin mover una mano en todo el
día. Dormir seis meses de cada doce. Demasiado
caluroso para disputar. Influencia del clima.
Letargo. Flores de ocio. Especialmente el aire
los alimenta. Ázoe. Invernáculo en los jardines
botánicos. Plantas sensitivas. Nenúfares.
Pétalos demasiados cansados para. Enfermedad
del sueño en el aire. Se camina sobre pétalos de
rosa. Imáginate allí tratando de comer
mondongo y callos. ¿Dónde estaba, pues, el
sujeto que vi en esa lámina por alguna parte?
¡Ah!, en el Mar Muerto, flotando sobre la
espalda, leyendo un libro con una sombrilla
abierta. No podría hundírselo aunque uno se lo
propusiera: tan pesado de sal. Por que el peso
del agua, no, el peso del cuerpo en el agua, es
igual al peso del. ¿O es que el volumen es igual
al peso? Es una ley algo así.
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