sábado, abril 14, 2012

LO QUE EL VIENTO SE LLEVO

 

JAMES JOYCE-ULISES- 399

—¿Qué ocurre ahora?
Una manada de ganado marcado,
dividida en dos por el coche, pasó ante las
ventanillas, los animales marchando cabizbajos
sobre acolchonados cascos meneando las colas
lentamente sobre sus huesosas grupas llenas de
cascarrias. Entre ellos y rodeándolos corrían las
ovejas embarradas, balando su miedo.
—Emigrantes —dijo el señor Power.
—¡Ea!... —gritó la voz del tropero,
haciendo resonar su látigo sobre los flancos—.
¡Uuuu...! ¡Fuera!
Jueves naturalmente. Mañana es día de
matanza. Novillos. Cuffe los vendió alrededor de
veintisiete cada uno. Para Liverpool
probablemente. Asado para la vieja Inglaterra.
Compran los más suculentos. Y luego se pierde
el quinto cuarto; todos los subproductos: cuero,
cerda, astas. Se convierte en algo importante al
cabo de un año. Comercio de carne muerta.
Materia prima de los mataderos para
curtidurías, jabón, margarina. Quisiera saber si
todavía sigue esa combinación de conseguir
carne del tren en Clonsilla.
El coche se abrió paso a través de la
tropa.
—No puedo comprender por qué la
corporación no tiene una línea férrea desde la
entrada del parque hasta los muelles —dijo el
señor Bloom—. Todos esos animales podrían ser
llevados en vagones hasta los barcos.
—En vez de obstruir el tránsito —agregó
el señor Cunningham—. Tiene razón. Tendrían
que hacerlo.

—Sí —convino el señor Bloom—, y otra
cosa en que pienso a menudo, ¿saben?, es tener
tranvías fúnebres municipales como los de

Milán. Sus líneas llegan hasta las puertas del
cementerio, y tienen tranvías especiales que
incluyen el coche mortuorio, el de duelo y
demás. ¿Entienden lo que quiero decir?
—¡Oh, sería una cosa impresionante! —
dijo el señor Dedalus—. Coche Pullman y salón
comedor.

 

   

NABOKOV- OBRAS-399

UNA MALA NOTICIA

En la pastelería eligió sus pasteles,
inclinándose, aupándose de puntillas como una niña pequeña, y sin dejar de mover
aquí y allá su dubitativo dedo índice —con un agujero en la lana del guante. Apenas
hubo abandonado la tienda, se quedó pasmada ante el espectáculo de unas camisas

de hombre en la puerta de al lado, pero su contemplación fue interrumpida por
alguien que la tomaba del brazo, madame Shuf, una señora vivaracha con un
maquillaje algo exagerado; Eugenia Isakovna se volvió y se quedó mirando al vacío,
luego se ajustó su complicada máquina y sólo entonces, cuando el mundo se hubo
hecho de nuevo audible, le concedió a su amiga una sonrisa de bienvenida. Había
mucho ruido y mucho viento; madame Shuf se detuvo y se esforzó, con la boca, roja,
toda torcida, mientras trataba de que su voz se dirigiera lo más certeramente
posible a la embocadura del aparato: «¿Tiene alguna noticia de París?».
—Oh, sí, con regularidad —contestó Eugenia Isakovna suavemente, y añadió—:
¿Por qué no viene a verme, por qué nunca me llama? —y una ráfaga de dolor se
enhebró en su mirada porque la bien intencionada madame Shuf le había
respondido con un grito demasiado estridente.
Se despidieron. Madame Shuf, que todavía no sabía nada, se fue a casa, mientras
que su marido, en la oficina, pronunciaba desmayados Ays y Ohs por el teléfono que
mantenía apretado contra la cabeza que no dejaba de mover, mientras escuchaba lo
que Chernobylski le decía por el teléfono.
—Mi mujer ya ha ido a su casa —dijo Chernobylski—, y yo también iré dentro de un
momento, aunque por mis muertos que no sé cómo decírselo, pero mi esposa es una
mujer, después de todo, y a lo mejor se las arregla para preparar el camino.
Shuf sugirió que cogieran unos trozos de papel, que escribieran en ellos,
gradualmente, la mala noticia y que se los dieran a leer: «Enfermo». «Muy
enfermo.» «Muy, muy enfermo.»

 

 

ROBERT GRAVES-DIOSA BLANCA   208*2=416-399=17

 

La «Yegua nocturna» o Pesadilla es uno de los aspectos más crueles de la Diosa
Blanca. Sus nidos, cuando se. les encuentra en los sueños, alojados en las grietas de las
rocas o en las ramas de enormes tejos huecos, están hechos con ramitas cuidadosamente
elegidas, forrados con pelos de caballo blanco y plumas de aves proféticas y sembrados
de mandíbulas y entrañas de poetas. El profeta Job dijo de ella: «Habitaba y permanecía
en la roca. Sus crías también chupaban sangre».

John Kennedy Toole

La conjura
de los necios   333  399-333=66


 

El muchacho abrió una relumbrante cartera repujada a mano y le dio a

Lañe una serie de billetes.

—¿Todo bien, George? —le preguntó—. ¿Les gustó a los huérfanos?

—Les gustó la del escritorio con las gafas puestas. Creyeron que era una especie de profesora o algo así. Esta vez sólo quiero ésa.

—¿Crees que querrían otra como ésa? —preguntó Lana con interés.

—Sí. ¿Por qué no? Quizás una con un encerado y un libro, sabes. Haciendo algo con una tiza.

El chico y Lana cruzaron sonrisas.

—Ya me hago idea —dijo Lana, con un guiño.

—Oye, ¿tú eres yonqui? —le preguntó el chico a Jones—. A mí me pareces un yonqui.

—Tú sí que parecerías un buen yonqui con una escoba del Noche de Alegría espeta en el culo —dijo Jones muy despacio—. Las escobas del Noche de Alegría son muy buenas, están bien astillas.

—Bueno, bueno —gritó Lana—. No quiero un conflicto racial aquí. Tengo que proteger mi inversión.

—Pues será mejó que le diga a su amigo rostro pálido que se largue —Jones echó un poco de humo hacia los dos—. No estoy dispuesto a consentí que me insulten en un trabajo de esta clase.

—Vamos, George —dijo Lana, que abrió el armario que había bajo la barra y le dio a George un paquete envuelto en papel marrón—. Esta es la que quieres. Ahora, vete. Vamos, espabílate.

George le hizo un guiño y salió dando un portazo.

Este qué es, un recadero de los huérfanos? —preguntó Jones—. Me gustaría vé a los huérfanos para los que trabaja. Apuesto a que los de la Seguridá Social no sabe na de esos huérfanos.

—¿Pero de qué demonios habla? —preguntó irritada Lana; estudió la cara de Jones, pero las gafas le impedían leer en ella—. No tiene nada de malo hacer una pequeña caridad de vez en cuando. Venga, siga usted barriendo.

Luna comenzó a emitir sonidos, que eran como las imprecaciones de una sacerdotisa, sobre los billetes que le había dado el chico. Los números y las palabras susurrados brotaban y ascendían de sus labios de coral y, cerrando los ojos, ella iba copiando cifras en una libreta. Su esbelto cuerpo, una inversión provechosa por sí sola A lo largo de los años, se inclinó reverente sobre el altar, rema-lado de fórmica. Del cigarrillo que tenía junto al codo se elevaba un humo que era como incienso, que subía en volutas como sus oraciones, por encima de la hostia que ella elevó a fin de estudiar la fecha de su acuñación, el único dólar de plata que había entre las ofrendas. Tintineó el brazalete, congregando a los fieles al altar, pero e! único que había en el templo había sido excomulgado por su ascendencia y proseguía limpiándolo.

Cayó al suelo una ofrenda, la hostia, y Lana se arrodilló reverente a recogerla.

—Eh, mire lo que hace —dijo Jones, violando la santidad del rito—. Está tirando por el suelo su beneficio de los huérfanos, tiene dedos de mantequilla.

—¿Dónde ha caído, Jones? —preguntó ella—. Mire a ver si puede encontrarla.

Jones dejó la escoba y exploró buscando la moneda, achicando los ojos tras las gafas y el humo.

—Dónde estará esa monea de mierda —murmuraba, mientras los dos buscaban por el suelo—. ¡Juá!

—La encontré —dijo Lana, muy emocionada—. Ya la tengo.

—¡Caramba! Me alegro de que la encontrase, desde luego. ¡Demonios! Será mejó que no ande usted dejando caer al suelo dólares de plata así, si no, el Noche de Alegría se arruinaría. Debe tener usté muchísimos problemas para podé paga una nómina tan elevada.

—¿Por qué no procura mantener la boca cerrada, muchacho?

—Oiga, a mí no me llame «muchacho» —Jones cogió el mango de la escoba y barrió enérgicamente hacia el altar—. Que no es usté Scarla O'Horror.

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