Susan Sontag El amante del volcán
Si no sabe qué hacer con sus ávidos ojos, tiene aquel otro y siempre adyacente interior: un libro. Catherine ha abierto un volumen sobre crueldades papales. La doncella se enfrasca en su alarmante sermón. Sin mirar abajo, el Cavaliere pasó su pulgar por una suntuosa encuademación de piel, el realce dorado del título y el nombre de su autor favorito. El pordiosero ciego, alcanzado por uno de los carricoches, cae hacia atrás y va a parar bajo las ruedas del carromato de un tonelero. El Cavaliere no miraba. Estaba mirando a otra parte.En el libro: Candide, ahora en Sudamérica, acude caballerosamente, con su escopeta española de dos cañones, al puntual rescate de dos muchachas desnudas a que ve correr graciosamente por el margen de una llanura, seguidas muy de cerca por dos monos que les muerden las nalgas. Después de lo cual las muchachas se lanzan sobre los cuerpos de los monos, los besan con ternura, los bañan con sus lágrimas y llenan el aire de gritos lastimeros, revelando a Candide que la persecución, una persecución amorosa, había sido totalmente bienvenida. ¿Monos por amantes? Candide no sólo se sorprende, se escandaliza. Pero el sabio Cacambo, acostumbrado a las cosas mundanas, respetuosamente observa que seguramente sería mejor si su querido amo hubiese recibido una educación cosmopolita, adecuada al objeto de que no se sorprendiera siempre por todo. Todo. Porque el mundo es ancho, con espacio suficiente para costumbres, gustos, principios, normas de todo tipo, que, una vez que los sitúa uno en la sociedad de la que han surgido, siempre tienen sentido. Obsérvalos. Compáralos, hazlo, para tu propia edificación. Pero cualesquiera que sean tus gustos, a los que no precisas renunciar, por favor, querido amo, evita identificarlos con mandamientos universales.
http://www.scribd.com/doc/69319773/El-Amante-Del-Volcan
PIEDRA DE FUEGO.
SI la boca de un volcán. Sí, boca; y la lengua de lava. Un cuerpo, un monstruoso cuerpo vivo, tanto masculino como femenino. Emite, arroja. También es un interior, un abismo. Algo vivo, que puede morir. Algo inerte que se agita de vez en cuando. Que existe sólo de forma intermitente. Una amenaza constante. Aunque predecible, por lo general no predicha. Caprichosa, indomable, maloliente. ¿Es esto lo que querían decir los primitivos? Nevado del Ruiz, Monte de Santa Elena, La Soufrière, Montaña Pelada, Krakatoa, Tambora. El gigante soñoliento que despierta. El gigante soñoliento que te dedica sus atenciones. King Kong. Vomitando destrucción y, luego, sumiéndose otra vez en la somnolencia.
¿Yo? Pero si no he hecho nada. Sólo estaba allí, enfangado en mis rústicas rutinas. En qué otro lugar podría vivir, nací aquí, se lamenta el campesino de piel oscura. Todo el mundo debe vivir en alguna parte.
Naturalmente, lo podemos considerar un gran espectáculo pirotécnico. Es sólo cuestión de medios. Una vista lo bastante amplia. Hay maravillas hechas sólo para la admiración a distancia, dice el Doctor Johnson; no hay espectáculo más noble que una llamarada. A una distancia segura, es el espectáculo definitivo, tan instructivo como emocionante. Después de una colación en la villa de Sir *** salimos a la terraza, equipados con telescopios, para
observar. El penacho de blanco humo, el estruendo comparado a menudo con un lejano redoble de timbales: obertura. Acto seguido principia el colosal espectáculo, el penacho enrojece, se hincha, se encumbra, un árbol de ceniza que trepa más y más alto, hasta aplanarse bajo el peso de la estratosfera (si hay suerte, veremos trazos de esquís que en naranja y rojo inician el descenso por la pendiente): horas, días de esto. Luego, calando, amaina. Pero, de cerca, el miedo revuelve las tripas. Este ruido, este ruido amordazante, es
algo que nunca imaginarías, que no puedes aceptar. Un diluvio constante de sonido graneado, titánicamente tempestuoso, cuyo volumen parece aumentar siempre a pesar de que no puede ser más ruidoso de lo que es; un rugir del vómito, amplio como el cielo, que inunda el oído y que extrae el tuétano de tus huesos y te vuelca el alma. Incluso quienes se denominan a sí mismos espectadores no pueden escapar a una embestida de asco y terror como nunca conociste antes. En un pueblo al pie de la montaña —podemos aventurarnos hasta allí— lo que parecía de lejos un chorro torrencial es un campo deslizante de cieno viscoso, rojo y negro, que empuja paredes que por un momento permanecen en pie, luego caen con un tembloroso y sorbedor plaf en el seno de su henchida frente; que atrae, inhala, devora, desliga los átomos de casas, coches, carros, árboles, uno por uno. Pues esto es lo inexorable.
Ten cuidado. Tápate la boca con un trapo. ¡Agacha la cabeza! La ascensión nocturna a un volcán moderadamente, puntualmente activo, es una de las grandes aventuras. Después del recorrido por la parte alta del costado del cono, nos paramos en el labio del cráter (sí, labio) y miramos abajo, a la espera de que el ardiente corazón interior se ponga a retozar. Como es el caso, cada doce minutos. ¡No demasiado cerca! Comienza ya. Oímos un gorgoteo de bajo profundo, la corteza de escoria gris empieza a brillar. El gigante está a punto de exhalar. Y el hedor sofocante del sulfuro es insoportable, o casi. La lava se amalgama pero no rebosa. Leñas y cenizas ígneas se ciernen a escasa altura. El peligro, cuando no es demasiado peligroso, fascina.
Nápoles, 19 de marzo, 1944, por la tarde, a las cuatro. En la villa las manecillas del gran reloj inglés de péndulo se paran en otra hora fatal. ¿De nuevo? Había permanecido quieto durante tanto tiempo.
Como la pasión, de la que es emblema, puede morir. Hoy se sabe, más o menos, cuándo una remisión puede empezar a contarse como una cura, pero los expertos vacilan en declarar muerto un volcán inactivo desde hace tiempo. Haleakala, cuya última erupción fue en 1790, aún sigue clasificado como durmiente. ¿Sereno porque está soñoliento? ¿O porque está muerto? Prácticamente muerto, salvo que no lo está. El río de fuego, después de consumirlo todo a su paso, se convertirá en un río de piedra negra.
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