miércoles, enero 09, 2008

EL LIBRO DEL CORDERO


CAPITULO IV------------LA VACA---------------------pag.032.

(1)
Esteban se estiró hacia atrás y alcanzó la

jarra de la alacena.

—Los isleños —dijo Mulligan a Haines,

con displicencia—se refieren frecuentemente al

Coleccionista de prepucios.

—¿Cuánto, señor? —preguntó la vieja.

—Un litro —dijo Esteban.

La observó mientras vertía en la medida

y luego en la jarra la rica leche blanca, no la de

ella. Viejas tetas arrugadas. Vertió otra vez una

medida entera y una yapa. Vieja y misteriosa,

venía de un mundo matutino, tal vez como un

mensajero. Alabó la excelencia de la leche,

mientras la vertía. De cuclillas, al lado de una

paciente vaca, en el campo lozano, al amanecer,

una bruja sobre su taburete, los dedos rápidos

en las ubres chorreantes. Conociéndola, las

vacas mugían a su alrededor: ganado sedoso de

rocío. Seda de las vacas y pobre vieja.

(2) El espejo. Heredado de mi madre, hace tanto tiempo ya

perdida, y cuyo retrato debe de ser el que pende en la pared

del comedor, entre la cabeza silenciosa de mi padre y mi

propia cabeza silenciosa, aunque me pregunto por qué será

que cuando conjuro esa pared me encuentro bajo la cornisa,

donde debiera estar el cuadro, un manchurrón grisáceo, una

franja gris, si tal cosa puede imaginarse, trazada por el

recorrido de mi ojo sobre la pared... Heredado de mi madre,

hace tanto tiempo ya perdida, a la cual, sin embargo, un día

he de encontrar, el espejo colilla por completo la puerta del

dormitorio, frente a mi cama. No me produce ningún placer

estudiar con detenimiento el reflejo de mi cuerpo, pero una

vez me he envuelto en mi camisón, un camisón blanco de

noche, un vestido negro de día, pues es así como me visto,

una vez me he embutido los calcetines para protegerme del

frío del invierno y el gorro de dormir para protegerme de la

corriente, a veces dejo prendida la luz y, reclinada en cama,

apoyada sobre un codo, sonrío a la imagen que aparece

reclinada en la cama, frente a mí, apoyada en un codo, a

veces incluso hablo con ella. Es en tales ocasiones cuando

noto (qué artilugio más útil es el espejo para que las cosas

surjan a la luz, si es que puede llamársele artilugio, de

sencillo que es, tan desprovisto de mecanismos) con qué

espesura me crece el pelo entre las cejas, y me pregunto si

mi furiosa mirada, mi mirada furiosa y corrosiva, por no

hablar con palabras amaneradas, pues carezco de motivos

que me lleven a amar ese rostro, no podría atemperarse un

tanto a base de cosméticos si me arrancara esos pelos con

las pinzas o incluso todos ellos en un manojo, como si

fueran zanahorias, con unos alicates, separándome de ese

modo los ojos y generando una ilusión de gracia, de temperancia.

(3) El ojo es el más autónomo de nuestros órganos. Ello es debido a que los objetos de su atención están inevitablemente situados en el exterior. Salvo en un espejo, el ojo nunca se ve a sí mismo. Es el último en cerrarse cuando el cuerpo se duerme. Permanece abierto cuando el cuerpo es golpeado por la parálisis o la muerte. El ojo sigue registrando la realidad aun cuando no hay razón aparente para hacerlo, y en cualquier circunstancia. La pregunta es: ¿por qué? Y la respuesta es: porque el medio es hostil. La vista es el instrumento de adaptación a un medio que sigue siendo hostil a pesar de todos los esfuerzos por adaptarse a él. La hostilidad del medio aumenta en proporción directa al tiempo que se pase en él, y no me refiero solamente a la vejez. En pocas palabras: el ojo busca seguridad. Esto explica la predilección del ojo por el arte en general, y por el arte veneciano en particular. Explica el apetito de belleza del ojo, así como la existencia misma de la belleza. Puesto que la belleza consuela desde el momento en que es segura. No nos amenaza con la muerte, ni nos enferma. Una estatua de Apolo no muerde, ni tampoco el perro de lanas de Carpaccio. Cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla o, si no le es posible, adaptarse para percibir virtud en la fealdad. En primera instancia, confía en el genio humano; en segunda, se vale de nuestras reservas de humildad. Esta última abunda más y, como toda mayoría, tiende a legislar.

(4)
El rabino Zwi Chaim Yisroel, erudito ortodoxo del Torah y que hizo de la lamentación un arte hasta entonces desconocido en Occidente, fue unánimemente considerado como el hombre más sabio del Renacimiento por sus hermanos hebreos, quienes constituían la decimosexta parte del uno por ciento de la población. En cierta ocasión, cuando se encaminaba hacia la sinagoga para celebrar la fiesta sagrada judía, que conmemora la renuncia de Dios a toda promesa, una mujer le detuvo y le hizo la siguiente pregunta:

—Rabino, ¿por qué no podemos comer cerdo?

—¿No podemos? —Preguntó incrédulo el rabino—. ¡Ah, eso sí tiene gracia!

Esta es una de las pocas leyendas de toda la literatura hasídica que trata la ley hebrea. El rabino sabe que no debería comer cerdo; pero a él no le importa porque le gusta el cerdo. No sólo le gusta
el cerdo, sino que se harta de huevos de Pascua. En suma, a él le tiene muy sin cuidado la ortodoxia tradicional, y considera la alianza de Dios con Abraham como «un disparate más». Por qué la ley hebraica proscribió el cerdo es algo que aún no se ha aclarado, y algunos estudiosos creen que el Torah simplemente sugiere que no se debe comer cerdo en ciertos restaurantes

(5) —¿Dónde lo capturaron y cómo supieron que decía esas cosas?

—En un caserío que hay al borde del río. Buscando algo de comer nos metimos por entre unos chilares hasta allegarnos al rancho. Acercamos el ojo pa ver adentro, y pelamos la oreja, y lo dicho, jefe. El hombre éste en lo de los sahumerios y las invocaciones. «¡Te la damos para que no haya sangre!», así decía. «¡Nuestros pechos quedarán en quietud bajo las aguas, bajo los soles, bajo las semillas, hasta que llegue el día de la venganza, en que verán los ojos de los enterrados!»

—¿Y usted, sargento, dice que desapareció misteriosamente la hija de doña Flora, esa que se está por maridar con el gringo?

—Sí, mi capitán...

—¿Y la mamá?

—Se fue con el novio para el puerto en la creencia de que la muchacha haiga agarrado para por ái con unos sus padrinos.

—Pues hicieron bien en acarrear con éstos, porque si no aparece la joven esa en el puerto... Póngalos separados, uno en cada una de las piezas que arreglamos para calabozos, con centinela de vista y prohibición de que se hablen entre ellos. Si a la muchacha esa la agarraron los brujos...

El calor sofocante, calor y fiebre, lo amargo de la boca, el invencible sueño de momia viva. Telarañas color de orines de quinina y cada palúdico convertido en un gran anofeles. Si todos los males se curaran con caracoles y tortugas. La impotencia ante la vida en que lo mantiene a uno la costa. Hecho un molote de tendones fláccidos, más hueso que carne, se enroscó el capitán en la hamaca, los ojos de vidrio, los clientes amarillos. El tufo de fríjol sancochado le trastornó el estómago. Se levantó antes de vomitar lo que no tenía y alejóse con las manos sepultadas en los bolsillos. Al final de la planicie iba saliendo la luna, redonda, inmensa, no como un satélite, sino como dueña y señora de la tierra.

(6) Veamos lo que quiere hacer, señorita –dijo–. ¡Ea! Dígalo de una vez.

–Quiero seguir bajando el río – contestó Rosa. Una vez más cruzaron por la imaginación de Allnutt aterradoras visiones de ametralladoras y rocas y remolinos de muerte, arrastrado por las olas, perseguido y capturado por los alemanes, y de su fin en la selva, por enfermedad e inanición. Aunque estaba realmente asustado, sentía, sin embargo, la imposibilidad de quedarse un minuto más en ese remanso del gran río. El terror pánico llenaba esa soledad y le invitaba a huir, para lanzarse en el vórtice de otro pánico. –Muy bien, señorita. Sigamos.

Rato más tarde, la Reina Africana salía a todo vapor del brazo de río y desembocaba en el curso principal. El Ulanga formaba en ese punto un inmenso espejo de agua. El viento soplaba con más violencia que los días pasados, y a todo su largo visible, el río se encrespaba en olas de más de medio metro de altura, que la Reina Africana salvaba con gracia, sufriendo alguna rociada de la proa que alcanzaba la caldera.

(7) Nuestros ojos presentan idéntica disposición:son alargados,con pestañas claras,pero el color de su pupila es más claro que el de la mía.Esto era cuanto había en lo tocante a las señales distintivas que yo observe en aquel primer encuentro.En ej transcurso de la siguiente noche,mi memoria racional no cesó de examinar tan insignificantes fallos,en tanto que la memoria irracional de mis sentidos siguió viendo,a despecho de todo,de mi mismo,mi propia persona,en el lamentable disfraz de un vagabundo,con su rostro inmóvil,con el mentón y las mejillas sombreadas por una barba que apunta,tal como sucede al hombre muerto,de la noche a la mañana.

(8) Había llegado el momento de convocar a las musas: Rubias o morenas,

Yo amo a todas las nenas.

En seguida me concentré en mi querida Pentesilea: Tan graciosa como una paloma

Empecé,o de esta otra manera:


Un lingote de oro su aroma

Por desgracia,los versos no tenían ni pies ni cabeza.Por eso me atreví a hacer otro efuerzo:


Como la Bella Durmiente,asi eres tú,

Guardando silenciú,

Escaramujo entre las rosas.

Estás tan lejos de mí,

Sin embargo yo te amí.

Era un trabajo excelente.¡Con este poema conquistaría el corazón de Pentesilea!

(9) <Ahora bien,nadie puede llevar una vida cotidiana en el reino de las ideas puras,protegido de toda experiencia sensorial.La cuestión,asi pues,no estriba en cómo podríamos mantener la pureza de la imaginación,cómo protegerla de las agresiones de la realidad.No,la cuestión ha de ser esta:¿podemos hallar una forma de que ambas coexistan?

A medida que los órganos sensoriales llegan al límite de su poder perceptivo,sus luces van apagándose.No obstante,en el momento en que expira,esa luz vuelve a aumentar como aumenta la llama de una vela,y asi nos permite atisbar lo invisible.Sin embargo,Wordsworth parece avanzar a tientas hacia una suerte de equilibrio:ya no se trata de la idea pura,envuelta por las nubes,ni de la imagen visual que arde cuando queda impresa por la retina,que nos abruma y nos decepciiona con una claridad incontestable,sino de la imagen sensorial,tan fugaz como sea posible,como instrumento susceptible de agitar o activar la idea que yace enterrada en un sustrato inferior,en el terreno de la memoria.


 

(1)JAMES JOYCE Ulises pag.032

(2)J.M.Coetzee En medio e ninguna parte "

(3)Joseph Brodsky Marca de agua "

(4)Woody Allen Como acabar de una vez por todas con la cultura "

(5)M.A.Asturias El Papa verde "

(6)C.S.Forester La Reina Africana "

(7)Vladimir Nabokov Desesperación "

(8)Gion Mathias Cavelty Ad absurdum "

(9)J.M.Coetzee Desgracia "


 


 

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