JAMES JOYUCE-ULISES 345
Apiñados durante horas con
acompañamiento de música lenta. Esa mujer en
la misa de medianoche. Séptimo cielo. La
mujeres arrodilladas en los bancos con cabestros
carmesíes alrededor del cuello, las cabezas
inclinadas. Un montón arrodillado delante del
enrejado del altar. El sacerdote deslizándose
delante de ella, murmurando, sosteniendo la
cosa entre sus manos. Se detuvo delante de cada
una, sacó una hostia, le sacudió una o dos gotas
(¿están en el agua?) y se la puso limpiamente en
la boca. Sombrero y cabeza se hundieron. Luego
la siguiente: una vieja pequeña. El sacerdote se
inclinó para ponérsela en la boca, murmurando
siempre. Latín. La siguiente. Cierra los ojos y
abre la boca. ¿Qué? Corpus. Cuerpo. Cadáver.
Buena idea el latín.
BORGES-345
"Apenas despuntaba la luz del día, dos soldados entraban en
mi cárcel y me conducían a la cámara del Doliente, donde ya
me esperaban el incienso, el brasero y la tinta. Así me fue exigiendo
y le fui mostrando todas las apariencias del mundo. Ese
hombre muerto que aborrezco, tuvo en su mano cuanto los hombres muertos han visto y ven los que están vivos: las ciudades,
climas y reinos en que se divide la tierra, los tesoros ocultos
en el centro, las naves que atraviesan el mar, los instrumentos
de la guerra, de la música y de la cirugía, las graciosas mujeres, las
estrellas fijas y los planetas, los colores que emplean los infieles
para pintar sus cuadros aborrecibles, los minerales y las plantas
con los secretos y virtudes que encierran, los ángeles de plata
cuyo alimento es el elogio y la justificación del Señor, la distribución
de los premios en las escuelas, las estatuas de pájaros y de
reyes que hay en el corazón de las pirámides, la sombra proyectada
por el toro que sostiene la tierra y por el pez que está debajo
del toro, los desiertos de Dios el Misericordioso. Vio cosas imposibles
de describir, como las calles alumbradas a gas y como la
ballena que muere cuando escucha el grito del hombre. Una vez
me ordenó que le mostrara la ciudad que se llama Europa. Le
mostré la principal de sus calles y creo que fue en ese caudaloso
río de hombres, todos ataviados de negro y muchos con anteojos,
que vio por la primera vez al Enmascarado
VLADIMIR NABOKOV-335
Debe de estar también
guardando algo más: brillantes impresiones infantiles cuya paleta de colores se fija
como un rastro en las yemas de los dedos. No habla de ello como yo tampoco lo
hacía. Pero si pasadas unas cuantas décadas, pongamos por caso, en 1970 (¡cómo se
parecen a los números de teléfono, esos años distantes!), volviera a ver por
cualquier azar el cuadro que ahora cuelga sobre su cabeza —Bonzo devorando una
pelota de tenis— sentirá una sacudida, se extrañará ante su existencia iluminada: a
Ivanov no le faltaba del todo la razón; los ojos de David no carecían de una cierta
ensoñación: pero era una ensoñación tras la cual se ocultaba un mundo de picardía.
Entra la madre de David. Tiene el pelo rubio y un gran temperamento. El día
anterior lo había dedicado a estudiar español, hoy subsiste a base de zumo de
naranja.
ANATOLE FRANCE-EL FIGON DE LA REINA PATOJA 345
Mi buena madre, inquieta, me interrogó con la mirada, y prosiguió de
este modo:
—Lo que aún me queda por decirte, Jacobo mío, es menos creíble
todavía. No obstante, Segunda Saint-Avit me lo ha referido como cosa
cierta. Te diré que el señor de Astarac, cuando vivía en sus posesiones, no se ocupaba de otra cosa que de embotellar la luz solar. Segunda ignora de
qué medios se valía para ello; pero, según ella asegura, se engendraban
dentro de las botellas, después de bien tapadas y calentadas al baño de
María, mujeres enanas y encantadoras, vestidas como las princesas de
teatro... Te ríes, Jacobo mío. Y no se debe tomar a broma estas cosas
cuando se palpan las consecuencias. Es un gran pecado fabricar de tal modo
criaturas que no pueden ser bautizadas, y, por consiguiente, que nunca
tendrán derecho a disfrutar de la beatitud eterna. Porque no supondrás que
el señor de Astarac llevara esas muñecas en sus respectivas botellas al
sacerdote para bautizarlas. Y tampoco que encontrara madrina.
—Pero, querida madre —respondí yo—, las muñecas del señor de
Astarac no necesitan el bautismo, puesto que no heredaron el pecado
original.
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