POR LA MAÑANA-443
VLADIMIR NABOKOV
El pasajero
Silenciosamente,
ocultándose tras su propia sombra, Vasiliy Ivanovich fue circundando la ribera del
lago hasta llegar a una especie de fonda. Le saludó un perro, todavía cachorro; se le
subió al estómago, con las mandíbulas abiertas como si se riera con la cola dando
golpes fervientes contra el suelo. Vasiliy Ivanovich acompañó al perro hasta la casa,
una edificación de dos pisos de distintos colores, con una ventana que hacía guiños
bajo unas pestañas convexas de azulejos; y allí encontró al propietario, un anciano
alto que parecía vagamente un veterano ruso de la guerra que hablaba tan mal el
alemán, con un deje tan suave que Vasiliy Ivanovich se puso a hablar en su lengua,
pero el hombre lo entendía como en sueños y siguió hablando en el lenguaje de su
entorno, de su familia.
Arriba había una habitación para viajeros. «Sabe usted, la yoy a alquilar para el
resto de mi vida», dicen que dijo Vasiliy Ivanovich tan pronto como entró en la
misma. La habitación en sí no tenía nada de extraordinario
Al contrario, era un
cuarto de lo más común, con un suelo rojo, margaritas pintadas en las paredes
blancas, y un pequeño espejo medio lleno con la infusión amarilla del reflejo de
unas flores, pero por la ventana se veía con toda nitidez el lago con su nube y su
castillo, en una inmóvil y perfecta conjunción de felicidad. Sin pensar, sin
considerar, limitándose a entregarse a una atracción cuya única verdad consistía en
su propia fuerza, una fuerza que nunca había experimentado con anterioridad,
Vasiliy Ivanovich en un radiante segundo, se dio cuenta de que en aquella pequeña
habitación con aquella vista, maravillosa hasta derramar lágrimas, la vida sería por
fin lo que siempre había imaginado que fuera. Cómo sería exactamente, qué tendría
lugar allí, eso evidentemente no lo sabía, pero todo a su alrededor era ayuda,
promesa, y consolación... de forma que no había la más mínima duda de que él tenía
que vivir allí. En un segundo pensó cómo lo arreglaría todo para no tener que volver
de nuevo a Berlín, cómo traer hasta allí las escasas posesiones que tenía —libros, el
traje azul, su fotografía. ¡Qué sencillo estaba resultando todo! Como agente
comercial de mi empresa ganaba suficiente para la vida modesta de un refugiado
ruso.
—Amigos míos —exclamó, después de bajar corriendo al prado junto a la ribera—,
amigos míos, adiós. Me quedaré para siempre en esa casa de ahí. Ya no seguiremos
viaje juntos. No iré más lejos. No voy a ningún lado. ¡Adiós!
POR LA TARDE 627
BORGES
EL ALEPH
Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos
recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar
el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo
del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los
puntos del espacio que contiene todos los puntos.
—Está en el sótano del comedor —explicó, aligerada su dicción
por la angustia—. Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez,
antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada,
mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo
que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después,
a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente,
rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi
el Aleph.
—¿El Aleph? —repetí.
—Si, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares
del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento,
pero volví. ¡El niño no podía comprender que le
fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el
el
poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no.
Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi
Aleph.
Traté de razonar.
—Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?
—La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos
los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las
luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.
—Iré a verlo inmediatamente.
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