VLADIMIR NABOKOV 185
Pero como ve, sigo vivo».
Y entonces ocurrió lo que sigue. Los ojillos empezaron a moverse de un lado al otro,
luego se cerraron con fuerza, los párpados apretados como los de un salvaje que
pensara que al cerrarlos se convertiría de inmediato en un ser invisible.
Ivanov movía con parsimonia la navaja a lo largo de la fría mejilla que parecía crujir
con un susurro a su contacto.
—Estamos completamente solos, camarada. ¿Me entiende? Un mínimo desliz de la
navaja y correrá la sangre —aquí, en este punto, noto el latir de la carótida—. Así
que habrá mucha, muchísima sangre. Pero primero quiero que su cara esté
decentemente afeitada; además, hay algo que tengo que contarle.
Cautelosamente, con dos dedos, Ivanov levantó la punta carnosa de su nariz y, con
la misma ternura, empezó a afeitarle el labio superior.
—Sucede, camarada, que me acuerdo de todo. Me acuerdo perfectamente, y
quiero que usted también recuerde... —y con un tono muy dulce de voz, Ivanov
empezó su relato, mientras afeitaba sin apresurarse aquel rostro recostado, inmóvil.
El relato que hizo debió de ser en verdad aterrador porque, de cuando en cuando,
su mano se detenía y entonces se inclinaba hasta casi rozar al caballero que seguía
sentado con los párpados cerrados, como un cadáver cubierto por el sudario de la
sábana.
—Eso es todo —dijo Ivanov, con un suspiro—, ésa es la historia. Dígame ¿qué
reparación le parecería justa para todo esto? ¿Con qué puedo sustituir aquella
espada afilada? Y, una vez más, recuerde que estamos completamente,
absolutamente solos.
—Los cadáveres siempre están afeitados —siguió Ivanov deslizando la hoja de la
navaja a lo largo de la piel estirada del cuello de aquel hombre—. También afeitan a
los condenados a muerte. Y ahora soy yo el que le está afeitando. ¿Es consciente de
lo que está a punto de suceder?
El hombre seguía sentado sin mover un músculo y sin abrir los ojos. La máscara
enjabonada ya había desaparecido de su cara. Sólo quedaban unos restos de
espuma en las mejillas y junto a las orejas. Aquel rostro grueso, tenso, sin ojos,
estaba tan pálido que Ivanov se preguntó si no habría sufrido un ataque de parálisis.
Pero cuando apretó la plana superficie de la navaja contra el cuello de aquel
hombre, tembló con todo su cuerpo. Sin embargo, no abrió los ojos.
Ivanov secó con un gesto la cara de aquel hombre y le dispensó un poco de talco.
—Ya está listo —dijo—. Ya tengo bastante. Puede irse —con escrupulosa rapidez le
quitó de un tirón la sábana de sus hombros. El otro se quedó sentado.
—Levántate, mentecato —gritó Ivanov, tirándole de la manga hasta ponerlo en pie.
El hombre se quedó helado, con los ojos bien cerrados, en medio de la peluquería.
Ivanov le encajó el hongo en la cabeza, le metió la cartera bajo el hombro e hizo
girar su silla hasta la puerta. Sólo entonces el hombre recobró el movimiento, como
en un espasmo. Su rostro, todavía con los ojos cerrados, resplandeció en todos los
espejos. Atravesó como un autómata la puerta que Ivanov tenía abierta, y, con los
mismos andares mecánicos, agarrando la cartera con mano petrificada, mirando la
neblina soleada de la calle con los ojos vidriados de una estatua griega,
desapareció.
ROBERT GRAVES –LA DIOSA BLANCA 185
El mito consiste en que Perseo fue enviado a cortar la cabeza de guedejas
serpentinas de la gorgona Medusa, rival de la diosa Atenea y cuya mirada funesta
petrificaba a los hombres, y en que no pudo realizar esa tarea hasta que fue a ver a las
Greas, «las Grises», las tres ancianas hermanas de las Gorgonas que tenían entre las tres
un solo ojo y un solo diente, y robándoles el ojo y el diente las obligó a decirle dónde
estaba el soto de las tres Ninfas. De las tres Ninfas consiguió luego unas sandalias
aladas como las de Hermes, un saco para meter en él la cabeza de la gorgona y un
yelmo que lo hacía invisible. Hermes, bondadoso, le dio también una hoz; Atenea le dio
un espejo y le mostró un retrato de Medusa para que pudiera reconocerla. El arrojó el
diente de las tres Greas, y algunos dicen que también el ojo, al lago Tritón para destruir
su poder y corrió a la Tartéside, donde vivían las Gorgonas en un bosquecillo a las
orillas del mar; allí cortó con la hoz la cabeza de Medusa dormida, mirando
primeramente al espejo para romper el hechizo petrificante, metió la cabeza en el saco y
huyó perseguido por las otras Gorgonas.
JAMES JOYCE-ULISES 185
Los orgullosos títulos pomposos
resonaron en la memoria de Esteban el triunfo
de sus campanas descaradas: "et unam sanctam
catholicam et apostolicam ecclesiam"; el lento
crecer y cambiar del rito y el dogma, como sus
propios pensamientos raros, química de
estrellas. Símbolo de los apóstoles en la misa del
papa Marcellus, las voces unidas, cantando alto
su solo de afirmación; y detrás del canto el ángel
vigilante de la iglesia militante desarmaba y
amenazaba a sus heresiarcas. Una horda de
herejías huyendo con sus mitras torcidas:
Photius y la raza de burlones a la que
pertenecía Mulligan; y Arius, batallando toda su
vida acerca de la consubstancialidad del Hijo
con el Padre, y Valentine, rechazando el cuerpo
terrenal de Cristo, y el sutil heresiarca Africano
Sabellius, que afirmaba que el Padre era él
mismo su propio Hijo. Las palabras que un
momento antes había pronunciado Mulligan,
mofándose del forastero. Mofa vana. El vacío
aguarda seguramente a todos los que remueven
el viento: una amenaza, un desarme y un
triunfo de los ángeles combatientes de la Iglesia.
Las huestes de Miguel
Miguel, que lo defienden siempre
en la hora del conflicto con sus lanzas y sus
escudos.
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