viernes, diciembre 07, 2012

CADENA

 

 

     solar plano espejo

Rey Jesús
Robert Graves   338

En Nazaret, Jesús encontró a su madre con buena salud y
se alojó por un tiempo en su casa. Ella no le hizo preguntas, y
él apenas le habló de lo que le había ocurrido en Egipto. Se
enteró de que su hermano José prosperaba en sus negocios,
cerca de Bethlehem; y de que Jaime, cada día más religioso,
había tomado los votos y se había unido a una sociedad ascética
de Baja Transjordania: la de los ebionitas, que significaba
“hombres pobres”. Los ebionitas eran una rama de los esenios,
de quienes se diferenciaban por su abstención del estudio
de la astrología, porque jamás se cortaban el pelo, bebían
vino, ni se enclaustraban juntos en recintos cerrados. La tarea
que se imponían era la de llamar a la gente al arrepentimiento
y orar por ella. Abominaban de los sacrificios de sangre
y celebraban la Pascua a la antigua usanza, como el festival
de la cosecha de cebada, rechazando por apócrifo el pasaje
del Éxodo que ordena comer ritualmente el cordero pascual
en Jerusalén a todas las familias piadosas judías. Ése era
apenas uno de los muchos pasajes de los Libros de Moisés que
rechazaban; por ejemplo, sólo aceptaban unos pocos versículos
del Deuteronomio, publicado por primera vez durante el
reinado del buen rey Josías, que otorgaba pretendida antigüedad
y sanción divina a las prácticas habituales del templo.
Vivían de limosnas que no pedían; los transjordanos consideraban
meritorio mantener a esos santos que, por orar constantemente,
tenían las rodillas tan encallecidas como sus pies
descalzos.
Jesús se asoció luego con un tal Judas, un carpintero de
Cafarnaum, que se le parecía por el color del pelo, la talla y la
complexión física. Quienes vieron a Judas trabajando con Jesús,
aserrando árboles rítmicamente con una sierra de dos
asas, dieron al primero el apodo de “el hermano mellizo”, o,
en arameo, “Tomás”, porque en Nazaret uno de cada tres
hombres se llamaba Judas y se distinguía
por algún sobrenombre.

 

Graves, Robert El Vellocino de Oro   338

Pólux oyó cómo Linceo corría hacia él para atacarle por detrás, y, herido como estaba, se volvió y
lo recibió con la punta de la lanza.
Linceo cayó con el vientre traspasado. Pero Idas dio un salto hacia adelante y, agarrando la lanza de
su hermano que estaba tirada en el suelo, se la ensartó a Pólux entre las nalgas, causándole una
horrible muerte.
Idas comenzó a bailar triunfalmente bajo el árbol sagrado, y a blasfemar en voz alta contra Zeus,
padre de los tres campeones muertos, riéndose hasta que las rocas devolvieron su eco una y otra
vez, y los pastores -que vivían en una cabaña cercana se tuvieron que tapar los oídos por vergüenza.
Continuó bailando y blasfemando, sin hacer caso de una tormenta que se acercaba a toda prisa por
el norte, hasta que, de pronto, cayó un relámpago deslumbrador y en el mismo instante se oyó un
espantoso trueno. El rayo alcanzó la punta de la lanza que Idas blandía, carbonizando su brazo
derecho y desgarrando todas sus ropas.
Los pastores hallaron su cadáver tatuado por las hojas del árbol sagrado. Se quedaron maravillados
y cercaron el lugar donde había caído, convirtiéndolo en lugar sagrado; y en vez de quemar el
cuerpo lo enterraron, como es costumbre hacer con las personas muertas por un rayo.

 

Edgar Allan Poe
Obras en español     338

Poco después caí en un estado de insensibilidad parcial, durante el cual vagaban
por mi espíritu las imágenes más placenteras, como árboles de verdísimo follaje, ondulantes
prados de sazonada mies, procesiones de bailarinas, tropas de caballería, y otras fantasías.
Recuerdo ahora que, en todas las visiones que pasaron ante los ojos de mi imaginación, el
movimiento era la idea predominante. Por eso, nunca me imaginé ningún objeto estacionario,
tal como una casa, una montaña, o algo por el estilo; sólo veía molinos de viento, barcos,
grandes aves, globos, gentes a caballo o conduciendo carruajes a gran velocidad, y otros
objetos móviles similares que se me aparecían en sucesión interminable. Cuando salí de este
estado, hasta donde podía adivinar, hacía ya una hora que brillaba el sol.

La vida y la muerte me
están desgastando  MO YAN   338

Dos
milicianos se encontraban sentados debajo del albaricoquero fumando y comiendo albaricoques y,
para evitarlos, salté de un charco de sombra a otro, sintiéndome ligero como una golondrina, y salí
de la arboleda después de haber dado una docena de saltos, cuando mi camino se vio interrumpido
por un canal de riego que tenía aproximadamente cinco metros de ancho por donde corría
abundante agua limpia y cuya superficie era lisa como un cristal. Estaba siendo observado por el
reflejo de la luna. Nunca había intentado nadar desde el día en que nací, aunque el instinto me
decía que sabía hacerlo. Pero como no quería asustar a la luna, decidí saltar por encima de la
acequia. Retrocedí unos diez metros, respiré profundamente varias veces para llenar los pulmones
y eché a correr, dirigiéndome a toda velocidad a un montículo que aparentaba ser de color blanco,
una plataforma de lanzamiento perfecta. En cuanto mis patas delanteras tocaron la tierra
endurecida, me impulsé hacia delante con mis patas traseras y despegué, como si me hubiera
disparado un cañón. Mi vientre sintió el frescor de la brisa que abrazaba la superficie del agua y la
luna me guiñó un ojo mientras pasaba por encima de la acequia, justo antes de aterriza en la orilla
opuesta

 

JAMES JOYCE
ULISES                 338

Dobló hacia la calle Cumberland y, dando
unos pasos, se detuvo protegiéndose del viento
en el muro de la estación. Nadie. Meabe,
corralón de materiales. Tirantes apilados.
Ruinas y viviendas. Cuidadosamente pasó sobre una cancha de rayuela, con su tejo olvidado. Ni
un pecador. Cerca del corralón un chico en
cuclillas, solo, lanzando la bolita hábilmente con
su pulgar experimentando. Una gata sabia,
esfinge de ojos entreabiertos, observaba desde
su cálido sitial. Una lástima molestarlos.
Mahoma cortó un pedazo de su manta para no
despertar a su compañera. Ábrela. Y una vez yo
jugué a la bolita cuando iba a la escuela de esa
vieja maestra
.

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos  338

Para Victor, cualquier música que le resultara desconocida, y toda la que conocía se
reducía a una docena de melodías convencionales, se asemejaba al parloteo de una
conversación en una lengua extranjera: tratas en vano de definir al menos los límites
de las palabras, pero todo resbala y se entremezcla, de forma que el oído rezagado
empieza a aburrirse. Victor intentó concentrarse en la música pero muy pronto se
sorprendió a sí mismo observando las manos de Wolf y sus reflejos espectrales.
Cuando la música se convertía en un trueno insistente el cuello del pianista se
hinchaba, sus dedos abiertos entraban en tensión y emitía una especie de débil
gruñido
.

OBRAS COMPLETAS – FRANZ KAFKA    338

–¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de
tocarse.
–Al contrario –dijo el señor de en medio–. ¿No desearía la señorita entrar
con nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más
cómodo y agradable?
–Naturalmente –exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre
con el atril, la madre con la partitura y la hermana con el violín. La
hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar. Los padres,
que nunca antes habían alquilado habitaciones, y por ello exageraban
la amabilidad con los huéspedes, no se atrevían a sentarse en
sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano derecha
colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue
ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en
el que, por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada
en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su
lugar, seguían con atención los movimientos de sus manos; Gregorio,
atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya tenía
la cabeza en el cuarto de estar.

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