MO YAN RANA 238
Mandó a un grupo de periodistas para grabar una escena en la que Hao Dashou modelaba sus muñecos bajo la luz de la luna.¿Habéis visto alguna vez ese documental?.Si no lo habéis visto ,no pasa nada porque es un programa del que se encargaba el mismo alcalde.Se llama celebridades de Dongbeixiang de gaomi.La primera temporada trata de los hijos de la luna del maestro Hao;la segunda se titula”El maestro del abrevadero”;la tercera es “Un talento en Literatura”,el titulo de la cuarta es “El canto de las ranas”.Mirad,voy a hacer una llamada para que me entreguen los DVD de ese programa,los originales sin montar ni editar.También les voy a sugerir a los de la televisión que hagan una temporada entre vosotros.El titulo ya lo tengo pensado.Será “ La vuelta de los pasajeros perdidos”.Leoncita y yo nos estábamos riendo.Sabíamos que su conversación había alcanzado un nivel literario.No hace falta criticarle,¿por qué le íbamos a criticar ? Queríamos saber el final de la historia.Y esto fue lo que dijo: El maestro,que padecía de insomnio desde hacia muchos años,por fin se había quedado dormido en el abrevadero.Había entrado en un sueño profundo,como el niño que flota a lo largo del rio en una tabla de madera.Estaba emocionado y las lagrimas inundaban mis ojos.Solo los que no pueden dormir saben qué sufrimiento provoca el insomnio;además,solo los que han padecido alguna vez de insomnio saben que felicidad es dormir.
Roberto Bolaño
2666 238
Más terrible es mentirle, a los niños no se les debe
de mentir nunca, dijo Lola. Al quinto día de estar allí, cuando
estaban a punto de acabársele los fármacos que había traído de
Francia, Lola les dijo una mañana que tenía que marcharse. Benoît
es pequeño y me necesita, dijo. No, en realidad no me necesita,
pero no por eso deja de ser pequeño, dijo. No sé quién
necesita a quién, dijo finalmente, pero lo cierto es que tengo
que ir a ver cómo está. Amalfitano le dejó una nota en la mesa
y un sobre con buena parte de sus ahorros. Cuando volvió del
trabajo pensaba que Lola ya no estaría allí. Fue a buscar a Rosa
al colegio y se fueron caminando a casa. Al llegar vieron a Lola
sentada frente a la tele encendida pero con el sonido apagado,
leyendo su libro sobre Grecia.
Robert Graves
La Diosa Blanca 238-206=32
El rojo era el color más honorable para la vestimenta entre los antiguos galeses
según el poeta Cynddelw del siglo XII; Gwion lo compara con el triste hábito de los
monjes. De los novecientos relatos sólo menciona dos, ambos incluidos en el Libro
Rojo de Hergest:: La caza del Twrch Truyth (el verraco), verso 189, y El sueño de
Maxen Wledig (v. 162-3).
Los versos 206 al 211 pertenecen, según parece, a Can y Meirch, «La Canción
de los Caballos», otro de los poemas de Gwion, el que se refiere a una carrera entre los
caballos de Elphin y Maelgwyn, uno de los episodios del romance.
Una de las ilaciones más interesantes se puede formar con los versos 29-32, 36-
37 y 234-237:
Bardos mediocres fingen,
fingen un animal monstruoso,
con un centenar de cabezas,
una sierpe con penacho moteado,
un sapo que tiene en sus ancas
un centenar de garras,
con una joya preciosa engastada en oro
estay adornado;
y entregado al placer
por el trabajo agobiador del orfebre.
JAMES JOYCE
ULISES 238
La belleza no está ahí. Ni en
la abúlica bahía de la biblioteca de March,
donde leíste las descoloridas profecías de
Joachim Abbas. ¿Para quién? La chusma de cien
cabezas en el recinto de la Catedral. Un odiador
de su clase huyó de ellos a los bosques de la
locura, su melena hirviendo de luna, sus pupilas
estrellas. Houyhnhnm, narices de caballo. Caras
equinas ovaladas. Temple, Buck Mulligan, Foxy
Campbell. Quijadas de farol. Padre Abbas,
furioso deán, ¿qué ofensa prendió fuego a sus
cerebros?
John Boyne
EL NIÑO CON EL
PIJAMA DE RAYAS 238
¿No quieres
verlos?
—Claro que sí —replicó ella, y avanzó con paso
vacilante—. Quítate de en medio —dijo, propinándole
un codazo.
Hacía una tarde radiante y soleada, y el sol salió
por detrás de una nube en el preciso instante en que
Gretel se asomó a la ventana; pero un momento más
tarde sus ojos se adaptaron a la luz, el sol se ocultó de
nuevo y la niña pudo ver exactamente a qué se refería
Bruno.
Lo que vieron por la ventana
Había niños pequeños y niños mayores, pero también
padres y abuelos. Quizá también algunos tíos.
Y unas cuantas personas de las que viven en las calles
y que parecen no tener familia.
—¿Quiénes son? —preguntó Gretel, tan boquiabierta
como solía quedarse su hermano últimamente—.
¿Qué clase de sitio es ése?
—No estoy seguro —dijo Bruno, sin faltar a la
verdad—. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí
lo sé.
—¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las
abuelas?
—A lo mejor viven en otra zona.
Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba
muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo
único que había visto era el bosque hacia el que estaba
orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero quizá más allá hubiera algún claro donde hacer rae^
riendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado
de la casa el panorama era muy diferente.
A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo
de la ventana de Bruno había un jardín bastante
grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arriates.
Parecían muy bien cuidados por alguien que hubiera
comprendido que plantar flores en un sitio
como aquél era una buena idea, como lo habría sido,
durante una oscura noche de invierno, encender una
velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en
medio de un brumoso páramo.
Más allá de las flores había un bonito adoquinado
con un banco de madera, donde Gretel se imaginó
sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo
del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia
no logró leer la inscripción. El asiento estaba
orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un
poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña
lo entendió.
Unos seis metros más allá del jardín y las flores
y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la
casa discurría una enorme alambrada, con la parte
superior inclinada hacia dentro, que se extendía en
ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba
la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más
que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida
por gruesos postes de madera, como los de
telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos
rollos de alambre de espino enredados formaban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las
afiladas púas.
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