domingo, marzo 03, 2013

DEL ROJO AL BLANCO

 

                                                             

 

              Captura               

 

Roberto Bolaño
2666 547

Y entonces ya no pudo más y entró en
trance. Cerró los ojos. Abrió la boca. Su lengua empezó a trabajar.
Repitió lo que ya había dicho: un desierto muy grande,
una ciudad muy grande, en el norte del estado, niñas asesinadas,
mujeres asesinadas. ¿Qué ciudad es ésa?, se preguntó.
A ver, ¿qué ciudad es ésa? Yo quiero saber cómo se llama esa
ciudad del demonio. Meditó durante unos segundos. Lo tengo
en la punta de la lengua. Yo no me censuro, señoras, menos tratándose de un caso así. ¡Es Santa Teresa! ¡Es Santa Teresa! Lo
estoy viendo clarito. Allí matan a las mujeres. Matan a mis hijas.
¡Mis hijas! ¡Mis hijas!, gritó al tiempo que se echaba sobre
la cabeza un rebozo imaginario y Reinaldo sentía que un escalofrío
le bajaba como un ascensor por la columna vertebral, o le
subía, o ambas cosas a la vez. La policía no hace nada, dijo tras
unos segundos, con otro tono de voz, mucho más grave y varonil,
los putos policías no hacen nada, sólo miran, ¿pero qué miran?,
¿qué miran? En ese momento Reinaldo intentó llevarla al
orden y que dejara de hablar, pero no pudo.

 

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 547

un día en que el príncipe, con un puro en la boca, pasaba a caballo
por una aldea perdida en los bosques, se fijó en una jovencita atractiva a la que
invitó a pasear, y sin tomar en consideración la expresión aterrada de sus padres
(que ni siquiera el respeto conseguía moderar), se la llevó consigo, perseguido por
el abuelo de la criatura que corrió tras ellos por el camino hasta que se cayó a una
zanja, y la reacción del pueblo, según contaron, fue de total admiración que
expresaron rompiendo a reír a carcajada limpia, tras lo cual felicitaron a la familia,
disfrutaron haciendo conjeturas sobre el futuro que le esperaba a la niña, y no escatimaron malicia en las preguntas que le hicieron a la joven cuando, una hora después, regresó con un billete de cien coronas en una mano, y en la otra un
pajarito que se había caído del nido en una espesura desolada y que había recogido
en su camino de regreso a la aldea.

 

     

GAO XINGJIAN
LA MONTAÑA DEL ALMA           547

¿Ha dejado la puerta abierta, entonces?
No ha podido hacer otra cosa que salir sin cerrar con llave. Una vez abajo de la escalera, en la
calle, los transeúntes iban y venían como de costumbre, la marea de coches discurría sin fin, sin que
se supiera lo que tanto les urgía. Ha bajado y ha comenzado a andar por la acera. Nadie sabía que él
había perdido la llave, nadie sabía que su puerta había quedado abierta, nadie iba a ir a su casa para
robarle sus pertenencias. Únicamente sus amigos íntimos podían acercarse hasta allí, pero una vez
que vieran que no había ni sitio donde poner los pies, se sentarían sobre las pilas de libros y le esperarían hojeando alguno. Luego se cansarían y se irían. Era inútil ocuparse de ellos. Sin
embargo, estaba preocupado por su habitación, aunque no había nada allí que valiera la pena ser
robado, aparte de algunos libros, de la ropa o zapatos de lo más normales y corrientes. Sus mejores
zapatos los llevaba precisamente puestos. Había además montones de manuscritos inconclusos,
abandonados por cansancio. Al caer en la cuenta de esto, ha empezado a sentirse contento y ha
dejado de pensar en esa jodida llave perdida y en la puerta de su habitación. Se ha paseado entonces
a la ventura por las calles. Normalmente, siempre andaba con prisas, atareado, se agitaba sin cesar
por sí mismo o por tal o cual persona o asunto. Ahora ya no estaba actuando por nadie y nunca se
había sentido tan ligero. Ha aminorado el paso, cosa que hacía muy raramente en tiempo normal, y
ha avanzado primero la pierna izquierda, sin apresurarse por levantar la derecha; esto no era fácil de
hacer. No sabía ya andar de modo tranquilo, no sabía ya pasear. Cuando se pasea, se pisa el suelo
con toda la planta de los pies, de manera absolutamente relajada.
Sentía una sensación extraña andando así y los transeúntes parecían haberlo notado; debían de
haber reparado en que le pasaba algo anormal. De reojo, ha observado a la gente con la que se
cruzaba, pero se ha dado cuenta de que sus ojos penetrantes no estaban de hecho pendientes más
que de sí mismos. A veces, por supuesto, echaban un vistazo a los escaparates de las tiendas
preguntándose si los precios eran buenos. Se ha dado cuenta al punto de que era el único en esa
calle que miraba a los demás, pero que nadie se fijaba en él. Por último, era el único en caminar a la
manera de un plantígrado, pisando el suelo con toda la planta de los pies. Los otros andaban sobre
los talones, lesionando de paso, un día tras otro, año tras año, sus nervios encefálicos. Sus
problemas, su ansiedad, eran ellos mismos quienes se los creaban, ¿o no?
Sí.

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