miércoles, abril 10, 2013

UNA VISITA AL BOTANICO DE LA MANO DE CERVANTES.

 

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REY JESÚS
DE
ROBERT GRAVES
   

Las sierras de la Baja Galilea, cubiertas de robles perennes, tienen suaves pendientes y
amplios valles, famosos por sus trigales. En Egipto, Jesús no había visto nada más alto
que las pirámides, y le llevó, cierto tiempo acostumbrar su vista a reconocer las
montañas que se alzaban a la distancia como masas sólidas de tierra y rocas; parecían
nubes. También los bosques le sorprendieron, porque jamás había visto antes otros
árboles que los plantados por la mano del hombre, y encontraba difícil creer, como
afirmaba José, que esos densos bosques habían sido sembrados por la mano de Dios.

 

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Sura 31. Luqmán 

(27) Y si de todos los árboles de la tierra se hicieran plumas de escribir, y el mar, añadiéndole
aun24 [otros] siete mares, [fuera tinta], no se agotarían las palabras de Dios: pues en verdad Dios es
todopoderoso, sabio.25
(28) [Para Él,] la creación y la resurrección de todos vosotros es como [la creación y la resurrección
de] un solo individuo:26 pues en verdad, Dios todo lo oye, todo lo ve.
(29) ¿No ves que es Dios quien alarga la noche acortando el día, y alarga el día acortando la noche,
y ha hecho que el sol y la luna estén sujetos [a Sus leyes], recorriendo cada cual su curso en un
plazo fijado [por Él]27 --y que Dios es plenamente consciente de lo que hacéis?

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YASUNARI KAWABATA  KIOTO

Muy cerca de las raíces del árbol se levantaba, casi hasta la altura de
las violetas, un viejo farol de piedra. Su padre le dijo un día que en el
pie del farol estaba esculpida una imagen de Cristo.
—¿No será la Madre de Dios? —preguntó Chieko—. Cerca de la capilla
Tenjin de Kitano, vi una gran imagen de María que se parecía a ésa.
—Tiene que ser Cristo —dijo el padre, tajante—. No lleva al Niño en sus
brazos.
—Ah, claro —asintió Chieko. Y después preguntó—: ¿Hubo cristianos
entre nuestros antepasados?
—No, eso no. El farol debió de ponerlo ahí algún jardinero o
picapedrero. No es nada extraordinario.
Seguramente, aquel farol procedía de los tiempos en los que el
cristianismo estaba prohibido. La piedra era áspera y quebradiza, y la
lluvia y el viento habían borrado el perfil del relieve, en el que apenas
se distinguía ya el contorno de la cabeza, el tronco y los pies; pero
seguramente ya en un principio fue un bajo relieve. Las anchas mangas
le llegaban hasta el borde de la túnica. Las manos parecían estar
juntas, y el pecho, henchido, pero ya era imposible distinguir su forma.
De todos modos, aquella tosca figura tenía un aspecto muy distinto al
de las pétreas imágenes de Buda o de Jizo.
Pero el farol cristiano estaba en el jardín de la tienda, muy cerca del arce, porque era antiguo y artístico, no como símbolo de fe. Aunque si a
algún cliente le llamaba la atención, el padre decía: «¡Es una imagen de
Cristo!» De todos modos, aquel farol apagado rara vez despertaba
curiosidad, ya que en todos los jardines acostumbra haber uno o dos
faroles.
La mirada de Chieko pasó de las violetas a la imagen de Cristo. No
había ido a la escuela de la misión, pero por su afición a la lengua
inglesa entraba y salía con frecuencia de la iglesia cristiana, y también
había leído la Biblia. Sin embargo, algo le impedía poner flores o
encender velas delante de la vieja imagen. En el farol no se veía
ninguna cruz.
Chieko volvió de nuevo la mirada hacia las violetas. Le hicieron pensar
en el Corazón de María. Y de pronto se acordó de los grillos que había
criado en una vieja olla de cerámica de Tamba.
Empezó a criar grillos mucho después de descubrir las violetas en el
tronco del arce. Hacía de eso cuatro o cinco años. Estando en la
habitación de una amiga de la escuela, había oído el continuo canto de
los grillos y se llevó a su casa una pareja.
—¡En una olla, qué pena! —dijo Chieko a su amiga.
Pero ésta respondió que era mejor tenerlos así que en una jaula
abierta, donde pronto degenerarían. Y hasta había monasterios que los
criaban en gran escala y vendían los huevos, pues los grillos eran muy
solicitados.
También los grillos de Chieko se habían multiplicado, y ella los tenía
ahora en dos ollas de antigua cerámica Tamba. Todos los años, en los
primeros días de julio, salían del huevo y hacia mediados de agosto
empezaban a cantar.
En la estrecha y oscura olla nacían, cantaban, ponían sus huevos y
morían. Pero así se conservaba la especie. Tal vez eso fuera mejor que
la limitada vida de una sola generación en una jaula abierta. ¡Pero
pasar la vida en una olla! ¡Su universo, una olla!
Chieko sabía que el «Universo en una olla» era una leyenda de los
anacoretas de la vieja China. En esa olla había palacios, provistos de
deliciosos vinos y manjares, un país de ensueños, alejado de este
mundo terrenal. Pero seguramente si los grillos se quedaban en la olla
no era porque temieran al mundo temporal: quizá ni supieran que
vivían en una olla. Pero así viven, y seguirán viviendo.
Chieko se sorprendió al descubrir que en el recipiente en el que no
había introducido nuevos machos, las crías eran pequeñas y débiles. La culpa era de la consanguinidad. Para impedir esto, los poseedores de
grillos intercambiaban a los machos.
Ahora era primavera, no el otoño de los grillos, pero si las violetas del
tronco del arce habían hecho pensar a Chieko en los grillos de la olla es
porque entre ambas cosas había una relación. Chieko puso los grillos en
la olla, pero, ¿cómo habían llegado las violetas hasta su estrecha
morada? Así como las violetas habían abierto sus flores, así también los
grillos nacerían y cantarían aquel año.
«¿Así vive la naturaleza...?» Chieko se recogió el cabello detrás de las
orejas, alborotado por el suave viento de la primavera. Pensaba en las
violetas y en los grillos y los comparaba consigo misma. «¿Y yo...?
Aquel día de primavera en el que latía en todas partes la vida de la
naturaleza, Chieko sólo veía las pequeñas violetas.
En la tienda cesaba el trabajo. Era la hora de la comida, y Chieko pensó
que pronto tendría que arreglarse para la concertada visita a la
exposición de flores. La víspera, Mizui Shinichi llamó a Chieko por
teléfono para invitarla a la exposición de flores de Heian. Su
condiscípulo, que durante un par de semanas hacía de portero en los
jardines de Heian y con ello ganaba algún dinero, le había dicho que las
flores estaban ahora en su mejor momento.
—Yo mismo le he nombrado vigilante mío. De modo que ya ves si es
seguro —dijo Shinichi con una risa leve, y su leve risa era grata.
—¿También nos vigilará a nosotros? —preguntó Chieko.
—El chico es portero y deja entrar a todo el mundo. —Y Shinichi volvió
a reír levemente—. Pero si Chieko lo prefiere, cada uno puede entrar
solo y nos encontraremos dentro, entre las flores del jardín. Si hay que
verlas a solas, no importa. Son tan hermosas que uno no se cansa de
admirarlas.

 

 

Miguel de Cervantes
DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Entre los dedos de la mano izquierda traía una media vela encendida, y con
la derecha se hacia sombra, porque no le diese la luz en los ojos, a quien cubrían
unos muy grandes antojos; venia pisando quedito, y movía los pies blandamente.
Mirola don Quijote desde su atalaya, y cuando vio su adeliño y notó su
silencio, pensó que alguna bruja o maga venía en aquel traje a hacer en él alguna
mala fechuría, y comenzó a santiguarse con mucha priesa. Fuese llegando
la visión y, cuando llegó a la mitad del aposento, alzó los ojos y vio la priesa
con que se estaba haciendo cruces don Quijote, y si él quedó medroso en ver
tal figura, ella quedó espantada en ver la suya, porque, así como le vio tan alto
y tan amarillo, con la colcha y con las vendas que le desfiguraban, dio una gran
voz diciendo:
—Jesús, ¿qué es lo que veo?
Y con el sobresalto se le cayo la vela de las manos, y, viéndose a escuras,
volvió las espaldas para irse, y con el miedo tropezó en sus faldas y dio consigo
una gran caída. Don Quijote, temeroso, comenzó a decir:
—Conjúrote, fantasma, o lo que eres, que me digas quién eres, y que me
digas qué es lo que de mí quieres. Si eres alma en pena, dímelo; que yo haré
por ti todo cuanto mis fuerzas alcanzaren, porque soy católico cristiano y amigo
de hacer bien a todo el mundo; que para esto tomé la orden de la caballería
andante que profeso, cuyo ejercicio aun hasta hacer bien a las ánimas de purgatorio
se estiende

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