MIGUEL DE CERVANTES DON QUIJOTE 567
—Señor, a este buen hombre le presté días ha diez escudos de oro en oro,
por hacerle placer y buena obra, con condición que me los volviese cuando se
los pidiese. Pasáronse muchos días sin pedírselos, por no ponerle en mayor
necesidad de volvérmelos que la que él tenía cuando yo sé los presté; pero, por
parecerme que se descuidaba en la paga, se los he pedido una y muchas veces,
y no solamente no me los vuelve, pero me los niega, y dice que nunca tales
escudos le presté, y que, si se los presté, que ya me los ha vuelto. Yo no tengo
testigos ni del prestado ni de la vuelta, porque no me los ha vuelto. Querría que
vuesa merced le tomase juramento y, si jurare que me los ha vuelto, yo se los
perdono para aquí y para delante de Dios.
—¿Qué decís vos a esto, buen viejo del báculo? —dijo Sancho.
A lo que dijo el viejo:
—Yo, señor, confieso que me los prestó, y baje vuesa merced esa vara, y,
pues él lo deja en mi juramento, yo juraré como se los he vuelto y pagado real
y verdaderamente.
Bajó el gobernador la vara, y, en tanto, el viejo del báculo dio el báculo al
otro viejo, que se le tuviese en tanto que juraba, como si le embarazara mucho,
y luego puso la mano en la cruz de la vara, diciendo que era verdad que se le
habían prestado aquellos diez escudos que se le pedían, pero que él se los
había vuelto de su mano a la suya, y que por no caer en ello se los volvía a pedir por momentos. Viendo lo cual el gran gobernador, preguntó al acreedor qué
respondía a lo que decía su contrario; y dijo que sin duda alguna su deudor
debía de decir verdad, porque le tenía por hombre de bien y buen cristiano, y
que a él se le debía de haber olvidado el cómo y cuándo se los había vuelto, y
que desde allí en adelante jamás le pidiría nada. Tornó a tomar su báculo el
deudor, y, bajando la cabeza, se salió del juzgado. Visto lo cual Sancho, y que
sin más ni más se iba, y viendo también la paciencia del demandante, inclinó la
cabeza sobre el pecho, y, poniéndose el índice de la mano derecha sobre las
cejas y las narices, estuvo como pensativo un pequeño espacio, y luego alzó la
cabeza y mandó que le llamasen al viejo del báculo, que ya se había ido.
Trujéronsele, y, en viéndole Sancho, le dijo:
—Dadme, buen hombre, ese báculo, que le he menester.
—De muy buena gana —respondió el viejo—: hele aquí, señor.
Y púsosele en la mano. Tomole Sancho, y, dándosele al otro viejo, le dijo:
—Andad con Dios, que ya vais pagado.
—¿Yo, señor? —respondió el viejo—. Pues ¿vale esta cañaheja escudos de
oro?
—Sí —dijo el gobernador—, o si no, yo soy el mayor porro del mundo, y
ahora se verá si tengo yo caletre para gobernar todo un reino.
Y mandó que allí delante de todos se rompiese y abriese la caña. Hízose
así, y en el corazón della hallaron escudos en oro.
Quedaron todos admirados, y tuvieron a su gobernador por un nuevo
Salomón. Preguntáronle de dónde había colegido que en aquella cañaheja
estaban aquellos escudos, y respondió que de haberle visto dar el viejo que
juraba, a su contrario, aquel báculo en tanto que hacia el juramento, y jurar
que se los había dado real y verdaderamente, y que, en acabando de jurar, le
tornó a pedir el báculo, le vino a la imaginación que dentro dél estaba la paga
de lo que pedían. De donde se podía colegir que los que gobiernan, aunque sean unos tontos, tal vez los encamina Dios en sus juicios; y más, que él había
oído contar otro caso como aquel al cura de su lugar, y que él tenía tan gran
memoria, que a no olvidársele todo aquello de que quería acordarse, no hubiera
tal memoria en toda la ínsula. Finalmente, el un viejo corrido y el otro pagado,
se fueron, y los presentes quedaron admirados. Y el que escribía las palabras,
hechos y movimientos de Sancho, no acababa de determinarse si le tendría
y pondría por tonto o por discreto.
Luego acabado este pleito, entró en el juzgado una mujer, asida fuertemente
de un hombre vestido de ganadero rico, la cual venía dando grandes
voces diciendo:
—¡Justicia, señor gobernador, justicia, y si no la hallo en la tierra, la iré a
buscar al cielo! Señor gobernador de mi ánima, este mal hombre me ha cogido
en la mitad dese campo y se ha aprovechado de mi cuerpo como si fuera
trapo mal lavado.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 567
7.
El juicio no reveló nada, extrañamente, y no brilló tampoco la elocuencia de una
serie de confusos testigos, por lo que la sentencia final, que condenaba a la Slavska
bajo una acusación de secuestro, resultó cuestionable en términos legales. Surgían
todo tipo de detalles irrelevantes que oscurecían la cuestión principal. Gente
equivocada recordaba hechos correctos y viceversa. Había una factura, presentada
por un cierto Gastón Coulot, labrador, «pour un arbre abattu». El general L. y el
general R. sufrieron lo indecible bajo el verbo y la autoridad de un abogado sádico.
Un clochard parisino, uno de esos tipos sin afeitar, de nariz encarnada y madura (un
papel fácil, el suyo), que guardan todas sus pertenencias terrenales en sus
voluminosos bolsillos y que se envuelven los pies en capa tras capa de periódicos
rotos cuando se les acaba el último calcetín y a los que se les puede ver,
confortablemente sentados, con las piernas abiertas y una botella de vino, apoyados
contra las paredes ruinosas de algún edificio que nunca se ha acabado de construir,
hizo una declaración sensacionalista en la que dijo haber observado desde un lugar
privilegiado cómo maltrataban a un anciano. Dos mujeres rusas, una de las cuales
había recibido hacía tiempo tratamiento por un ataque agudo de histeria, dijo que
en el día del crimen vieron al general Golubkov y al general Fedchenko en el coche
del primero. Un violinista ruso que estaba en el vagón restaurante de un tren
alemán... pero es inútil volver a relatar todos esos rumores vacíos.
OBRAS COMPLETAS – FRANZ KAFKA 567
Había reflexionado ya sobre la utilidad de procurarse un perrito.
Ese animal es alegre y, ante todo, agradecido y fiel; un colega de Blumfeld
tiene uno así, que no se apega a nadie, excepción hecha de su
amo, y cuando no le ha visto durante algún tiempo, lo recibe con fuertes
ladridos, con lo que evidentemente quiere expresar su alegría por
haber encontrando nuevamente al extraordinario benefactor que es su
señor. Sin embargo, un perro tiene sus desventajas, y aun cuando sea
tenido en el mayor grado de limpieza, ensucia la habitación. Esto es imposible
de evitar, no se lo puede bañar con agua caliente cada vez que
se lo hace entrar, lo que, por otra parte, atenta contra su salud. Pero
Blumfeld no tolera suciedad en su aposento, la limpieza de su habitación
es algo indispensable para él y varias veces por semana sostiene
disputas sobre este punto, con la, por desgracia, no muy cuidadosa sirvienta.
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