jueves, julio 04, 2013

LA RUMBA DE ERIK SATIE.

 

   

 

VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos

Después de quedarse un buen rato en la ventana (y poniendo todo de
su parte para encontrar una mínima defensa ante aquella idea ridicula, trivial, pero
también invencible, de que dentro de unos pocos días, el diecinueve de junio,
alcanzaría la edad mencionada en su sueño de infancia), Graf abandonó silencioso
su habitación que iba dominando la penumbra y en la que todos los objetos,
alentados ligeramente por las olas del crepúsculo, habían abandonado sus lugares
de apoyo y flotaban como lo hacen los muebles en una casa inundada. Todavía era
de día y, de alguna forma, el corazón se encogía ante la ternura de las primeras
luces. Graf se dio cuenta al momento de que algo andaba mal, que una agitación
extraña se estaba extendiendo por todos lados: la gente se reunía en las esquinas de
las calles, hacía señas extrañas, caminaba hasta la acera de enfrente, y al llegar allí
señalaba con el dedo a algo que se perdía en la distancia y luego se quedaba quieta
en una misteriosa actitud como de sopor. En la oscuridad del crepúsculo, los
nombres se perdían, sólo quedaban los verbos, o al menos las formas arcaicas de
ciertos verbos. Este tipo de fenómeno podía significar muchas cosas: por ejemplo, el
fin del mundo.

El Vellocino De Oro
Robert Graves

Aquella noche, cuando estaba en la cama con Alcinoo, Arete se mostró lo más cariñosa que pudo,rascándole suavemente la cabeza con sus bien recortadas uñas, y besándole con frecuencia. Le preguntó:
-Mi noble señor, dime ¿cuál es el veredicto que piensas pronunciar mañana en el caso de nuestra dulce invitada, la princesa colquídea? Pues realmente se me partiría el corazón si la hicieras regresar
para casarse con aquel horrible albanés del que me ha estado hablando Atalanta. Imagínate, no se ha lavado desde que nació -la ley albanesa prohíbe estrictamente que se laven y está plagado de parásitos, como un queso podrido. Y ella que es tan hermosa, y tan desdichada, y la hija huérfana de
tu viejo amigo...
Alcinoo se hacía el dormido, pero al llegar a este punto no pudo contenerse y dijo:
-En primer lugar, amada mía, no puedo decirte cuál será el veredicto que pronunciaré; sin duda me será revelado en un sueño.

   

Edgar Allan Poe
Obras en español

Mis ensueños fueron de los más terroríficos y
me sentía abrumado por toda clase de calamidades y horrores. Entre otros terrores, me
veía asfixiado entre enormes almohadas, que me arrojaban demonios del aspecto más feroz
y siniestro. Serpientes espantosas me enroscaban entre sus anillos y me miraban de. hito
en hito con sus relucientes y espantosos ojos. Luego se extendían ante mí desiertos sin límites, de aspecto muy desolado. Troncos de árboles inmensamente altos, secos y sin
hojas, se elevaban en infinita sucesión hasta donde alcanzaba mi vista; sus raíces se
sumergían bajo enormes ciénagas, cuyas lúgubres aguas yacían intensamente negras,
serenas y siniestras. Y aquellos extraños árboles parecían dotados de vitalidad humana, y
balanceando de un lado para otro sus esqueléticos brazos, pedían clemencia a las silenciosas
aguas con los agudos y penetrantes acentos de la angustia y de la desesperación más
acerba. La escena cambió, y me encontré, desnudo y solo, en los ardientes arenales del
Sahara. A mis pies se hallaba agazapado un fiero león de los trópicos; de repente, abrió sus
ojos feroces y se lanzó sobre mí. Dando un brinco convulsivo, se levantó sobre sus patas,
dejando al descubierto sus horribles dientes. Un instante después, salió de sus enrojecidas
fauces un rugido semejante al trueno, y caí violentamente al suelo. Sofocado en el
paroxismo del terror, medio me desperté al fin. Mi pesadilla no había sido del todo una
pesadilla. Ahora, al fin, estaba en posesión de mis sentidos. Las pezuñas de un monstruo
enorme y real se apoyaban pesadamente sobre mi pecho; sentía en mis oídos su cálido
aliento, y sus blancos y espantosos colmillos brillaban ante mí en la oscuridad.Aunque hubieran dependido mil vidas del movimiento de un miembro o de la
articulación de una palabra, no me hubiese movido ni hablado. La bestia, cualquiera que
fuese, se mantenía en su postura sin intentar ataque alguno inmediato, mientras yo seguía
completamente desamparado y, según me imaginaba, moribundo bajo sus garras. Sentía que
las facultades físicas e intelectuales me abandonaban por momentos; en una palabra, sentía
que me moría de puro miedo. Mi cerebro se paralizó, me sentí mareado, se me nubló la
vista; incluso las resplandecientes pupilas que me miraban me parecieron más oscuras.
Haciendo un postrer y supremo esfuerzo, dirigí una débil plegaria a Dios y me resigné a
morir.
El sonido de mi voz pareció despertar todo el furor latente del animal. Se
precipitó sobre mí: pero cuál no sería mi asombro cuando, lanzando un sordo y prolongado
gemido, comenzó a lamerme la cara y las manos con el mayor y las más extravagantes
demostraciones de alegría y cariño

 

                                           

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