Katherine Webb El legado 159
Hace unos años Mary sucumbió a la moda de hacer árboles genealógicos; investigó el linaje de la familia Calcott, de la que tan orgullosamente había pasado a formar parte por
matrimonio en su día, y nos envió a todos una copia con la felicitación de Navidad de
ese año. Se casaron en 1905, y perdieron una hija antes de que naciera Meredith en
1911. Doy la vuelta a la foto bajo la luz y trato de encontrar más pistas en ella.
Caroline me sostiene la mirada con serenidad, su mano se enrosca protectora
alrededor del bebé. ¿Adonde fue a parar ese niño? ¿Cómo desapareció de nuestro
árbol genealógico? Deslizo la foto en mi bolsillo trasero y empiezo a toquetear las joyas, sin apenas mirarlas. Me pincho un dedo con el alfiler de un broche y me quedo un rato sentada, probando el sabor de mi sangre.
»—El caso de mi hijo es diferente.
»—¿En qué es diferente?
»—Ya se lo he explicado. El hombre al que hay que temer no es mi hijo.
Es al otro.
»—Así pues, ¿sufre de un desdoblamiento de la personalidad?
»—No. Tiene a otro hombre en su interior. En realidad, es más bien un
niño. Un niño que tiene su propia historia, su evolución, sus exigencias. Un
niño que ha crecido dentro de mi hijo. Como un cáncer.
»—¿Se refiere usted al niño que fue su propio hijo?»
La voz española capituló:
«—Usted sabe que en aquella época yo no estaba presente...
»—Y ahora, ¿qué teme usted?
»—Que esa personalidad se materialice.
»—Se materialice... ¿en qué sentido?
»—No lo sé. Pero es peligroso. ¡Madre de Dios!
»—En cuanto a esas crisis, ¿sabe usted algo con certeza?»
Se oyó ruido de pasos. El español retrocedía. Sin duda hacia la puerta.
«—Debo marcharme. Le contaré más la próxima semana.
»—¿Está seguro?
»—Soy yo quien debe gestionar esas informaciones. Todo eso forma
parte de un todo.»
Ruido de silla: Féraud se levantó.
«—¿Un todo?
»—Es un mosaico, ¿comprende? Cada pieza aporta su parte de
verdad.»
La voz del español también era cautivadora. Se tornaba cada vez más
cálida. Si hubiera que calificarla de algún modo, podría decirse que era
«bronceada». Tostada por años de calor y de polvo. Jeanne se imaginaba
a un hombre alto, gris, elegante, en la sesentena. Un hombre agostado por
la luz y por el miedo.
E d u a r d o M e n d o z a R i ñ a d e g a t o s 159
—Mi teoría no es descabellada —replicó Anthony, que en esta ocasión decidió pasar
por alto los insultos y aprovechar los conocimientos de su interlocutor—. La sociedad
española del Siglo de Oro era mucho más liberal que la sociedad inglesa; nada que ver con
la sombría imagen que nos ha legado la leyenda negra. España estaba más cerca de Italia
que de cualquier otro país. Las comedias de Lope de Vega o de Tirso de Molina o el
mismo Quijote nos muestran unas costumbres muy poco estrictas e incluso el bárbaro
honor calderoniano es un reconocimiento implícito de la fragilidad, la temeridad y la
fogosidad de las mujeres. Si hemos de creer en la literatura de la época, en España las
mujeres eran cultas y decididas; no les arredraba la idea de emprender arriesgadas
correrías disfrazadas de hombres. En mi opinión, los hechos se producen de la siguiente
manera: un noble libertino, casado con una mujer inteligente y muy poco convencional,
encarga un cuadro de tema mitológico, pero en el fondo un desnudo femenino sensual y
desinhibido. El cuadro nunca ha de salir de los aposentos privados de don Gaspar, por lo
que su esposa no tiene inconveniente en participar del juego. No hemos de descartar que
ella pueda ser cómplice del libertinaje de su esposo en vez de una virtuosa y resignada
víctima. Al fin y al cabo, se trata de Velázquez; ser retratada por él no sólo halaga su
vanidad, sino que le garantiza un lugar preeminente en la Historia del Arte. Si la Venus de
Rokeby es realmente doña Antonia de la Cerda, hasta usted deberá convenir en que se trata
de una mujer de extraorria belleza, y no precisamente mojigata.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 159
1. Las tuberías
Delante de la casa en la que vivo hay una tubería negra gigante tendida a lo largo
del borde externo de la acera. A unos pies de la misma, en hilera, hay otra, y luego
una tercera y una cuarta —las entrañas de hierro de las calles, todavía ociosas, antes
de descender a la tierra, a las profundidades que se extienden bajo el asfalto. En los
primeros días, tras su descarga de los camiones que vino acompañada de un
estruendo hueco de metales, los chiquillos corrían a lo largo de las mismas y
reptaban a cuatro patas por aquellos túneles redondos, pero una semana más tarde
los niños dejaron de jugar y empezó a caer una espesa nieve; y ahora, cuando a la
luz gris y opaca de la primera mañana me aventuro hasta la calle, sondeando
precavidamente la traicionera superficie helada de la acera con mis sólidas suelas
de goma, una tira uniforme de nieve recién caída se extiende a lo largo de la parte
superior de cada una de las tuberías, mientras que en su interior, en la boca
propiamente dicha de la tubería, que se encuentra en el lugar más cercano al punto
donde los raíles dibujan una curva, el reflejo de un tranvía que todavía no ha
apagado sus luces se desliza majestuoso como un relámpago de brillo naranja. Hoy
alguien escribió «Otto» con el dedo en la tira de nieve virgen y yo pensé que aquel
nombre, con sus dos suaves oes flanqueando la pareja de dulces consonantes, se
adaptaba de forma muy hermosa a la capa silenciosa de nieve sobre aquella tubería
con dos agujeros y su tácito túnel.
Graves, Robert El Vellocino de Oro 159
Los argonautas no temían a sus espíritus, pues habían muerto en lucha lícita.
Butes quedó encantado con un tarro de miel silvestre que encontró en la despensa particular de Amico: era -de un color marrón dorado, procedente en su totalidad de la flor de pino en las montañas de Argantania.
-En ningún sitio había encontrado una miel de pino tan sumamente pura como ésta -declaró-. La llamada miel de pino del monte Pelión está mezclada con una variedad de otras flores; pero ésta tiene aquel fuerte sabor auténtico. No obstante -añadió--, es más bien una curiosidad que una golosina.
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