DON QUIJOTE DE LA MANCHA CERVANTES
—Con todo —replicó el del Bosque—, hemos de pelear siquiera media
hora.
—Eso no —respondió Sancho—; no seré yo tan descortés ni tan desagradecido,
que con quien he comido y he bebido trabe cuestión alguna, por mínima
que sea; cuanto más que estando sin cólera y sin enojo, ¿quién diablos se
ha de amañar a reñir a secas?
—Para eso —dijo el del Bosque—, yo daré un suficiente remedio, y es que
antes que comencemos la pelea, yo me llegaré bonitamente a vuestra merced
y le daré tres o cuatro bofetadas que dé con él a mis pies, con las cuales le haré
despertar la cólera aunque esté con mas sueño que un lirón.
—Contra ese corte sé yo otro —respondió Sancho—, que no le va en zaga:
cogeré yo un garrote, y antes que vuestra merced llegue a despertarme la cólera
haré yo dormir a garrotazos de tal suerte la suya, que no despierte si no fuere
en el otro mundo, en el cual se sabe que no soy yo hombre que me dejo manosear
el rostro de nadie; y cada uno mire por el virote. Aunque lo mas acertado
sería dejar dormir su cólera a cada uno; que no sabe nadie el alma de nadie, y
tal suele venir por lana que vuelve tresquilado, y Dios bendijo la paz y maldijo
las riñas; porque si un gato acosado, encerrado y apretado se vuelve en león,
yo, que soy hombre, Dios sabe en lo que podré volverme, y, así, desde ahora
intimo a vuestra merced, señor escudero, que corra por su cuenta todo el mal
y daño que de nuestra pendencia resultare.
—Está bien —replicó el del Bosque—; amanecerá Dios y medraremos.
En esto, ya comenzaban a gorjear en los árboles mil suertes de pintados
pajarillos, y en sus diversos y alegres cantos parecía que daban la norabuena y
saludaban a la fresca aurora, que ya por las puertas y balcones del Oriente iba
descubriendo la hermosura de su rostro, sacudiendo de sus cabellos un número
infinito de líquidas perlas, en cuyo suave licor bañándose las yerbas, parecía
asimesmo que ellas brotaban y llovían blanco y menudo aljófar; los sauces destilaban
maná sabroso, reíanse las fuentes, murmuraban los arroyos, alegrábanse
las selvas y enriquecíanse los prados con su venida. Mas apenas dio lugar la claridad del día para ver y diferenciar las cosas, cuando la primera que se ofreció a los ojos de Sancho Panza fue la nariz del escudero del Bosque, que era
tan grande, que casi le hacía sombra a todo el cuerpo. Cuéntase, en efecto,
que era de demasiada grandeza, corva en la mitad y toda llena de verrugas, de
color amoratado, como de berenjena; bajábale dos dedos mas abajo de la
boca, cuya grandeza, color, verrugas y encorvamiento así le afeaban el rostro,
que, en viéndole Sancho, comenzó a herir de pie y de mano como niño con
alferecía, y propuso en su corazón de dejarse dar docientas bofetadas antes
que despertar la cólera para reñir con aquel vestiglo.
Don Quijote miró a su contendor y hallole ya puesta y calada la celada, de
modo que no le pudo ver el rostro, pero notó que era hombre membrudo, y
no muy alto de cuerpo. Sobre las armas traía una sobrevista o casaca de una
tela, al parecer, de oro finísimo, sembradas por ella muchas lunas pequeñas de
resplandecientes espejos, que le hacían en grandísima manera galán y vistoso;
volábanle sobre la celada grande cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas;
la lanza que tenía arrimada a un árbol era grandísima y gruesa, y de un
hierro acerado de mas de un palmo.
Todo lo miró y todo lo notó don Quijote, y juzgó de lo visto y mirado que
el ya dicho caballero debía de ser de grandes fuerzas; pero no por eso temió
como Sancho Panza, antes con gentil denuedo dijo al Caballero de los Espejos
WILLIAM SHAKESPEARE EL MERCADER DE VENECIA
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