VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 570
Me casé, veamos, como un mes después de que te fueras de Francia y unas cuantas
semanas antes de que los amables alemanes entraran bramando en París. Aunque
poseo pruebas documentales de mi matrimonio, tengo ahora la seguridad de que
mi esposa no existió nunca. Puede que conozcas su nombre a través de otros
medios, pero eso no importa: no es sino el nombre de una ilusión.
Consiguientemente, me veo en la libertad de hablar de ella ahora con la misma
objetividad con la que hablaría de un personaje de un relato (de uno de tus relatos,
para ser más preciso).
Fue amor a primer tacto más que a primera vista, porque la había visto ya unas
cuantas veces antes de experimentar ninguna emoción especial, pero una noche,
cuando la acompañaba a casa, algo original que dijo me hizo doblarme de risa y
darle un leve beso en el pelo, y... claro está, todos conocemos de memoria esa
explosión cegadora causada por el simple acto de agacharnos a recoger una
muñequita del suelo de una casa que ha sido cuidadosamente abandonada: el
soldado que lleva a cabo la acción no oye nada; para él no es sino la mera expansión
muda e ilimitada de algo que a lo largo de su vida había sido siempre un punto de
luz en el centro oscuro de su ser. Y en realidad, la razón por la que hablamos de la muerte en términos celestiales es porque el firmamento visible, especialmente por la noche (por encima de nuestro París apagado y en guerra, con los lúgubres arcos
de su bulevar Exelmans y el incesante regurgitar alpino de sus desoladas letrinas), es
el símbolo más adecuado y omnipresente de aquella explosión inmensamente
silenciosa.
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