Así serían los 70 pasos de la Infanta antes de declarar El Mundo
Once pasos, una media sonrisa y un 'buenos días' El Mundo
El vehículo se paró frente a una valla, a 13 pasos de la puerta El País
Alessandro Baricco
Seda
Se embarcó, en Takaoka, en un barco de contrabandistas holandeses que lo llevó a Sabirk. Desde allí ascendió por la frontera china
hasta el lago Baikal, atravesó cuatro mil kilómetros de tierra siberiana, superó los Urales,
llegó hasta Kiev y recorrió en tren toda Europa, de este a oeste, hasta entrar, después de tres meses de viaje, en Francia. El primer domingo de abril —justo a tiempo para la misa
mayor— llegó a las puertas de Lavilledieu. Se detuvo, dio gracias al Señor, y entró en el
pueblo a pie, contando sus pasos, para que cada uno tuviera un nombre, y para no
olvidarlos nunca más.
—¿Cómo es el fin del mundo? —le preguntó Baldabiou.
—Invisible.
A su mujer, Hélène, le trajo de regalo una túnica de seda que ella, por pudor, nunca
se puso. Si se sostenía entre los dedos, era como coger la nada.Los huevos que Hervé Joncour había traído del Japón —pegados a centenares sobre pequeñas láminas de corteza de morera— se revelaron completamente sanos.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos
En la parte más alta de las escaleras, nos encontramos con una especie de tosca
terraza. Desde allí se veía la silueta delicada y gris de paloma del monte San Jorge
con un puñado de manchas color hueso (alguna aldea) en una de sus pendientes; el
humo de un tren apenas visible se elevaba en ondas desde su base... para
desaparecer repentinamente; más abajo, entre el desorden de los tejados, se
distinguía un ciprés solitario, que parecía la punta húmeda y gastada de un pincel
de acuarelas; a la derecha, se conseguía una breve vista del mar, que era gris, con
arrugas de plata. A nuestros pies había una vieja llave roñosa, y en la pared de la
casa medio en ruinas que lindaba con la terraza, colgaban todavía los restos de unos
cables... Pensé que hubo un tiempo en el que existió vida en aquel lugar, en el que
una familia gozó del fresco de la noche, que unos niños torpes entretuvieron sus
horas coloreando una serie de cromos a la luz de una lámpara... Nos quedamos ahí
sin hacer nada como si estuviéramos escuchando algo; Nina, que se había subido a una especie de escalón, me puso una mano en el hombro y sonrió, y con cuidado,
para no estropear su sonrisa, me besó. Con una fuerza insoportable, reviví (o por lo
menos eso creo ahora) todo lo que había sucedido entre nosotros, todo aquello que
había comenzado con un beso semejante, y dije (sustituyendo nuestro barato y
formal «tú» por ese «usted» expresivo y lleno de sentido al que el navegante
retorna, tras dar la vuelta al mundo que ha enriquecido toda su persona): «Escuche,
¿y qué pasaría si le dijera que la quiero?». Nina me miró, yo repetí aquellas palabras,
quería añadir... pero algo como un murciélago pasó veloz por su rostro, una
expresión rápida, extraña, casi fea, y ella, que no tenía miramientos para decir tacos
y juramentos con toda naturalidad, sintió vergüenza; yo también me sentí raro...
«No importa, era una broma», me apresuré a decirle abrazándola suave por la
cintura. Un ramo de violetas pequeñas, oscuras, que no escatimaban su aroma
apareció en sus manos sin saber bien de dónde, y antes de que volviera junto a su
marido y su coche, nos quedamos un poco más junto al parapeto de piedra y
nuestro romance fue entonces más desesperado que nunca. Pero la piedra estaba
caliente como la carne y de repente entendí algo que había estado viendo sin
comprenderlo —por qué un trozo de papel de aluminio había brillado tanto sobre
el asfalto, por qué el brillo de una copa había temblado sobre el mantel, por qué el
mar brillaba glorioso: de alguna manera, imperceptiblemente, el cielo blanco sobre
Fialta se había saturado de sol, y ahora toda ella estaba impregnada de sol, y este
resplandor blanco rebosante no dejaba de crecer, todo se disolvía en él, todo se desvanecía, todo desaparecía y yo estaba en el andén de la estación de Mlech con un periódico recién comprado que me informaba de que el coche amarillo que
había visto bajo los plátanos había sufrido un accidente al salir de Fialta, al chocar a
toda velocidad con el vagón de un circo ambulante que entraba en la ciudad, un
choque del que Ferdinand y su amigo, aquellos sinvergüenzas invulnerables,
aquellas salamandras del destino, aquellos basiliscos de la buena suerte, habían
escapado indemnes, con heridas leves y localizadas, mientras que Nina, a pesar de
haberlos imitado fielmente durante largos años, había resultado ser, después de
todo, mortal.
https://soundcloud.com/micaeldourado/katia-guerreiro-segredos
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