RAMSÉS
EL HIJO DE LA LUZ
CHRISTIAN JACQ 187
Ameni volvió al ataque. Curado de una congestión que lo había tenido postrado
en cama, estaba decidido a probarle a Ramsés que sus investigaciones no habían
sido en vano. El trabajo excesivo había minado la salud del joven escriba, aunque
reanudaba su labor con la misma seriedad, triste por haberla retrasado. A pesar de
que Ramsés no formulaba ningún reproche, Ameni se sentía culpable. Un día de
descanso le parecía una falta imperdonable.
—He registrado todos los basureros y he obtenido una prueba —le dijo a
Ramsés.
—¿«Prueba» no es un término excesivo?
—Dos fragmentos de caliza que encajan de manera indiscutible. En uno aparece
la mención del taller sospechoso; en el otro, el nombre del propietario, fragmento
desgraciadamente roto, pero que termina por la letra R. Este indicio ¿no acusa a
Chenar?.
LOS TEXTOS DE LAS PIRAMIDES 187
LA SOMBRA DE LA LUNA M.M. KAYE 187
Danza de espejos
Lois McMaster Bujold 187
Se dio la vuelta y caminó hacia delante — casi perdió la concentración por
un susurro anónimo que le llegó desde algún lugar en la antecámara detrás de él,
«¡Dios mío, los Vorkosigan van a hacerlo realmente!» —, subió, saludó militarmente
y se arrodilló sobre la pierna izquierda. Sacó la bolsa con la mano derecha, extendió
la palma hacia arriba, tartamudeó las palabras formales y sintió como si las
miradas de los presentes le destrozaran la espalda como rayos de arcos de plasma.
DON QUIJOTE DE LA MANCHA CERVANTES 187
Entré secreto, y dejé una mula en que venía en casa
del buen hombre que me había llevado la carta; y quiso la suerte que entonces
la tuviese tan buena, que hallé a Luscinda puesta a la reja, testigo de nuestros
amores. Conociome Luscinda luego, y conocila yo, mas no como debía ella
conocerme, y yo conocerla. Pero, ¿quién hay en el mundo que se pueda alabar
que ha penetrado y sabido el confuso pensamiento y condición mudable de
una mujer? Ninguno, por cierto. Digo, pues, que así como Luscinda me vio, me
dijo: «Cardenio, de boda estoy vestida; ya me están aguardando en la sala don
Fernando el traidor, y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antes lo
serán de mi muerte que de mi desposorio. No te turbes, amigo, sino procura
hallarte presente a este sacrificio, el cual si no pudiere ser estorbado de mis
razones, una daga llevo escondida que podrá estorbar más determinadas fuerzas,
dando fin a mi vida y principio a que conozcas la voluntad que te he tenido
y tengo». Yo le respondí, turbado y apriesa, temeroso no me faltase lugar
para responderla: «Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras; que si tú
llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella, o
para matarme, si la suerte nos fuere contraria».
Robert Graves
La Diosa Blanca 187
De qué material estaba hecho el saco de Mercurio se puede averiguar en el mito
paralelo de Manannan, hijo de Lyr, un héroe solar goidélico predecesor de Fionn y
Cuchulain, quien llevó los Tesoros del Mar (es decir, el alfabeto secreto de los Pueblos
del Mar) en un saco hecho con piel de grulla; y en el mito de Mider, un dios del Infierno
goidélico que corresponde al británico Arawn («Elocuencia»), rey de Annwn, quien
vivía en un castillo en la Isla de Man de Manannan con tres grullas en su puerta, el
deber de las cuales era alejar a los viajeros graznando: «¡No entréis! ¡Alejaos! ¡Pasad de
largo!» El saco de Perseó tenía que ser de piel de grulla, porque la grulla estaba
consagrada a Atenea y Artemisa, su equivalente en Efeso, y además fue la que inspiró a
Hermes la invención de las letras. Las Gorgonas que vuelan son, por consiguiente,
grullas con rostros de Gorgonas y velan por los secretos del saco, protegido asimismo
por una cabeza de Gorgona.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 187
Me desperté y vi un pie.
—Perdón ¿un qué? —interrumpió el modesto crítico, inclinándose hacia delante y
levantando un dedo.
—Vi un pie —repitió el escritor—. Había luz en el compartimiento. El tren estaba
parado en una estación. Era el pie de un hombre, un pie de tamaño considerable, en
un calcetín grueso, a través del cual un azulado dedo gordo había conseguido abrir
un agujero. Estaba plantado impasible en el peldaño de la escalerilla de la cama que
yo tenía delante de la cara y su propietario, oculto por la litera superior que me
amparaba como un techo, estaba a punto de dar el último empujón para alzarse
definitivamente hasta su cama. Tuve tiempo de sobra para inspeccionar aquel pie
en su calcetín gris de cuadros negros y también parte de la pierna: la vena violeta
que aparecía en un lado de aquella robusta pantorrilla, y sus desagradables pelos
que sobresalían por entre la urdimbre de sus calzoncillos largos. Era un miembro
absolutamente repelente. Mientras miraba, se tensó, el dedo gordo se movió un par
de veces con tenacidad; luego, finalmente, la extremidad toda despegó como de
golpe alzándose a las alturas y desapareció de mi vista. De arriba me llegaban unos
gruñidos y resuellos que me llevaron a pensar que el hombre se disponía a dormir.
La luz se apagó, y unos momentos más tarde el tren se puso en marcha con una
sacudida.
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