jueves, julio 24, 2014

EL MURCIÉLAGO Y LAS UVAS.







VLADIMIR NABOKOV  PNIN

En un rincón del sofá, el aburrido Clements
hojeaba un álbum de Obras Maestras Flamencas, regalado a Victor por su madre y que el muchacho dejara a Pnin.
Joan estaba sentada en el piso junto a las rodillas de su marido, con un plato de uvas en la falda de su amplio vestido,pensando en qué momento podrían retirarse sin lastimar a Timofey. Los otros escuchaban a Hagen, que disertaba
sobre educación moderna.
—Puede reírse —dijo Hagen, lanzando una mirada aguda a Clements, que se defendió de la acusación negando con
la cabeza mientras pasaba a Joan el álbum y le indicaba algo que había provocado su risa súbita.
—Puede reír, pero afirmo que el único modo de escapar del pantano (una gota no más, Timofey; es suficiente) es
encerrar al estudiante en una celda a prueba de ruidos y eliminar la sala de conferencias.
—Sí, eso es —dijo Joan por lo bajo a su marido, devolviéndole el álbum.
—Me alegro que esté de acuerdo, Joan —continuó Hagen—. No obstante, me han llamado enfant terrible por
exponer esta teoría, y quizá usted no convenga con ella tan fácilmente cuando termine de oírme. A disposición del
estudiante aislado habrá discos que abarcarán todos los temas posibles...
—Pero la personalidad del conferenciante —dijo Margaret Thayer — de algo valdrá, creo yo.
—¡No vale nada! — gritó Hagen—. ¡Esa es la tragedia!
¿A quién, por ejemplo, le interesa él? —e indicó al radiante Pnin—. ¿A quién le interesa su personalidad? ¡A nadie!
Rechazarían la maravillosa personalidad de Timofey sin un estremecimiento. El mundo quiere una máquina, no un
Timofey.
—Podríamos tener a Timofey televisado —dijo Clements.
—¡Oh! Esto me encantaría —dijo Joan, sonriendo a su anfitrión, y Betty asintió con entusiasmo. Pnin hizo una
inclinación profunda y extendió las manos con el gesto que significa: «¡Estoy desarmado!»
—¿Y qué dice usted de mi plan? —preguntó Hagen » Thomas.
—Yo puedo decirle lo que piensa Tom —dijo Clements, siempre el mismo cuadro del libro que tenía abierto sobre las
rodillas—. Tom cree que el mejor método de enseñar es confiar en la polémica en clase, lo que significa dejar a veinte
cabezas duras y a dos neuróticos engreídos que discutan 50 minutos sobre algo que ni ellos ni su profesor saben.
Durante los últimos tres meses —continuó, sin transición alguna— he estado buscando este cuadro, y aquí está. El
editor de mi nuevo libro sobre la Filosofía del Gesto quiere un retrato mío. Joan y yo sabíamos que en alguna parte
habíamos encontrado un parecido sorprendente pintado por un Viejo Maestro, pero no nos acordábamos ni del
período al que pertenecía; pues bien, aquí está, aquí está. El único retoque necesario consistiría en agregarle una
camisa de sport y suprimirle la mano de guerrero.
—Debo protestar... — comenzó a decir Thomas. Clements pasó el libro abierto a Margaret Thayer, quien estalló en
una carcajada.
—Debo protestar, Laurence —insistió Tom—. Una discusión serena en un ambiente de amplias generalizaciones es
una aproximación más realista a la educación que la anticuada conferencia solemne.
—Por cierto, por cierto— dijeron los Clements. Joan se incorporó y cubrió su vaso con su alargada palma cuando Pnin
intentó llenarlo nuevamente. Mistress Thayer miró su reloj-pulsera y luego a su marido. Un suave bostezo distendió la
boca de Laurence. Betty preguntó a Thomas si conocía a un hombre de apellido Fogelman, experto en murciélagos,
que vivía en Santa Clara, Cuba. Hagen pidió un vaso de agua o de cerveza.




RAMSÉS 1
EL HIJO DE LA LUZ
CHRISTIAN JACQ

El griego
admiraba las viñas de color verde oscuro, de las que colgaban pesados racimos. Como entremés, se
hartaba de gruesos granos de uvas de un azul profundo. Guisados de pichones, buey asado, codornices a
la miel, riñones y costillas de cerdo cocinados con finas hierbas embelesaban su paladar. No se cansaba de
contemplar a las jóvenes instrumentistas, muy poco vestidas, que regalaban sus oídos tocando la flauta y el
arpa portátil.-Egipto es un hermoso país -admitió-. Lo prefiero a los campos de batalla.
-¿Os satisface vuestra villa?
-¡Es un verdadero palacio! De regreso a mi país, ordenaré a mis arquitectos que me construyan
una semejante.
-¿Y los sirvientes?
-Están en todo.
Como deseaba, Menelao había conseguido una tina de granito, que llenaban de agua caliente y en
la que tomaba interminables baños. Su intendente egipcio juzgaba el procedimiento, además de poco
higiénico, reblandecedor. Como sus compatriotas, prefería las duchas. Pero se plegaba a las instrucciones
dadas por Chenar. Cada mañana, una masajista frotaba con aceite el cuerpo cubierto de cicatrices del gran
héroe.
-¡Vuestras masajistas no son muy dóciles! En mi país, las esclavas no son tan remilgadas. Después
del baño, me dan placer de acuerdo a mis apetencias.
-En Egipto no hay esclavos -precisó Chenar-. Son profesionales que reciben un salario.
-¿No hay esclavos? ¡Ése es un progreso del que carece vuestro gran país!
-Necesitaríamos hombres de vuestro temple.
Menelao apartó la codorniz a la miel servida en un plato de alabastro. Las últimas palabras de
Chenar le cortaron el apetito.


Bajo la sombra de esta venerable higuera, la Ruminalis, celebraban el sacrificio de un perro y de un macho cabrío, animales que eran considerados impuros. Después se tocaba la frente de los luperci con el cuchillo teñido con la sangre de la cabra y a continuación se borraba la mancha con un mechón de lana impregnada en leche del mismo animal. Éste era el momento en que los lupercos prorrumpían en una carcajada de ritual. Luego cortaban la piel de los animales sacrificados en tiras, llamadas februa, que junto con la deidad sabina Februo, y el sobrenombre de Juno, Februalis (la que purifica), son los posibles candidatos a darle nombre al mes de Febrero. Con este aspecto y casi desnudos, sólo tapados con unas tiras de cuero, salían alrededor del monte Palatino donde golpeaban a todos los que encontraban a su paso. El ser azotado por las tiras de cuero de los luperci equivalía a un acto de purificación, y era llamado februatio.





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