ANATOLE FRANCE-EL CRIMEN DE UN ACADEMICO pág.100
Un viento ligero barre con el polvo de la calzada las semillas de los plátanos y los granos de cebada caídos de los morrales de los caballos Ese polvo no es nada, pero al verlo volar recuerdo que en mi infancia veía también un polvo semejante, y mi alma de viejo parisiense se conmueve. Todo cuanto diviso desde mi halcón, ese horizonte que se extiende a mi izquierda hasta las colinas de Chaillot y que me permite des—cubrir el Arco de Triunfo como un dedalito de piedra; el Sena, río glorioso, y sus puentes; los tilos de la terraza de las Tullerías; el Loto re del Renacimiento, cincelado como una joya; y a mi derecha, por la parte del Puente Nuevo, Pons Lutetioe Novus dictus, como se lee en las estampas antiguas: el viejo y venerable París con sus torres y sus flechas¿Palabras? ¡Oh! Sí; palabras. Como filólogo, soy su soberano; ellas son mis súbditos, y como buen rey las consagro mi vida entera. ¿Podré abdicar algún día?
No te quejes, Octavio, y reflexiona.
Pides respeto, y tú nada respetas
LA CON DICIÓN HUMANA-ANDRÉ MALRAUX pág 100
–Sí. Le he encargado que me compre algunas aguadas de Kama.
–¿Se encuentran en las casas de los anticuarios?
–No. Pero Kama vuelve de Europa; pasará por aquí dentro de unos quince días. Clappique estaba
cansado, y no ha contado más que dos lindas historias: la de un ladrón chino que fue absuelto por
haberse introducido por un agujero en forma de lira en el Monte Pío, que se puso a desvalijar, y esta
otra: Ilustre Virtud, desde hacía veinte años, domesticaba a unos conejos. A un lado de la aduana
interior, estaba su casa; al otro, sus cabañas. Los aduaneros, sustituidos una vez más, se olvidaron
de prevenir a sus sucesores acerca de su paso cotidiano. Llega él con su cesta, llena de hierba debajo
del brazo. «¡Eh! Enseñe usted su cesta.» Debajo de la hierba, relojes, cadenas, lámparas eléctricas,
aparatos fotográficos. «¿Es esto lo que da usted de comer a los conejos?» «Sí, señor director de
aduanas. Y (como dirigiéndose a los citados conejos) si no les gusta eso, no tendrán otra cosa.»
–¡Oh! –exclamó ella–. Es una historia científica; ahora lo comprendo todo. Los conejoscampanilla,
los conejos-tambor, ¿sabe usted?, todos esos lindos animalitos que viven tan bien en la
luna y en sitios semejantes, y tan mal en las habitaciones de los niños; de ahí es de donde vienen...
Constituye una dolorosa injusticia, esa triste historia de Ilustre Virtud. Y me parece que los
periódicos revolucionarios van a protestar mucho: porque, en verdad, tenga usted la seguridad de
que los conejos comían aquellas cosas.
–Su sonrisa me hace pensar en el fantasma del gato que no se materializa nunca y del que no se
veía más que una encantadora sonrisa de gato flotante en el aire. ¡Ah! ¿Por qué la inteligencia de las
mujeres quiere siempre elegir otro objeto distinto al suyo?
JAMES JOYCE-ULISES pág. 100
Se desembarazó de su camisa y la arrojó
tras de sí sobre las demás ropas.
—¿Vas a entrar por aquí, Malachi?
—Sí. Deja sitio en la cama.
El joven retrocedió vigorosamente en el
agua y alcanzó el centro de la ensenada en dos
brazadas largas y limpias. Haines se sentó sobre
una piedra, fumando.
—¿No vienes? —preguntó Buck Mulligan.
—Más tarde —dijo Haines—. No tan
seguido de mi desayuno.
Esteban dio media vuelta.
—Pasa la llave, Kinch —dijo Buck
Mulligan—, para sujetar mi camisa.
Esteban le alargó la llave. Buck Mulligan
la colocó sobre sus ropas amontonadas.
—Y dos peniques —dijo—, para una
pinta. Tira eso ahí.
Esteban arrojó dos peniques sobre el
montón blando. Vestirse, desnudarse. Erecto,
con las manos juntas adelante, Buck Mulligan
dijo solemnemente:
—El que roba al pobre presta al Señor.
Así hablaba Zaratustra.
Su cuerpo rollizo zambulló.
—Te veremos nuevamente —dijo Haines,
volviéndose mientras Esteban subía por el
sendero, y sonriendo por el salvaje irlandés.
Cuerno de toro, casco de caballo, sonrisa
de sajón.
—El Ship —gritó Buck Mulligan—. A las
doce y media.
—Bueno —dijo Esteban.
Siguió andando por el sendero que se
curvaba en ascenso
Lilata rutilantium.
Turma circumdet
Iubilantium te virginum.
El nimbo gris del sacerdote en el nicho en
que se viste discretamente. No quiero dormir
aquí esta noche. A casa tampoco puedo ir.
Una voz dulzona y prolongada lo llamó
desde el mar. Al doblar la curva agitó su mano.
Volvió a llamar. Una bruñida y morena cabeza,
la de una foca, allá lejos en el agua, redonda.
Usurpador.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario