JOYCE-ULISES 435
Los ágiles dedos de Bob Cowley tocaban
otra vez en sobreagudo. El casero tiene la
prioridad. Un poco de tiempo. Largo Juan.
Grande Ben. Ligeramente tocó un alegre
compás saltarín para damas burlonas, pícaras y
sonrientes, y para sus galantes caballeros
amigos. Uno; uno, uno, uno: dos, uno, tres,
cuatro.
Mar, viento, hojas, trueno, aguas, vacas,
mugiendo, el mercado de ganado, gallos, las
gallinas no cacarean, las víboras ssssilvan. Hay
música en todas partes. La puerta de Ruttledge:
ü crujiendo. No, eso es ruido. Minué de Don
Giovanni está tocando ahora. Trajes de corte de
todas clases bailando en salones de castillos.
Miseria. Los campesinos afuera. Verdes rostros
hambrientos comiendo yuyos. Lindo es eso.
Mira: mira, mira, mira, mira, mira: tú míranos
a nosotros.
Me doy cuenta de que eso es alegre.
Nunca lo escribí. ¿Por qué? Mi alegría es otra
alegría. Pero ambas son alegrías. Sí, alegría
debe de ser. El simple hecho de la música
demuestra que uno lo está. A menudo pensé que
ella estaba de mal humor hasta que empezaba a
cantar alegremente. Entonces se sabe.
La vasija de M'Coy. Mi esposa y tu
esposa. Gata chilladora. Como rasgando seda.
Cuando ella habla como el palmoteo de un
fuelle. No saben llevar los intervalos de los
hombres. También el vacío en sus voces.
Lléname. Estoy cálida, oscura, abierta. Maruja
en quis est homo: Mercadante. Mi oído contra la
pared para escuchar. Se necesita una mujer que
pueda cumplir su cometido.
VLADIMIR NABOKOV-435
De lejos llegaba el sonido de la música, una trompeta, una cítara. Nina y yo nos
fuimos de nuevo a pasear. El circo, camino de Fialta, había enviado al parecer
acróbatas y artistas que le precedieran y anunciaran su llegada: un desfile
publicitario marchaba por la ciudad; pero nos perdimos la cabeza del mismo,
porque ya había subido a la parte alta de la ciudad y se había metido en una calle
lateral: la trasera dorada de un carro se alejaba en la distancia, un hombre en
albornoz tiraba de un camello, una hilera de cuatro indios entecos portaba unos
carteles sujetos a unos palos y, detrás de ellos, con un permiso especial, venía el hijo
pequeño de algún turista vestido de marinero y sentado reverencialmente a lomos
de un pony diminuto.
Nos acercamos a un café donde las mesas ya estaban casi secas aunque seguían
vacías; el camarero examinaba (y espero que se lo apropiara más tarde) un hallazgo
horroroso, aquel tintero absurdo que Ferdinand había dejado en la barandilla al
pasar. En la esquina siguiente nuestra atención se quedó prendida en una vieja
escalera de piedra y subimos por ella y yo no dejaba de mirar el ángulo agudo de las
pisadas de Nina mientras subía, levantándose la falda cuya estrechez requería el
mismo gesto que su longitud necesitara en épocas pasadas; ella difundía una suerte
de calor que me resultaba conocido y subiendo junto a ella, me acordé de la última
vez que habíamos estado juntos. Fue en una casa en París, con mucha gente, y mi
querido amigo Jules Darboux, que quería hacerme un favor estético y refinado, me
dio un toque en la manga y me dijo: «Quiero que conozcas...», y me llevó hasta
Nina, que estaba sentada en una esquina del sofá, con el cuerpo doblado en forma
de Z, y un cenicero en los tobillos; se sacó la larga boquilla turquesa de los labios y
lentamente, gozosamente exclamó: «Pero bueno quién me iba a decir a mí que...», y
luego, a lo largo de la noche, sentí como si el corazón se me fuera a romper
mientras iba de grupo en grupo con una copa pegajosa en la mano, mirándola de
cuando en cuando en la distancia (ella no me miraba...) y escuchando retazos de
conversación hasta que sorprendí a un hombre que le decía a otro: «Qué gracioso,
cómo huelen, todas igual, hojas quemadas, cualquiera que sea el perfume que
lleven, esas chicas angulosas y morenas», y como ocurre a menudo, una observación
trivial relacionada con un tema desconocido se enredó y se quedó prendida en mis
recuerdos, un parásito de su tristeza.
En la parte más alta de las escaleras, nos encontramos con una especie de tosca
terraza. Desde allí se veía la silueta delicada y gris de paloma del monte San Jorge
con un puñado de manchas color hueso (alguna aldea) en una de sus pendientes; el
humo de un tren apenas visible se elevaba en ondas desde su base... para
desaparecer repentinamente; más abajo, entre el desorden de los tejados, se
distinguía un ciprés solitario, que parecía la punta húmeda y gastada de un pincel
de acuarelas; a la derecha, se conseguía una breve vista del mar, que era gris, con
arrugas de plata. A nuestros pies había una vieja llave roñosa, y en la pared de la
casa medio en ruinas que lindaba con la terraza, colgaban todavía los restos de unos
cables... Pensé que hubo un tiempo en el que existió vida en aquel lugar, en el que
una familia gozó del fresco de la noche, que unos niños torpes entretuvieron sus
horas coloreando una serie de cromos a la luz de una lámpara... Nos quedamos ahí
sin hacer nada como si estuviéramos escuchando algo; Nina, que se había subido a
una especie de escalón, me puso una mano en el hombro y sonrió, y con cuidado,
para no estropear su sonrisa, me besó. Con una fuerza insoportable, reviví (o por lo
menos eso creo ahora) todo lo que había sucedido entre nosotros, todo aquello que
había comenzado con un beso semejante, y dije (sustituyendo nuestro barato y
formal «tú» por ese «usted» expresivo y lleno de sentido al que el navegante
retorna, tras dar la vuelta al mundo que ha enriquecido toda su persona): «Escuche,
¿y qué pasaría si le dijera que la quiero?». Nina me miró, yo repetí aquellas palabras,
quería añadir... pero algo como un murciélago pasó veloz por su rostro, una
expresión rápida, extraña, casi fea, y ella, que no tenía miramientos para decir tacos
y juramentos con toda naturalidad, sintió vergüenza; yo también me sentí raro...
«No importa, era una broma», me apresuré a decirle abrazándola suave por la
cintura.
BORGES-OBRAS COMPLETAS 435
TLÓN, UQBAR, ORBIS TERTIUS
I
Debo a la conjunción de un espejo y de una encliclopedia el
descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un
corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la
enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedia
(New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa,
de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo
hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa
noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de
una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara
los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que
permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la
adivinación de una realidad atroz o banal.' Desde el fondo remoto
del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta
noche ese descubrimiento es inevita'ble) que los espejos tienen
algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los
heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula
son abominables, porque multiplican el número de los hombres.
Le pregunté el origen de esa memorable sentencia y me contestó
que The Anglo-American Cyclopaedia la registraba, en su artículo
sobre Uqbar. La quinta (que habíamos alquilado amueblada)
poseía un ejemplar de esa obra. En las últimas páginas del volumen
XLVI dimos con un artículo sobre Upsala; en las primeras del
XLVII, con uno sobre Ural-Altaic Languages, pero ni una palabra
sobre Uqbar! Bioy, un poco azorado, interrogó los tomos del índice.
Agotó ejn vano todas las lecciones imaginables: Ukbar, Ucbar,
Ookbar, Oukbahr. . . Antes de irse, me dijo que era
alguna incomodidad.
Conjeturé que ese país indocumentado y ese heresiarca
anónimo eran una ficción improvisada por la modestia de Bioy
para justificar una frase. El examen estéril de uno de los atlas
de Justus Perthes fortaleció mi duda.
Al día siguiente, Bioy me llamó desde Buenos Aires. Me dijo
que tenía a la vista el artículo sobre Uqbar, en el volumen xxvi
cíe la Enciclopedia. No constaba el nombre del heresiarca, pero sí
la noticia de su doctrina, formulada en palabras casi idénticas a
las repetidas por él, aunque —tal vez— literariamente inferiores.
Él había recordado: Copulation and mirrors are abominable. El
texto de la Enciclopedia decía: Para uno de esos gnósticos, el
visible universo era una ilusión o (más precisamente) un sofisma.
Los espejos y la paternidad son abominables (mirrors and fatherhood
are hatetul) porque lo multiplican y lo divulgan. Le
dije, sin faltar a la verdad, que me gustaría ver ese artículo.
LA AUDIENCIA DE LOS CONFINES
Miguel Ángel Asturias 435
GARNACHA DE BARBA BLANCA.-¡En nombre de la Audiencia de los Confines, daos preso!
LOS ALGUACILES avanzan y se colocan de lado y lado del GOBERNADOR que sale por la izquierda, seguido de los OIDORES.
TELON
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