miércoles, julio 25, 2012

TOLEDO

2012-07-25 09.00.45 

   

SURA 86
At-Tariq (Lo Que Viene De Noche)  965

 

(1) ¡CONSIDERA los cielos y lo que viene de noche!1
(2) ¿Y qué puede hacerte concebir qué es lo que viene de noche?
(3) Es la estrella cuya luz atraviesa las tinieblas [de la vida]:
(4) [pues] no hay ser humano que no tenga un guardián.2

1 Algunos comentaristas dan por sentado que lo que aquí se describe como at-tariq (“lo que viene de
noche”) es el lucero del alba, porque aparece hacia el final de la noche; otros –como Samajshari o Raguib—
lo entienden como “la estrella”, en sentido genérico. No obstante, si analizamos el origen de este
nombre, vemos que se deriva de taraqa, “él golpeó [algo]” o “tocó [en algo]”; de ahí, taraqa ‘l-bab: “él
llamó a la puerta”. Figuradamente, el nombre significa “algo [o “alguien”] que viene de noche”, porque
alguien que viene de noche a una casa ha de llamar a la puerta (Tach al-Aarús). En terminología coránica,
at-tariq es evidentemente una metáfora del sosiego celestial que a veces invade a un ser humano sumido
en las tinieblas de la aflicción y la angustia; o de la repentina iluminación intuitiva que disipa la oscuridad
de la duda; o, finalmente, de la revelación divina, que llama, por así decirlo, a las puertas del corazón del
hombre trayendo sosiego e iluminación.

 

      imagesCAD9RRVI                      Funny Meditating Dog 1

JAMES JOYCE-ULISES  965

¿Qué Garry? ¿Vamos a ganar? ¿Eh?
Y diciendo ese se mandó el vinagrillo por
el cogote y, por Jesús, casi se atora.
La figura sentada sobre un can rodado al
pie de una torre redonda era la de un héroe de
anchas espaldas

 

templo del sol nocturno

VLADIMIR NABOKOV-CUENTOS   675   965-675=290

Un hombre ocupado
Aquel que se preocupa en exceso de los movimientos de su alma se ve fatalmente
abocado a ser testigo de un fenómeno banal y sin embargo curioso y ciertamente
melancólico: la muerte súbita de un recuerdo insignificante que una circunstancia
casual le trae a la memoria desde el humilde y remoto asilo donde en silencio
transcurría su oscura existencia. El recuerdo parpadea, palpita todavía y hasta
refleja un punto de luz, pero al momento siguiente, bajo tus propios ojos, emite un
último suspiro y cae muerto, víctima de la transición brutal que le produce la luz
demasiado cruda del presente. Tan sólo queda entre las manos, de ahora en
adelante, una sombra, un mero remedo de aquel recuerdo, desprovisto ahora, me
temo, de la fascinante solidez del original. Grafitski, un hombre amable y temeroso
de la muerte, recordaba un sueño de su infancia que encerraba una profecía
lacónica; pero hacía tiempo que había dejado de sentir ningún vínculo orgánico
entre sí mismo y aquel recuerdo, porque una de las primeras veces en que lo había
convocado, el recuerdo llegó ya macilento para morir al punto —y el sueño que
ahora recordaba no era sino el recuerdo de un recuerdo. ¿Cuándo tuvo lugar, aquel
sueño? Imposible de determinar, respondía Grafitski, empujando el pequeño tarro
de cristal con restos de yogur y apoyando el codo sobre la mesa. ¿Cuándo? Vamos,
¿cuándo, aunque sea aproximadamente? Hace mucho tiempo. Probablemente,
entre los diez y los quince años: en aquel período pensaba a menudo en la muerte
—especialmente por la noche.

¿En qué estaba pensando hace un momento? ¿Cuál era el recuerdo bajo el que se
afanaba su mente cautiva? El recuerdo de un sueño. La advertencia contenida en un
sueño. Una predicción que, hasta ahora, no había obstaculizado para nada su vida,
pero que ahora, ante la llegada precisa y certera de una cita inexorable, empezaba
a dejarse oír con insistente y creciente resonancia.
—Tienes que aprender a controlarte —le decía Itski a Graf en una especie de
recitativo histérico. Se aclaró la garganta y se acercó a la ventana.

Con creciente insistencia. El número treinta y tres —el tema de aquel sueño— se
había enredado en la malla de su inconsciente y con sus garras curvas como las de
un murciélago se había quedado trabado en su alma y sus empeños todos por
devanar aquel misterioso enredo del subconsciente le resultaron vanos. Según la
tradición, Jesucristo había vivido hasta los treinta y tres años y quizá (pensaba Graf,
inmovilizado junto a la cruz del travesano de los postigos de la ventana), quizá fuera
cierto que una voz le había murmurado en aquel sueño: «Tú también morirás a la
edad de Cristo...», y aquellas palabras desplegaron ante sus ojos, como en una
pantalla iluminada, la corona de espinas trenzando un doble tres amenazante.
Abrió la ventana. Había más luz en la calle que dentro de casa porque las farolas ya
estaban encendidas. El cielo aparecía cubierto con una manta de suaves nubes; y
sólo hacia el oeste, entre los tejados ocres de las casas, se vislumbraba una tierna
banda de destellos brillantes. Un poco más arriba de la calle, un automóvil de ojos
de fuego se había detenido, sus colmillos, haces de luz color naranja, se hundieron
en el gris aguado del asfalto. Un carnicero rubio descansaba en el umbral de su
tienda contemplando el cielo.

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