http://observatorio.info/2012/09/analema-del-alba-con-un-pequeno-detalle/
JAMES JOYCE
ULISES 166
Vieja y misteriosa,
venía de un mundo matutino, tal vez como un
mensajero. Alabó la excelencia de la leche,
mientras la vertía. De cuclillas, al lado de una
paciente vaca, en el campo lozano, al amanecer,
una bruja sobre su taburete, los dedos rápidos
en las ubres chorreantes. Conociéndola, las
vacas mugían a su alrededor: ganado sedoso de
rocío. Seda de las vacas y pobre vieja, nombres que le daban en los viejos tiempos. Una tía
vagabunda, forma degradaba de un inmortal,
sirviendo a su conquistador y a su alegre
traidor, su concubina común, mensajera de la
secreta mañana
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 166
—Los que me imaginan con cuernos y con un gran rabo están muy confundidos.
Sólo aparecí una vez bajo esa forma, ante un imbécil bizantino, y no logro entender
por qué tuve tanto éxito. Yo nazco unas dos o tres veces cada dos siglos. En la
década de 1870, hace unos cincuenta años, me enterraron con honores pintorescos
y con gran derramamiento de sangre, en una colina que dominaba una serie de
aldeas africanas de las que fui reina. Aquel mandato fue un descanso después de
más severas encarnaciones. Ahora soy una mujer alemana cuyo último marido —
creo que he tenido tres en total— era de origen francés, un tal profesor Monde. En
los últimos años he llevado al suicidio a varios jóvenes, he logrado que un artista
muy conocido copiara y multiplicara la Abadía de Westminster en los billetes de
una libra, he seducido a un virtuoso hombre casado amante de su familia... Pero
realmente no hay nada de qué presumir. Este último ha sido un avatar más bien
banal, y ya estoy cansada.
GRAVES, ROBERT LA DIOSA BLANCA 166
(Dios habla y dice) (Glosas)
Yo soy un viento del mar, por la profundidad
Yo soy una ola del mar, por el peso
Yo soy un sonido del mar, por el horror
Yo soy un buey de siete peleas,
o Yo soy un ciervo de siete astas,
por la fuerza
Yo soy un grifo en un risco,
o Yo soy un halcón en un risco,
por la destreza
Yo soy una lágrima del sol, «una gota de rocío», por la claridad
Yo soy bello entre las flores,
Yo soy un jabalí, por el valor
Yo soy un salmón en un estanque, «los estanques del conocimiento»
Yo soy un lago en una llanura, por la extensión
Yo soy una colina de poesía, «y conocimiento»
PAUL AUSTER
La trilogía
de Nueva York 166
Me resultó perturbador, no pude remediar sentirme horrorizado.
Algo monstruoso estaba sucediendo y yo ya no podía controlarlo. El cielo estaba
oscureciendo dentro de mí, eso era seguro; la tierra temblaba. Me resultaba difícil
quedarme quieto, me resultaba difícil moverme. De un momento al siguiente me parecía
estar en un sitio diferente, olvidar dónde me encontraba. Los pensamientos se detienen donde empieza el mundo, me repetía. Pero el yo también está en el mundo, me
contestaba, y lo mismo ocurre con los pensamientos que vienen de él. El problema era
que ya no era capaz de hacer las distinciones correctas. Esto nunca puede ser aquello.
Las manzanas no son naranjas, los melocotones no son ciruelas. Notas las diferencias en
la lengua, y entonces lo sabes, como si fuera dentro de ti. Pero todo estaba empezando a
tener el mismo sabor para mí. Ya no tenía hambre, ya no podía obligarme a comer
Danza de espejos
Lois McMaster Bujold 166
—Ah... Entonces nadie ha comido nada todavía.
—Antes de quemar una ofrenda, hay que ayunar. Creo que por eso lo hacen
al amanecer. — El conde esbozó una sonrisa.
Evidentemente, el glorioso uniforme de desfile no le servía para otra cosa en
ese lugar y tampoco el vestido gris a Elena. Los habían incluido en el equipaje
especialmente para eso. Mark echó una mirada al reflejo distorsionado de sí mismo
en las botas del conde, pulidas como espejos. La superficie convexa lo amplió a
proporciones grotescas. ¿Su futuro yo?
—¿Para eso hemos venido aquí, para que Elena hiciera esa ceremonia?
—Entre otras cosas.
EL FIGÓN DE LA REINA PATOJA
de
Anatole France 166
Interrogada, acorralada, amenazada, me denunció, y fui conducido a la
Bastilla, en donde me retuvieron cuatro años. Allí encontré algún consuelo
leyendo a Boecio y a Casiodoro.
Después he tenido un chiribitil de memorialista público en el
cementerio de los Santos Inocentes, poniendo al servicio de las doncellas
enamoradas una pluma digna de narrar las vidas de los hombres ilustres de
Roma y de comentar los escritos de los Santos Padres. Gano dos liares por
cada carta amorosa, y es un oficio del que muero más bien que vivo. Pero
no olvido que Epícteto fue esclavo, y Pirro, jardinero.
Hoy, por uno de esos azares de la suerte, he recibido, en pago de una
carta anónima, un escudo. No había comido desde anteayer; así que
inmediatamente me puse a oliscar dónde hubiera un figón. Vi desde la calle
vuestra divisa pintarrajeada y el fuego de vuestro hogar coloreando
alegremente los vidrios, y entré. Mi amable huésped, ya conocéis mi
historia.
—Veo que es la de un hombre honrado —dijo mi padre—; y apenas
hallo en ella nada reprensible. Venga esa mano. Somos amigos. ¿Cómo os
llamáis?
—Jerónimo Coignard, doctor en Teología, licenciado en Artes.
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