Lolita
Vladimir Nabokov 134
La claridad exquisita de todos sus movimientos tenía su equivalente
audible en el puro sonido de cada golpe suyo. Cuando entraba en el aura de su
dominio, la pelota se volvía más blanca, y su elasticidad más rica, y el
instrumento de precisión que Lo empleaba sobre ella parecía desmedidamente
prensil y deliberado en el momento de establecer contacto. Su estilo era, en
verdad, una imitación perfecta de una campeona... sin ningún resultado
utilitario. Como me dijo una vez Electra Gold –hermana de Edusa, una
entrenadora maravillosamente joven–, mientras yo miraba jugar a Dolores Haze
con Linda Hall (que le ganaba): «Dolly tiene un imán en el centro de su raqueta,
pero, ¿por qué diablos es tan cortés?» Ah, Electra, qué importaba eso, con
semejante gracia... Recuerdo que en el primer juego ya me sentí inundado por
una asimilación casi convulsiva y penosa de belleza. Lolita tenía un modo
peculiar de levantar la rodilla izquierda doblada al iniciar el acto amplio y elástico
del «saque», en el cual desarrollaba y suspendía al sol, durante un segundo, una
trama vital de equilibrio entre pie en puntilla, axila prístina, brazo fulgurante y
raqueta hacia atrás, mientras sonreía con dientes centelleantes al globo
minúsculo, suspendido en lo alto, en el cénit del cosmos poderoso y lleno de gracia que había creado con el expreso fin de caer sobre él con un límpidozumbido de su látigo dorado.
Ese «saque» tenía belleza, precisión, juventud, una pureza de trayectoria
clásica, y a pesar de su instantaneidad era muy fácil devolverlo, ya que en su
vuelo largo y elegante no había el menor desvío.
Gimo de frustración cuando pienso que hoy podría tener inmortalizados en
cintas de celuloide cada tiro suyo, cada hechizo... ¡Habrían sido tantos más que
las instantáneas que quemé! Su voleo se vinculaba al «saque» como el envío a la
balada; pues habían enseñado a mi chiquilla a dar unos rápidos pasillos hacia la
red con sus pies ágiles, vivientes, calzados de blanco. Brazo e impulso eran
indiscernibles: eran imágenes mutuamente reflejadas... mis entrañas aún se
estremecen con esos estallidos reiterados por esos trémulos y los gritos de
Electra
PAUL AUSTER
La trilogía
de Nueva York 134
Me esforcé mucho en mi cortejo. Sin duda mis motivos eran transparentes, pero
quizá eso fue lo bueno. Sophie sabía que me había enamorado de ella, y el hecho de que
no me abalanzase, de que no la obligase a declarar sus sentimientos hacia mí,
probablemente contribuyó más que ninguna otra cosa a convencerla de mi seriedad. Sin
embargo, yo no podía esperar eternamente. La discreción tenía su función, pero
demasiada discreción podía ser fatal. Llegó un momento en que noté que ya no
estábamos empeñados en un combate, que las cosas se habían asentado entre nosotros.
Al pensar ahora en ese momento, me tienta utilizar el lenguaje tradicional del amor.
Deseo hablar con metáforas de calor, de fuego, de barreras que se derriten ante pasiones
irresistibles. Soy consciente de lo ampulosos que pueden sonar estos términos, pero al
final creo que son exactos. Todo había cambiado para mí, y palabras que nunca había
comprendido, súbitamente empezaron a tener sentido. Aquello fue una revelación, y
cuando finalmente tuve tiempo de absorberla, me pregunté cómo había podido vivir
tanto tiempo sin aprender aquella sencilla verdad. No estoy hablando de deseo tanto
como de conocimiento, del descubrimiento de que dos personas, a través del deseo,
pueden crear algo más poderoso de lo que ninguna de ellas podría crear sola. Ese
conocimiento me transformó, creo, e hizo que me sintiera más humano. Al pertenecer a
Sophie, empecé a sentir como si perteneciera a todos los demás. Resultó que mi verdadero
lugar en el mundo estaba más allá de mí mismo, y si estaba dentro de mí, también
era ilocalizable. Era el diminuto espacio entre el yo y el no yo, y por primera vez en mi
vida vi esta nada como el centro exacto del mundo.
Sura 4 An-Nisa’ (Las Mujeres) 134
(5) Y no confiéis a los faltos de juicio los bienes que Dios os ha encomendado6 para [su] manutención;
alimentadles de ellos y vestidles, y habladles con amabilidad. (6) Y examinad a los
huérfanos [a vuestro cargo] hasta que alcancen edad de casarse; entonces, si les consideráis sensatos,
entregadles sus bienes; y no los consumáis pródiga y apresuradamente, adelantándoos a su
mayoría de edad. Y que el rico se abstenga por completo [de tocar los bienes de su pupilo]; y que
el pobre los comparta en forma honorable. Y cuando les entreguéis sus bienes, que haya testigos
por su parte --aunque nadie lleva las cuentas tan bien como Dios
EL CRIMEN DE UN ACADÉMICO
ANATOLE FRANCE 134
—¡Juanita! —exclamé—. Aunque fuese necesario huir hasta Oceanía, la abominable Préfére no volverá a apoderarse de usted. Lo juro. ¿Y por qué no habíamos de marcharnos a Oceanía? El clima es muy saludable, y precisamente leía hace poco en un periódico que allí tienen hasta pianos. Mientras lo decidimos nos refugiaremos en casa de la señora de Gabry, que afortunadamente se halla en París hace tres o cuatro días; somos dos inocentes y necesitamos ayuda.
Entretanto el rostro de Juanita palideció; un velo nublaba sus ojos y un pliegue doloroso contrajo sus labios entreabiertos. Inclinó su cabeza sobre mi hombro y comprendí que se había desmayado.
Cogíla en brazos y subí la escalera de la señora de Gabry como si llevara un niño dormido. Abrumado por la fatiga y la emoción me desplomé sobre un banco del des-cansillo; entonces Juanita se reanimó.
—¡Es usted! —me dijo al abrir los ojos—. ¡Cuánto me alegro!
JUAN GOYTISOLO
COTO VEDADO 134
Consideración feraz, germinativa de la transmigración a la
luz de la poesía : vuelo ligero del alma de un cuerpo a otro
cuerpo, parecido o idéntico al que sustentara en vida: mudanza
de los malos tragos de ésta a otra de apariencia más
correosa y huérfana, pero arropada con el respeto de una
creencia que la sacraliza y eleva a las alturas de un trono
ideal: cobijado a la sombra cálida del Islam, el viejo acuclillado
te interpela en silencio: su mano es flaca, rígida,
macilenta : el capuchón de la chilaba le cubre la cabeza
a medias pero permite ver el rostro magro, apurado al
límite de los huesos, la nariz corva, los labios exangües :
mirándote como si fueras transparente, repite en voz baja,
tal vez para sí mismo, fi sabili Allah u otra invocación tradicional
al creyente, con esa serenidad resignada del otro
moribundo, Alonso Quijano al borde del sepulcro, cuando
recién llegado del aeropuerto entraste de puntillas en su habitación : tu padre, las sucesivas encarnaciones de tu padre en zocos y callejas de Fez o Marraquech, acurrucado,
digno, implorante, cruces casuales o metódicamente planeados
generadores del chispazo, el arco voltaico que nunca
brotó en vida : itinerante ritual, medineo evocador de la
tristeza de un desencuentro que lo trae no obstante a tu
memoria y cariñosamente lo resucita.
Miguel de Cervantes
DON QUIJOTE DE LA MANCHA 134
Acabó en esto de descubrirse el
alba y de parecer distintamente las cosas, y vio don Quijote que estaba entre
unos árboles altos, que ellos eran castaños, que hacen la sombra muy oscura;
sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar. Y
así, sin mas detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante y, tornando a despedirse
de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días a lo más largo,como ya otra vez se lo había dicho, y que. si al cabo dellos no hubiese vuelto,tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días.
VLADIMIR NABOKOV
Cuentos completos 134
catedral gótica, que le despertó recuerdos repugnantes, había continuado por el
bulevar principal y cuando se disponía a atravesar una gran plaza, apareció,
abriéndose paso entre la multitud, un caballero armado, que se dirigía a la carga
contra él. El caballero llevaba una armadura de hierro, con la visera baja, un
penacho fúnebre en el casco y cabalgaba a lomos de un impresionante caballo
negro con cota de malla. Junto a él unas mujeres vestidas de pajes portaban las
armas, con unos pendones pintorescos diseñados a toda velocidad en los que se
anunciaba: «GRAN CASCO», «FUME SÓLO GRAN CASCO DE HIERRO», «CASCO
DE HIERRO ES EL MEJOR». El jinete del circo que se hacía pasar por caballero hincó
espuelas y aprestó su lanza. Pero por alguna razón el corcel empezó a retroceder,
echando espuma, y luego, de repente se alzó de manos para acabar dejándose caer
pesadamente sobre sus cuartos traseros. Derribó al caballero, que cayó al asfalto,
con semejante estrépito que hubiera podido pensarse que alguien había tirado la
vajilla entera por la ventana. Pero el dragón no vio nada de esto. Al primer
movimiento del caballero se detuvo abruptamente, y luego, se dio la vuelta a toda
velocidad, derribando a su paso con la cola a dos ancianas que contemplaban la escena desde un balcón, y aplastando a los espectadores que habían comenzado a
dispersarse, emprendió la huida. De un salto, se colocó fuera de la ciudad, voló a
través de los campos, trepó como pudo por las pendientes rocosas, y se zambulló en
su caverna sin fondo. Una vez allí, se dejó caer de espaldas, con las patas encogidas
y, mostrando su blanco y satinado estómago que no dejaba de temblar bajo las
oscuras bóvedas, dio un suspiro profundo, cerró sus ojos asombrados y murió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario